Donde se siembra el odio
Pertenecen al siglo XXI. Desconocen muchos de los acontecimientos que marcaron el siglo XX. Su memoria histórica muestra una duración inferior a la que tuvimos la generación de sus padres y abuelos. Sin embargo disponen de medios para tener una ingente información.
Hace unos días un artículo de Juan Manuel de Prada me hizo reflexionar. "La salvación de nuestra economía nacional empieza por la revaloración de los oficios manuales y también el rescate de una juventud condenada al limbo del desempleo y del resentimiento". Esto último lo enlacé con esas imágenes "dantescas" en las que la juventud española muestra su desprecio con la pandemia, y algo peor, hacen de las medidas que coartan la movilidad por razones epidemiológicas, una agresión para con sus derechos a la libertad, motivando los desmanes que se extienden por las ciudades de nuestra nación.
¿En verdad el resentimiento con el sistema que no les da lo que piden forma el núcleo intangible de su conducta? Una vez hace años mi hijo me decía sentirse incómodo por no poder trabajar y estudiar, como fue mi caso. Tuve que explicarle cómo la situación del país, en los años de mi juventud, permitía tal dualidad, que sin duda nos hacía madurar e independizarnos, pero la situación del mercado laboral -que estaba aún mejor que hoy- era poco favorable a compaginar los estudios con un trabajo remunerado.
Mi generación se hizo ciudadana entre los afanes de libertad que coartaba un régimen dictatorial, y la necesidad de saber, viajar, prosperar, participar en la toma de decisiones. Nuestra memoria histórica era fruto del conocimiento educativo, la información oral de quienes llegaban desde otros lugares, y las experiencias propias abriendo fronteras físicas y mentales.
Por eso, un día en el Páis Vasco, donde fui a poner en marcha un hospital público gracias a los conocimientos de mi formación en grandes hospitales de Madrid y Barcelona, me hice "rebelde" contra el fascismo nacionalista radical. Para mí, sin libertad no merecía la pena vivir, por la libertad merecía la pena morir. Pero mi libertad no era la libertad que gritan en las calles de León los jóvenes encapuchados mientras destrozan el mobiliario público y se enfrentan a la policía. Mi libertad era dignidad, no resentimiento.
Recomiendo leer las obras de Javier Elzo, un ilustre vasco profesor en la Universidad de Deusto. El sociólogo trataba de analizar el comportamiento y los valores de la juventud, y las causas de la conducta violenta de aquellos jóvenes que fueron "mano de obra" para una revolución manejada por la política.
Regreso al pasado. Un domingo, en Vitoria. Yo me encuentro en Galicia. Mi hijo Antón camina por la céntrica calle Dato. Va camino de su casa en la calle Manuel Iradier. Dos mozos que le llevan más de diez años le paran. Los insultos tiene que ver con el apellido Mosquera. Le cierran el paso. Comienzan la agresión de aquel chaval que aun es alumno del bachillerato. Lo tiran al suelo. Uno de ellos, en un acto de valentía propio del aspirante a gudari, se orina encima del hijo de Pablo Mosquera. El chaval no sólo lo pasa mal por los golpes. Se siente humillado. Al llegar a casa y contárselo a su madre, ambos deciden ocultárselo al padre. Este regresa de Galicia y sólo con el paso del tiempo sabe lo sucedido. Se trata de una hazaña realizada por el entonces hijo del presidente de la Federación del Deporte Rural Vasco en Álava. Se trata de un conocido aprendiz de aberzale cuyo padre está afiliado al PNV y representa a tal partido en las Juntas Generales de Álava. Con el paso del tiempo, tal progenitor se encuentra con el máximo responsable del deporte en la Diputación Foral de Álava que resulta ser Pablo Mosquera. Cada vez que ve a Mosquera, no tiene por menos sentir vergüenza y cierto reparo. El héroe que tiene en su propia casa un domingo por la noche había humillado a un pobre chaval de apenas quince años. Termina por dimitir como presidente federativo. Siempre tuvo la suerte de no haber puesto a su hijo al alcance de Pablo Mosquera.
Un sábado como muchos otros. El hijo de Pablo Mosquera, con sus amigos del colegio Corazonistas de Vitoria, sale a disfrutar por las calles de Vitoria. La costumbre les lleva a los bares del casco viejo de la capital del País Vasco. Aquellos alumnos del bachillerato en castellano no son conscientes de que en las poblaciones vascas, los "barrios comanche", como las entradas de ultras deportivos al Basconia y al Alavés, son territorio ocupado por las juventudes alegres y combativas de HB (antigua Herri Batasuna). En una de los bares de una calle gremial, y cuando están disfrutando su propia alegría sabatina, un camarero los reconoce. Uno de ellos es el hijo del máximo dirigente de Unidad Alavesa. Se lo comenta al dueño del garito. Este no se lo piensa dos veces. Lo comunica a la 'herriko taberna' (bares en manos de personas relacionadas con el entorno ETA-Batasuna). Desde tal delicioso lugar, de inmediato, los aprendices del terrorismo callejero salen en busca de la presa. Llegan al lugar y vociferando exigen la salida de la cuadrilla que se encuentra con el primogénito del secretario general del partido foralista. Quieren tirarle una botella de gasolina. Tienen la oportunidad de hacer una acción que les catapulte a la fama. Poder prenderle fuego a quien consideran un enemigo del pueblo vasco. Los chavales que están dentro se dan cuenta del peligro y se niegan a salir a la calle, saben lo que les espera. La situación se vuelve más dramática cuando el dueño del establecimiento les increpa para que salgan del establecimiento. La situación se salva cuando aparece una patrulla de la policía y se encarga de proteger la integridad de aquellos muchachos alaveses y españoles. No hay parte, ni hay detenciones. Sólo el terror de lo que fue y pudo ser...
Situaciones como las relatadas eran harto frecuentes en las calles de Euskadi. No puedo por menos que recordarlas cada vez que veo a la juventud en plena batalla campal por ideologías políticas de cualquiera de los extremos. Pero siempre me asalta el mismo pensamiento. Los jóvenes son la vanguardia del odio con que les han impregnado sus mayores, tanto en sus domicilios, como en su sistema educativo, como a través de los medios de comunicación audiovisuales y además, en este siglo XXI por las redes sociales.
Y nadie parece darse por enterado. Y seguimos sin corregir tales comportamientos. Y seguimos usando a los más jóvenes como ariete del odio, sembrando el resentimiento como semilla para la violencia. Y así, construyendo una patria en la que se practica la violencia de palabra y obra...
Pertenecen al siglo XXI. Desconocen muchos de los acontecimientos que marcaron el siglo XX. Su memoria histórica muestra una duración inferior a la que tuvimos la generación de sus padres y abuelos. Sin embargo disponen de medios para tener una ingente información.
Hace unos días un artículo de Juan Manuel de Prada me hizo reflexionar. "La salvación de nuestra economía nacional empieza por la revaloración de los oficios manuales y también el rescate de una juventud condenada al limbo del desempleo y del resentimiento". Esto último lo enlacé con esas imágenes "dantescas" en las que la juventud española muestra su desprecio con la pandemia, y algo peor, hacen de las medidas que coartan la movilidad por razones epidemiológicas, una agresión para con sus derechos a la libertad, motivando los desmanes que se extienden por las ciudades de nuestra nación.
¿En verdad el resentimiento con el sistema que no les da lo que piden forma el núcleo intangible de su conducta? Una vez hace años mi hijo me decía sentirse incómodo por no poder trabajar y estudiar, como fue mi caso. Tuve que explicarle cómo la situación del país, en los años de mi juventud, permitía tal dualidad, que sin duda nos hacía madurar e independizarnos, pero la situación del mercado laboral -que estaba aún mejor que hoy- era poco favorable a compaginar los estudios con un trabajo remunerado.
Mi generación se hizo ciudadana entre los afanes de libertad que coartaba un régimen dictatorial, y la necesidad de saber, viajar, prosperar, participar en la toma de decisiones. Nuestra memoria histórica era fruto del conocimiento educativo, la información oral de quienes llegaban desde otros lugares, y las experiencias propias abriendo fronteras físicas y mentales.
Por eso, un día en el Páis Vasco, donde fui a poner en marcha un hospital público gracias a los conocimientos de mi formación en grandes hospitales de Madrid y Barcelona, me hice "rebelde" contra el fascismo nacionalista radical. Para mí, sin libertad no merecía la pena vivir, por la libertad merecía la pena morir. Pero mi libertad no era la libertad que gritan en las calles de León los jóvenes encapuchados mientras destrozan el mobiliario público y se enfrentan a la policía. Mi libertad era dignidad, no resentimiento.
Recomiendo leer las obras de Javier Elzo, un ilustre vasco profesor en la Universidad de Deusto. El sociólogo trataba de analizar el comportamiento y los valores de la juventud, y las causas de la conducta violenta de aquellos jóvenes que fueron "mano de obra" para una revolución manejada por la política.
Regreso al pasado. Un domingo, en Vitoria. Yo me encuentro en Galicia. Mi hijo Antón camina por la céntrica calle Dato. Va camino de su casa en la calle Manuel Iradier. Dos mozos que le llevan más de diez años le paran. Los insultos tiene que ver con el apellido Mosquera. Le cierran el paso. Comienzan la agresión de aquel chaval que aun es alumno del bachillerato. Lo tiran al suelo. Uno de ellos, en un acto de valentía propio del aspirante a gudari, se orina encima del hijo de Pablo Mosquera. El chaval no sólo lo pasa mal por los golpes. Se siente humillado. Al llegar a casa y contárselo a su madre, ambos deciden ocultárselo al padre. Este regresa de Galicia y sólo con el paso del tiempo sabe lo sucedido. Se trata de una hazaña realizada por el entonces hijo del presidente de la Federación del Deporte Rural Vasco en Álava. Se trata de un conocido aprendiz de aberzale cuyo padre está afiliado al PNV y representa a tal partido en las Juntas Generales de Álava. Con el paso del tiempo, tal progenitor se encuentra con el máximo responsable del deporte en la Diputación Foral de Álava que resulta ser Pablo Mosquera. Cada vez que ve a Mosquera, no tiene por menos sentir vergüenza y cierto reparo. El héroe que tiene en su propia casa un domingo por la noche había humillado a un pobre chaval de apenas quince años. Termina por dimitir como presidente federativo. Siempre tuvo la suerte de no haber puesto a su hijo al alcance de Pablo Mosquera.
Un sábado como muchos otros. El hijo de Pablo Mosquera, con sus amigos del colegio Corazonistas de Vitoria, sale a disfrutar por las calles de Vitoria. La costumbre les lleva a los bares del casco viejo de la capital del País Vasco. Aquellos alumnos del bachillerato en castellano no son conscientes de que en las poblaciones vascas, los "barrios comanche", como las entradas de ultras deportivos al Basconia y al Alavés, son territorio ocupado por las juventudes alegres y combativas de HB (antigua Herri Batasuna). En una de los bares de una calle gremial, y cuando están disfrutando su propia alegría sabatina, un camarero los reconoce. Uno de ellos es el hijo del máximo dirigente de Unidad Alavesa. Se lo comenta al dueño del garito. Este no se lo piensa dos veces. Lo comunica a la 'herriko taberna' (bares en manos de personas relacionadas con el entorno ETA-Batasuna). Desde tal delicioso lugar, de inmediato, los aprendices del terrorismo callejero salen en busca de la presa. Llegan al lugar y vociferando exigen la salida de la cuadrilla que se encuentra con el primogénito del secretario general del partido foralista. Quieren tirarle una botella de gasolina. Tienen la oportunidad de hacer una acción que les catapulte a la fama. Poder prenderle fuego a quien consideran un enemigo del pueblo vasco. Los chavales que están dentro se dan cuenta del peligro y se niegan a salir a la calle, saben lo que les espera. La situación se vuelve más dramática cuando el dueño del establecimiento les increpa para que salgan del establecimiento. La situación se salva cuando aparece una patrulla de la policía y se encarga de proteger la integridad de aquellos muchachos alaveses y españoles. No hay parte, ni hay detenciones. Sólo el terror de lo que fue y pudo ser...
Situaciones como las relatadas eran harto frecuentes en las calles de Euskadi. No puedo por menos que recordarlas cada vez que veo a la juventud en plena batalla campal por ideologías políticas de cualquiera de los extremos. Pero siempre me asalta el mismo pensamiento. Los jóvenes son la vanguardia del odio con que les han impregnado sus mayores, tanto en sus domicilios, como en su sistema educativo, como a través de los medios de comunicación audiovisuales y además, en este siglo XXI por las redes sociales.
Y nadie parece darse por enterado. Y seguimos sin corregir tales comportamientos. Y seguimos usando a los más jóvenes como ariete del odio, sembrando el resentimiento como semilla para la violencia. Y así, construyendo una patria en la que se practica la violencia de palabra y obra...