¿Es posible un debate histórico en España? Respuesta: No
En más de una ocasión, me he preguntado si la historia, en su vertiente académica, sirve para algo a nivel de debate político en la esfera pública. En España, parece que no; entre otras cosas, porque, a diferencia de otros países europeos, como Italia, Alemania o Francia, no existe debate en el campo historiográfico. Viene esto a colación por el intento de las izquierdas españolas por monopolizar la grand narrative, la narración maestra, interpretativa de la historia contemporánea de España, especialmente el tema de la II República, la guerra civil y el régimen de Franco.
Hace casi ya in año, comentando el significado de la exhumación del cadáver de Francisco Franco de su tumba en el Valle de los Caídos, Fernando Suárez, exministro de la dictadura y uno de los políticos más inteligentes del tardofranquismo, se dolía de que todas las invocaciones a la “reconciliación” habían resultado, en boca de las izquierdas, absolutamente engañosas, porque, en realidad, no ha existido la menor reciprocidad, ya que sus políticas de memoria habían consistido en “la eliminación de cualquier recuerdo de Franco, de José Antonio, de Moscardó, de Girón, de Fraga, de Pemán, y la simultánea exaltación de Companys, de Largo Caballero, de Prieto, de Azaña, de Ibarruri o de las Brigadas Internacionales”. Tiene toda la razón. Con un malthusianismo implacable, se han ido borrando de las calles de las ciudades españolas, no ya todo vestigio de nomenclatura “franquista”, sino de personalidades de la derecha. A ese respecto, recuerdo con estupor la confección en Madrid, por parte de la izquierda, de listas de nombres de las calles, donde aparecía algún miembro de la derecha, a los que se calificaba simplemente de “fachas”, para que el Ayuntamiento procediera a su erradicación. Entre esos nombres, aparecían Ramiro de Maeztu y Pedro Muñoz Seca, vilmente asesinados por los revolucionarios. La izquierda española siempre ha tenido no sólo una pulsión asesina, y ahí están para demostrarlo las muertes de Cánovas del Castillo, José Canalejas, Eduardo Dato o Luis Carrero Blanco –Antonio Maura se salvó por poco-, sino un agudo impulso iconoclasta, antes las iglesias quemadas en 1909, 1934 o 1936, ahora el Valle de los Caídos.
Personalmente, como historiador y ciudadano, soy contrario a estas políticas de memoria selectiva. Como Maurice Barrés, que propugnaba la síntesis de todas las tradiciones francesas desde Juana de Arco a Napoleón, me hubiera gustado una síntesis análoga para España. Desgraciadamente, eso resulta ya imposible. Fuimos por buen camino en los inicios de la Transición, pero el fuste se fue torciendo hasta ahora. La reacción de la opinión conservadora era, tarde o temprano, previsible. La “no-izquierda”, es decir, el Partido Popular, no ha sido capaz de poner una calle con el nombre de su fundador, Manuel Fraga, o una placa en la casa donde vivió y murió. Ciudadanos no cuenta aquí; es, como en todo, un cero… a la izquierda.
Tuvo que venir VOX para que nuestra “gauche heureux” se encrespara. Con toda lógica, el partido verde ha propugnado que los nombres de Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto, así como sus estatuas, desaparezcan de las calles de Madrid. Y, aunque pueda parecer milagroso, la propuesta fue aceptada por el PP y Ciudadanos. La reacción de las izquierdas, como era de esperar, no se hizo esperar. Era lógico y normal. Lo que me ha escandalizado ha sido la reacción de un sector del campo historiográfico. En una especie de manifiesto, 250 historiadores denuncian los errores del alegato histórico de VOX. Indudablemente, los hay, pero no más que en otros alegatos escritos, mejor dicho, firmados por Adriana Lastra, Pablo Iglesias, Iñigo Errejón o Gabriel Rufián, a quien suelen reírseles las gracias. El documento historiográfico –y sé lo que digo al emplear este término- está firmado, en parte, por los de siempre, es decir, por la banda de Viñas and Preston, algún catedrático conocido por su recurso a la intertextualidad, politólogos un tanto airados, e historiadores eminentes, pero a mi juicio equivocados en este asunto. Sin duda, están en su derecho. Pero defender que Indalecio Prieto y, sobre todo, Francisco Largo Caballero, eran defensores de la democracia liberal, clama al cielo. En realidad, aquí no se desarrolla un debate histórico, sino político, acerca de quienes tienen derecho a ser los iconos de referencia del régimen político vigente, o del que vendrá, tarde o temprano. Por cierto, ninguno de estos historiadores, ni tan siquiera lo más eminentes, han dicho nada sobre el contenido de la Ley de Memoria “Democrática” preparada por el actual gobierno de izquierdas. Echo de menos aquí, entre tantas cosas, la figura un Pierre Vidal Naquet, contrario en Francia a cualquier Ley de Memoria.
Los historiadores españoles ejercen, por lo general, de intelectuales orgánicos de los partidos de izquierda y de izquierda radical, como es el caso de la mafia organizada en torno a Paul Preston, Ángel Viñas and Cia: o, simplemente, callan. La mayoría, sobre todo los de izquierdas, sueñan con ser historiadores de corte. Como en la Francia de Luis XIV, ejercer el cargo de Historiógrafo, para mayor gloria de los gobernantes. En otros sectores historiográficos, algunas almas bellas hacen referencia a una tercera, cuarta e incluso quinta España, en la que cómodamente pretenden estar insertos, sin darse cuenta de que igualmente, cuando se aprueben ciertas leyes, ellos serán amordazados por los representantes de la España autodenominada “progresista”.
El silencio puede ser producto del miedo, de la indiferencia o de la ignorancia. Sin embargo, que los gobiernos y los Estados pretendan legislar sobre una pretendida “verdad” histórica, no debería dejar indiferente a nadie, porque su objetivo es imponer una especie de despotismo con muy poca ilustración. Es el caso de doña Carmen Calvo Poyato, inefable vicepresidenta del Gobierno, quien nos amenaza con esa Ley de Memoria Histórica, o, como ahora dicen, “Democrática”. Sus declaraciones a El País, no tienen, en ese sentido, desperdicio, y son el reflejo de toda una mentalidad. Esta nueva Ley, afirma la cateta egabrense, “va a prohibir todos los espacios donde se produce enaltecimiento de las dictaduras”. “No vamos a permitir que haya fundaciones públicas que enaltezcan regímenes totalitarios o figuras dictatoriales. Vamos a tomar muchas medidas. La sociedad española ya Está madura para mirarse a sí misma teniendo ordenado (¡) con dignidad y justicia el pasado”. Orwell no lo hubiera descrito mejor. Calvo Poyato, la Gran Hermana.
No es preciso negar las veleidades dictatoriales de las derechas, pero hay que contextualizarlas en el tiempo histórico; y lo mismo hay que hacer con las izquierdas. Y es que si algo caracteriza a nuestra historia contemporánea es el déficit de legitimidad del sistema liberal, primero, y del demoliberal después. Todo lo que no sea debatir sobre este problema histórico, que no es privativo de España, sino de toda Europa, si excluimos a Gran Bretaña, resulta políticamente perturbador e intelectualmente indigente. La historia no es una perpetua lucha entre el bien y el mal; es un proceso a menudo trágico.
Mientras una fuerza tan decisiva como la CNT negaba cualquier forma de Estado y practicaba el terrorismo, el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia dio alicientes dictatoriales a la izquierda socialista. Así, el PSOE, que nunca fue muy liberal ni partidario del sistema parlamentario, en su V Congreso, de diciembre de 1919, manifestó su entusiasmo por la revolución bolchevique, presentando a la dictadura del proletariado como “condición indispensable para el triunfo del socialismo”. Todo un síntoma histórico.
El comunismo español nació de una escisión del PSOE. Por cierto, los socialistas no hicieron ascos a la colaboración con la Dictadura de Primo de Rivera, en particular Francisco Largo Caballero. En 1930, Andrés Nin publicaba Las dictaduras de nuestro tiempo, donde presentaba la dictadura del proletariado instaurada por los bolcheviques en Rusia como “el poder de la clase obrera” y “la destrucción del sistema capitalista y la edificación de una sociedad sin clases”. Como era su costumbre, durante la II República, el PSOE tuvo una visión absolutamente instrumental del régimen político. Cuando vio en peligro su poder, Largo Caballero –y basta con leer el contenido de sus Discursos a los trabajadores (1934)- abogó públicamente por la revolución y la dictadura del proletariado, que era “la expresión de la masa obrera, que quiere tener en sus manos los resortes del Estado”. En la revista Leviatán, su intelectual orgánico Luis Araquistain interpretó el símbolo hobbesiano como un Estado totalitario socialista, garante de la “cesión a él por parte de los individuos de todos los derechos materiales”. En su opinión, no había otro socialismo “puro” que el de la URSS. Mientras tanto, el pícnico Indalecio Prieto blandía una pistola en el hemiciclo; compraba armas y conspiraba. Al tiempo que redactaba un programa político en el que propugnaba la abolición del Ejército y de la Guardia Civil, de las órdenes religiosas y de la propiedad de la tierra. La insurrección socialista de octubre de 1934 no se hizo en defensa de las instituciones republicanas, sino que resultó ser, como señaló el historiador marxista Tuñón de Lara, la primera revolución socialista de la historia de España. Algo que hoy se intenta ocultar por parte de algunos pseudohistoriadores como Ángel Viñas.
Durante la guerra civil, Largo Caballero llegó a incluir a anarquistas en el Gobierno. Superlativamente grave fue el nombramiento de García Oliver como ministro de Justicia, promotor de los campos de trabajo, es decir, de concentración. Los comunistas abogaron por la creación del Partido Único del Proletariado: comunistas y socialistas deberían unirse en un solo partido, del que, por supuesto, se excluía a los miembros del POUM, a los republicanos de izquierda y a los anarquistas. Como jefe de Gobierno, Juan Negrín López era partidario del partido único, pero, a diferencia de Franco, fue incapaz de articularlo, por las contradicciones entre comunistas, socialistas y anarquistas. En el exilio, Santiago Carrillo, todavía a la altura de 1970, seguía propugnando la dictadura del proletariado, identificada con “la victoria del socialismo”. Más tarde, con su habitual oportunismo, por motivos tácticos, Carrillo se adhirió a la corriente eurocomunista, junto al PCI y el PCF, lo que, al menos en teoría, suponía el abandono de la dictadura del proletariado. Lo cual supuso una dura respuesta del joven filósofo Gabriel Albiac -entonces discípulo del ortodoxo Louis Althusser-, en un panfleto colectivo titulado El debate sobre la dictadura del proletariado en el PCF, en el que acusaba a Carrillo de abandonar el marxismo. En sus páginas daban igualmente su opinión los representantes del PCOE, PCE, LCR, PSOE, PCE (r.), ORT, etc. El PCE prefería hablar de “democracia antimonopolista y antilatifundista”. El PSOE abogaba por la “democracia socialista”. La LCR consideraba inherente al socialismo la “dictadura del proletariado”; y lo mismo afirmaban PCOE, ORT y PCE (r.).
El último líder izquierdista que ha hecho referencia a la “dictadura del proletariado” ha sido Pablo Iglesias Turrión, en sus conversaciones con un cantante del grupo musical Los chicos del maíz. La dictadura del proletariado era “la máxima expresión de la democracia para los más, para destruir los privilegios por los menos”. “Pero funciona muy mal –concluía- porque la palabra dictadura es infame”. No olvidemos que este señor está hoy en el Gobierno.
Y es que son los totalitarios los que están en el Gobierno. Por eso, defienden sus tradiciones más negras y asesinas. Esperemos que algún historiador eminente y devoto de Noan Chomsky levante la voz. Lo dudo mucho. Es de izquierdas, europeísta y cosmopolita.
En más de una ocasión, me he preguntado si la historia, en su vertiente académica, sirve para algo a nivel de debate político en la esfera pública. En España, parece que no; entre otras cosas, porque, a diferencia de otros países europeos, como Italia, Alemania o Francia, no existe debate en el campo historiográfico. Viene esto a colación por el intento de las izquierdas españolas por monopolizar la grand narrative, la narración maestra, interpretativa de la historia contemporánea de España, especialmente el tema de la II República, la guerra civil y el régimen de Franco.
Hace casi ya in año, comentando el significado de la exhumación del cadáver de Francisco Franco de su tumba en el Valle de los Caídos, Fernando Suárez, exministro de la dictadura y uno de los políticos más inteligentes del tardofranquismo, se dolía de que todas las invocaciones a la “reconciliación” habían resultado, en boca de las izquierdas, absolutamente engañosas, porque, en realidad, no ha existido la menor reciprocidad, ya que sus políticas de memoria habían consistido en “la eliminación de cualquier recuerdo de Franco, de José Antonio, de Moscardó, de Girón, de Fraga, de Pemán, y la simultánea exaltación de Companys, de Largo Caballero, de Prieto, de Azaña, de Ibarruri o de las Brigadas Internacionales”. Tiene toda la razón. Con un malthusianismo implacable, se han ido borrando de las calles de las ciudades españolas, no ya todo vestigio de nomenclatura “franquista”, sino de personalidades de la derecha. A ese respecto, recuerdo con estupor la confección en Madrid, por parte de la izquierda, de listas de nombres de las calles, donde aparecía algún miembro de la derecha, a los que se calificaba simplemente de “fachas”, para que el Ayuntamiento procediera a su erradicación. Entre esos nombres, aparecían Ramiro de Maeztu y Pedro Muñoz Seca, vilmente asesinados por los revolucionarios. La izquierda española siempre ha tenido no sólo una pulsión asesina, y ahí están para demostrarlo las muertes de Cánovas del Castillo, José Canalejas, Eduardo Dato o Luis Carrero Blanco –Antonio Maura se salvó por poco-, sino un agudo impulso iconoclasta, antes las iglesias quemadas en 1909, 1934 o 1936, ahora el Valle de los Caídos.
Personalmente, como historiador y ciudadano, soy contrario a estas políticas de memoria selectiva. Como Maurice Barrés, que propugnaba la síntesis de todas las tradiciones francesas desde Juana de Arco a Napoleón, me hubiera gustado una síntesis análoga para España. Desgraciadamente, eso resulta ya imposible. Fuimos por buen camino en los inicios de la Transición, pero el fuste se fue torciendo hasta ahora. La reacción de la opinión conservadora era, tarde o temprano, previsible. La “no-izquierda”, es decir, el Partido Popular, no ha sido capaz de poner una calle con el nombre de su fundador, Manuel Fraga, o una placa en la casa donde vivió y murió. Ciudadanos no cuenta aquí; es, como en todo, un cero… a la izquierda.
Tuvo que venir VOX para que nuestra “gauche heureux” se encrespara. Con toda lógica, el partido verde ha propugnado que los nombres de Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto, así como sus estatuas, desaparezcan de las calles de Madrid. Y, aunque pueda parecer milagroso, la propuesta fue aceptada por el PP y Ciudadanos. La reacción de las izquierdas, como era de esperar, no se hizo esperar. Era lógico y normal. Lo que me ha escandalizado ha sido la reacción de un sector del campo historiográfico. En una especie de manifiesto, 250 historiadores denuncian los errores del alegato histórico de VOX. Indudablemente, los hay, pero no más que en otros alegatos escritos, mejor dicho, firmados por Adriana Lastra, Pablo Iglesias, Iñigo Errejón o Gabriel Rufián, a quien suelen reírseles las gracias. El documento historiográfico –y sé lo que digo al emplear este término- está firmado, en parte, por los de siempre, es decir, por la banda de Viñas and Preston, algún catedrático conocido por su recurso a la intertextualidad, politólogos un tanto airados, e historiadores eminentes, pero a mi juicio equivocados en este asunto. Sin duda, están en su derecho. Pero defender que Indalecio Prieto y, sobre todo, Francisco Largo Caballero, eran defensores de la democracia liberal, clama al cielo. En realidad, aquí no se desarrolla un debate histórico, sino político, acerca de quienes tienen derecho a ser los iconos de referencia del régimen político vigente, o del que vendrá, tarde o temprano. Por cierto, ninguno de estos historiadores, ni tan siquiera lo más eminentes, han dicho nada sobre el contenido de la Ley de Memoria “Democrática” preparada por el actual gobierno de izquierdas. Echo de menos aquí, entre tantas cosas, la figura un Pierre Vidal Naquet, contrario en Francia a cualquier Ley de Memoria.
Los historiadores españoles ejercen, por lo general, de intelectuales orgánicos de los partidos de izquierda y de izquierda radical, como es el caso de la mafia organizada en torno a Paul Preston, Ángel Viñas and Cia: o, simplemente, callan. La mayoría, sobre todo los de izquierdas, sueñan con ser historiadores de corte. Como en la Francia de Luis XIV, ejercer el cargo de Historiógrafo, para mayor gloria de los gobernantes. En otros sectores historiográficos, algunas almas bellas hacen referencia a una tercera, cuarta e incluso quinta España, en la que cómodamente pretenden estar insertos, sin darse cuenta de que igualmente, cuando se aprueben ciertas leyes, ellos serán amordazados por los representantes de la España autodenominada “progresista”.
El silencio puede ser producto del miedo, de la indiferencia o de la ignorancia. Sin embargo, que los gobiernos y los Estados pretendan legislar sobre una pretendida “verdad” histórica, no debería dejar indiferente a nadie, porque su objetivo es imponer una especie de despotismo con muy poca ilustración. Es el caso de doña Carmen Calvo Poyato, inefable vicepresidenta del Gobierno, quien nos amenaza con esa Ley de Memoria Histórica, o, como ahora dicen, “Democrática”. Sus declaraciones a El País, no tienen, en ese sentido, desperdicio, y son el reflejo de toda una mentalidad. Esta nueva Ley, afirma la cateta egabrense, “va a prohibir todos los espacios donde se produce enaltecimiento de las dictaduras”. “No vamos a permitir que haya fundaciones públicas que enaltezcan regímenes totalitarios o figuras dictatoriales. Vamos a tomar muchas medidas. La sociedad española ya Está madura para mirarse a sí misma teniendo ordenado (¡) con dignidad y justicia el pasado”. Orwell no lo hubiera descrito mejor. Calvo Poyato, la Gran Hermana.
No es preciso negar las veleidades dictatoriales de las derechas, pero hay que contextualizarlas en el tiempo histórico; y lo mismo hay que hacer con las izquierdas. Y es que si algo caracteriza a nuestra historia contemporánea es el déficit de legitimidad del sistema liberal, primero, y del demoliberal después. Todo lo que no sea debatir sobre este problema histórico, que no es privativo de España, sino de toda Europa, si excluimos a Gran Bretaña, resulta políticamente perturbador e intelectualmente indigente. La historia no es una perpetua lucha entre el bien y el mal; es un proceso a menudo trágico.
Mientras una fuerza tan decisiva como la CNT negaba cualquier forma de Estado y practicaba el terrorismo, el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia dio alicientes dictatoriales a la izquierda socialista. Así, el PSOE, que nunca fue muy liberal ni partidario del sistema parlamentario, en su V Congreso, de diciembre de 1919, manifestó su entusiasmo por la revolución bolchevique, presentando a la dictadura del proletariado como “condición indispensable para el triunfo del socialismo”. Todo un síntoma histórico.
El comunismo español nació de una escisión del PSOE. Por cierto, los socialistas no hicieron ascos a la colaboración con la Dictadura de Primo de Rivera, en particular Francisco Largo Caballero. En 1930, Andrés Nin publicaba Las dictaduras de nuestro tiempo, donde presentaba la dictadura del proletariado instaurada por los bolcheviques en Rusia como “el poder de la clase obrera” y “la destrucción del sistema capitalista y la edificación de una sociedad sin clases”. Como era su costumbre, durante la II República, el PSOE tuvo una visión absolutamente instrumental del régimen político. Cuando vio en peligro su poder, Largo Caballero –y basta con leer el contenido de sus Discursos a los trabajadores (1934)- abogó públicamente por la revolución y la dictadura del proletariado, que era “la expresión de la masa obrera, que quiere tener en sus manos los resortes del Estado”. En la revista Leviatán, su intelectual orgánico Luis Araquistain interpretó el símbolo hobbesiano como un Estado totalitario socialista, garante de la “cesión a él por parte de los individuos de todos los derechos materiales”. En su opinión, no había otro socialismo “puro” que el de la URSS. Mientras tanto, el pícnico Indalecio Prieto blandía una pistola en el hemiciclo; compraba armas y conspiraba. Al tiempo que redactaba un programa político en el que propugnaba la abolición del Ejército y de la Guardia Civil, de las órdenes religiosas y de la propiedad de la tierra. La insurrección socialista de octubre de 1934 no se hizo en defensa de las instituciones republicanas, sino que resultó ser, como señaló el historiador marxista Tuñón de Lara, la primera revolución socialista de la historia de España. Algo que hoy se intenta ocultar por parte de algunos pseudohistoriadores como Ángel Viñas.
Durante la guerra civil, Largo Caballero llegó a incluir a anarquistas en el Gobierno. Superlativamente grave fue el nombramiento de García Oliver como ministro de Justicia, promotor de los campos de trabajo, es decir, de concentración. Los comunistas abogaron por la creación del Partido Único del Proletariado: comunistas y socialistas deberían unirse en un solo partido, del que, por supuesto, se excluía a los miembros del POUM, a los republicanos de izquierda y a los anarquistas. Como jefe de Gobierno, Juan Negrín López era partidario del partido único, pero, a diferencia de Franco, fue incapaz de articularlo, por las contradicciones entre comunistas, socialistas y anarquistas. En el exilio, Santiago Carrillo, todavía a la altura de 1970, seguía propugnando la dictadura del proletariado, identificada con “la victoria del socialismo”. Más tarde, con su habitual oportunismo, por motivos tácticos, Carrillo se adhirió a la corriente eurocomunista, junto al PCI y el PCF, lo que, al menos en teoría, suponía el abandono de la dictadura del proletariado. Lo cual supuso una dura respuesta del joven filósofo Gabriel Albiac -entonces discípulo del ortodoxo Louis Althusser-, en un panfleto colectivo titulado El debate sobre la dictadura del proletariado en el PCF, en el que acusaba a Carrillo de abandonar el marxismo. En sus páginas daban igualmente su opinión los representantes del PCOE, PCE, LCR, PSOE, PCE (r.), ORT, etc. El PCE prefería hablar de “democracia antimonopolista y antilatifundista”. El PSOE abogaba por la “democracia socialista”. La LCR consideraba inherente al socialismo la “dictadura del proletariado”; y lo mismo afirmaban PCOE, ORT y PCE (r.).
El último líder izquierdista que ha hecho referencia a la “dictadura del proletariado” ha sido Pablo Iglesias Turrión, en sus conversaciones con un cantante del grupo musical Los chicos del maíz. La dictadura del proletariado era “la máxima expresión de la democracia para los más, para destruir los privilegios por los menos”. “Pero funciona muy mal –concluía- porque la palabra dictadura es infame”. No olvidemos que este señor está hoy en el Gobierno.
Y es que son los totalitarios los que están en el Gobierno. Por eso, defienden sus tradiciones más negras y asesinas. Esperemos que algún historiador eminente y devoto de Noan Chomsky levante la voz. Lo dudo mucho. Es de izquierdas, europeísta y cosmopolita.