Manuel Azaña, a los 80 años
El 3 de noviembre se cumplen ochenta años de la muerte de Manuel Azaña Díaz en su exilio de la localidad francesa de Montauban.
Hoy, es un político e intelectual con muy buena prensa, sobre todo por aquellos que no lo han leído. Pese a las apariencias o los prejuicios muy arraigados, ha existido siempre en la derecha española un sector que, no sé muy bien las razones, se ha sentido tentado por la figura del alcalaíno. De 1932 data la obra de Ernesto Giménez Caballero, Manuel Azaña (Profecías españolas), donde el vanguardista y fascista español interpretaba su figura como la de un “rey natural”, una especie de caudillo laico y modernizador. Sin duda, durante y tras el final de la guerra civil, Azaña se convirtió en la bête noire de los rebeldes; y su figura hubo de pasar a lo largo de bastantes años en las ergástulas y zahúrdas de la historia.
Tendencia que comenzó a cambiar en el tardofranquismo. Sus Obras Completas fueron publicadas en México y, aunque prohibida su venta en España, podían comprarse en las librerías con relativa facilidad. Un intelectual afín al régimen, Gonzalo Fernández de la Mora, hizo un comentario muy crítico y sistemático en ABC, luego publicado en su obra Pensamiento español. Lo fundamental es que, en aquellos momentos, se informó al lector español de la existencia de esas Obras Completas. La censura permitió la publicación del libro de Juan Marichal, La vocación de Manuel Azaña, que era básicamente la introducción a las Obras Completas. En su obra Historia de la guerra civil española, Ricardo de la Cierva, biógrafo de Franco e historiador oficial del régimen en aquel nuevo contexto, interpretaba a Manuel Azaña como un “personaje interesantísimo y fuera de serie de la Historia contemporánea española”. El libro comenzaba significativamente con una cita del discurso de Azaña en Valencia, en julio de 1938, con el estribillo de “Paz, Piedad y Perdón”. Posteriormente, De la Cierva dio una interpretación liberal-conservadora del proyecto azañista. Muy favorable fue igualmente la obra de Emiliano Aguado – uno de los fundadores de las JONS-, Don Manuel Azaña Díaz. Ya en democracia, intelectuales y periodistas afines a la derecha, como José María Marco o Federico Jiménez Losantos, incidieron en una interpretación muy positiva del alcalaíno, como representante de un patriotismo liberal y reformista. Influido por estos autores, José María Aznar, líder del PP, siguió al pie de la letra esta tan mirífica como irreal interpretación, quizá para ganarse el favor y la legitimidad del establishment mediático. Tanto De la Cierva como luego Marco y Jiménez Losantos se dieron cuenta de lo erróneo de su perspectiva; pero ya era tarde y el mal estaba hecho. El excomunista Jorge Semprún lo vio meridianamente claro: esta valoración positiva del legado azañista demostraba que “los valores de los vencidos en la guerra civil son los que fundamentan la ley moral”.
Desde una óptica de izquierda socialdemócrata, el historiador Santos Juliá Díaz publicó dos libros sobre el alcalaíno, Manuel Azaña, biografía política y Vida y tiempo de Manuel Azaña, en las que ofrece una interpretación mirífica y acrítica del personaje. No existe la menor duda de la identificación personal y política del biógrafo con el biografiado, al que presenta como un estadista incomprendido, que, en el fondo, se adelantó a su tiempo. Un personaje que “no estaba enterrado del todo” y que “tendría su lugar en la historia”. Posteriormente, Juliá Díaz fue el editor de una nueva edición de las Obras Completas de Azaña, publicadas por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y Taurus. Esta edición fue presentada por Juliá y por José Luis Rodríguez Zapatero, quien afirmó que “la España que soñó Azaña es la que más se aproxima a nuestra España actual”. “Soñó progreso y hoy somos la octava potencia económica del mundo; soñó educación y hoy tenemos una enseñanza obligatoria y gratuita; soñó equilibro regional y hoy es el momento de nuestra historia de menor desequilibrio territorial”.
¿Qué decir de todas estas interpretaciones?. ¿Quién fue realmente Manuel Azaña?. No, desde luego, un gran escritor. Como literato, fue claramente un autor menor, al que se exalta por motivos políticos, no estéticos. Por ejemplo, su novela El jardín de los frailes, me parece una obra aburrida, carente de tensión narrativa y enormemente ingenua desde el punto de vista ideológico. Fue insensible a las vanguardias. Fue francófilo, pero nunca se ocupó de la obra, por ejemplo, de Henri Bergson. Su autor favorito fue Juan Valera. Por otra parte, en sus célebres Diarios, Azaña se autodestruye, porque muestra su auténtica faz tan sectaria como sarcástica. Nadie, sobre todo sus más directos colaboradores, salen bien parados de sus testimonios.
Despreció a Ramiro de Maeztu, Ortega y Gasset y Azorín, siendo, como pensador y literato, muy inferior a ellos. En realidad, su importancia no es ideológica, sino política. Cualquiera que profundice en su obra ha de llegar a la conclusión de que fue un hombre cuya cultura política estaba ya desfasada desde hacía tiempo. Su formación intelectual fue muy somera, y nunca pudo ser un hombre de ciencia. Su marco de referencia político no fue el mundo posterior a la Gran Guerra, sino el de la III República francesa. Como hubieran dicho Hayek y Oakeshott fue, ideológicamente, el típico “constructivista” y “racionalista político”, un arrogante que pretendía imponer sus criterios y prejuicios a la realidad del país. No existe en su obra la menor huella de Marx, Weber, Schmitt, Heller o Keynes. El pensamiento económico la fue completamente ajeno. En su obra no aparece la menor reflexión sobre la revolución rusa, el marxismo, el fascismo, el nacional-socialismo o el New Deal. La crisis del capitalismo liberal o del parlamentarismo clásico no pareció conmoverle en exceso; quizá porque ni tan siquiera fue consciente de su existencia.
Con todo, Azaña no fue un mero reformista liberal, sino, como ya hemos señalado, un “constructivista”; su liberalismo es revolucionario, porque aspiraba a una construir una nueva nación, como él mismo señaló, “emancipándose de la Historia”. Nada menos. Su actitud ante la Iglesia católica careció de inteligencia, la desafió directamente y, naturalmente, perdió la batalla. No menos irresponsable fue su planteamiento del tema catalán, incluso en algún momento llegó a reconocer la hipótesis de una secesión o el reconocimiento del derecho de autodeterminación. Dada nuestra perspectiva actual, hoy sabemos que, frente a la posición ingenua y negligente de Azaña, la razón histórica estuvo de parte de Ortega y Gasset en las discusiones parlamentarias sobre el Estatuto de Cataluña. Su modelo de república supuso un claro intento de marginación del conjunto de las derechas, a las que no otorgaba papel alguno en el nuevo régimen. De ahí su irresponsable posición ante el triunfo de los conservadores en las elecciones de 1933. No participó en la insurrección de octubre de 1934, pero consideró ilegítima la participación de la CEDA en los Gobiernos republicanos. Como jefe de Gobierno y luego presidente de la República, la lucidez y la eficacia políticas brillaron por su ausencia. A lo largo de la guerra civil, no fue más que una marioneta. Por ello, su discurso pronunciado en Valencia en julio de 1938 –el de “Paz, Piedad y Perdón”- carece de grandeza, ya que está escrito y pronunciado bajo el anuncio de una inevitable derrota total. Además, su contenido fue censurado por las autoridades republicanas, al considerarlo derrotista. Así lo consideraba, en una de sus obras, el historiador comunista Manuel Tuñón de Lara. El epitafio de su trayectoria política fue La velada en Benicarló, donde, al menos en parte, reconoce sus errores. Escritor mediocre, pensador inexistente, político de triste destino, ese fue Manuel Azaña. En ese sentido, cualquier intento de convertirlo en icono venerable tan sólo puede ser concebido como fruto de una mente superficial o suicida. “Son ciegos, guías de ciegos; y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán al hoyo” (Mateo, XV, 12-14). O sea, en la III República.
El 3 de noviembre se cumplen ochenta años de la muerte de Manuel Azaña Díaz en su exilio de la localidad francesa de Montauban.
Hoy, es un político e intelectual con muy buena prensa, sobre todo por aquellos que no lo han leído. Pese a las apariencias o los prejuicios muy arraigados, ha existido siempre en la derecha española un sector que, no sé muy bien las razones, se ha sentido tentado por la figura del alcalaíno. De 1932 data la obra de Ernesto Giménez Caballero, Manuel Azaña (Profecías españolas), donde el vanguardista y fascista español interpretaba su figura como la de un “rey natural”, una especie de caudillo laico y modernizador. Sin duda, durante y tras el final de la guerra civil, Azaña se convirtió en la bête noire de los rebeldes; y su figura hubo de pasar a lo largo de bastantes años en las ergástulas y zahúrdas de la historia.
Tendencia que comenzó a cambiar en el tardofranquismo. Sus Obras Completas fueron publicadas en México y, aunque prohibida su venta en España, podían comprarse en las librerías con relativa facilidad. Un intelectual afín al régimen, Gonzalo Fernández de la Mora, hizo un comentario muy crítico y sistemático en ABC, luego publicado en su obra Pensamiento español. Lo fundamental es que, en aquellos momentos, se informó al lector español de la existencia de esas Obras Completas. La censura permitió la publicación del libro de Juan Marichal, La vocación de Manuel Azaña, que era básicamente la introducción a las Obras Completas. En su obra Historia de la guerra civil española, Ricardo de la Cierva, biógrafo de Franco e historiador oficial del régimen en aquel nuevo contexto, interpretaba a Manuel Azaña como un “personaje interesantísimo y fuera de serie de la Historia contemporánea española”. El libro comenzaba significativamente con una cita del discurso de Azaña en Valencia, en julio de 1938, con el estribillo de “Paz, Piedad y Perdón”. Posteriormente, De la Cierva dio una interpretación liberal-conservadora del proyecto azañista. Muy favorable fue igualmente la obra de Emiliano Aguado – uno de los fundadores de las JONS-, Don Manuel Azaña Díaz. Ya en democracia, intelectuales y periodistas afines a la derecha, como José María Marco o Federico Jiménez Losantos, incidieron en una interpretación muy positiva del alcalaíno, como representante de un patriotismo liberal y reformista. Influido por estos autores, José María Aznar, líder del PP, siguió al pie de la letra esta tan mirífica como irreal interpretación, quizá para ganarse el favor y la legitimidad del establishment mediático. Tanto De la Cierva como luego Marco y Jiménez Losantos se dieron cuenta de lo erróneo de su perspectiva; pero ya era tarde y el mal estaba hecho. El excomunista Jorge Semprún lo vio meridianamente claro: esta valoración positiva del legado azañista demostraba que “los valores de los vencidos en la guerra civil son los que fundamentan la ley moral”.
Desde una óptica de izquierda socialdemócrata, el historiador Santos Juliá Díaz publicó dos libros sobre el alcalaíno, Manuel Azaña, biografía política y Vida y tiempo de Manuel Azaña, en las que ofrece una interpretación mirífica y acrítica del personaje. No existe la menor duda de la identificación personal y política del biógrafo con el biografiado, al que presenta como un estadista incomprendido, que, en el fondo, se adelantó a su tiempo. Un personaje que “no estaba enterrado del todo” y que “tendría su lugar en la historia”. Posteriormente, Juliá Díaz fue el editor de una nueva edición de las Obras Completas de Azaña, publicadas por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y Taurus. Esta edición fue presentada por Juliá y por José Luis Rodríguez Zapatero, quien afirmó que “la España que soñó Azaña es la que más se aproxima a nuestra España actual”. “Soñó progreso y hoy somos la octava potencia económica del mundo; soñó educación y hoy tenemos una enseñanza obligatoria y gratuita; soñó equilibro regional y hoy es el momento de nuestra historia de menor desequilibrio territorial”.
¿Qué decir de todas estas interpretaciones?. ¿Quién fue realmente Manuel Azaña?. No, desde luego, un gran escritor. Como literato, fue claramente un autor menor, al que se exalta por motivos políticos, no estéticos. Por ejemplo, su novela El jardín de los frailes, me parece una obra aburrida, carente de tensión narrativa y enormemente ingenua desde el punto de vista ideológico. Fue insensible a las vanguardias. Fue francófilo, pero nunca se ocupó de la obra, por ejemplo, de Henri Bergson. Su autor favorito fue Juan Valera. Por otra parte, en sus célebres Diarios, Azaña se autodestruye, porque muestra su auténtica faz tan sectaria como sarcástica. Nadie, sobre todo sus más directos colaboradores, salen bien parados de sus testimonios.
Despreció a Ramiro de Maeztu, Ortega y Gasset y Azorín, siendo, como pensador y literato, muy inferior a ellos. En realidad, su importancia no es ideológica, sino política. Cualquiera que profundice en su obra ha de llegar a la conclusión de que fue un hombre cuya cultura política estaba ya desfasada desde hacía tiempo. Su formación intelectual fue muy somera, y nunca pudo ser un hombre de ciencia. Su marco de referencia político no fue el mundo posterior a la Gran Guerra, sino el de la III República francesa. Como hubieran dicho Hayek y Oakeshott fue, ideológicamente, el típico “constructivista” y “racionalista político”, un arrogante que pretendía imponer sus criterios y prejuicios a la realidad del país. No existe en su obra la menor huella de Marx, Weber, Schmitt, Heller o Keynes. El pensamiento económico la fue completamente ajeno. En su obra no aparece la menor reflexión sobre la revolución rusa, el marxismo, el fascismo, el nacional-socialismo o el New Deal. La crisis del capitalismo liberal o del parlamentarismo clásico no pareció conmoverle en exceso; quizá porque ni tan siquiera fue consciente de su existencia.
Con todo, Azaña no fue un mero reformista liberal, sino, como ya hemos señalado, un “constructivista”; su liberalismo es revolucionario, porque aspiraba a una construir una nueva nación, como él mismo señaló, “emancipándose de la Historia”. Nada menos. Su actitud ante la Iglesia católica careció de inteligencia, la desafió directamente y, naturalmente, perdió la batalla. No menos irresponsable fue su planteamiento del tema catalán, incluso en algún momento llegó a reconocer la hipótesis de una secesión o el reconocimiento del derecho de autodeterminación. Dada nuestra perspectiva actual, hoy sabemos que, frente a la posición ingenua y negligente de Azaña, la razón histórica estuvo de parte de Ortega y Gasset en las discusiones parlamentarias sobre el Estatuto de Cataluña. Su modelo de república supuso un claro intento de marginación del conjunto de las derechas, a las que no otorgaba papel alguno en el nuevo régimen. De ahí su irresponsable posición ante el triunfo de los conservadores en las elecciones de 1933. No participó en la insurrección de octubre de 1934, pero consideró ilegítima la participación de la CEDA en los Gobiernos republicanos. Como jefe de Gobierno y luego presidente de la República, la lucidez y la eficacia políticas brillaron por su ausencia. A lo largo de la guerra civil, no fue más que una marioneta. Por ello, su discurso pronunciado en Valencia en julio de 1938 –el de “Paz, Piedad y Perdón”- carece de grandeza, ya que está escrito y pronunciado bajo el anuncio de una inevitable derrota total. Además, su contenido fue censurado por las autoridades republicanas, al considerarlo derrotista. Así lo consideraba, en una de sus obras, el historiador comunista Manuel Tuñón de Lara. El epitafio de su trayectoria política fue La velada en Benicarló, donde, al menos en parte, reconoce sus errores. Escritor mediocre, pensador inexistente, político de triste destino, ese fue Manuel Azaña. En ese sentido, cualquier intento de convertirlo en icono venerable tan sólo puede ser concebido como fruto de una mente superficial o suicida. “Son ciegos, guías de ciegos; y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán al hoyo” (Mateo, XV, 12-14). O sea, en la III República.