"Es necesario poner fin a esta caída en picado en la más banal de las tolerancias"
Frente a la utilización del velo musulmán en los espacios públicos
El alcalde de Vitoria, Javier Maroto (PP), ha ordenado "sacar de las piscinas públicas" a quienes se bañen en las mismas con velo o con ropa de calle y, como no podía ser de otro modo en una sociedad demasiado acostumbrada a confundir la anuencia enriquecedora con la más burda permisividad, han sido varias las voces que no han tardado en salir a la palestra para “proteger el derecho” de las mujeres musulmanas a bañarse como su religión indique o para defender la idea peregrina de que cada uno puede refrescarse con la vestimenta que mejor le parezca.
Ninguna de estas afirmaciones es cierta. Las mujeres musulmanes, en nuestras sociedades, pueden vestir como deseen en sus ámbitos privados, pero en los espacios públicos de convivencia deben, como todos los demás ciudadanos, aceptar la normativa vigente que rige la vida en común. En este sentido, en las democracias occidentales, cuyos ordenamientos, en general, no están intoxicados por irracionales supersticiones religiosas, los criterios empleados para la gestión racional, educada y abierta de la vida colectiva, son otros: el aseo y la limpieza, en primer lugar, pero también, por ejemplo, la no exhibición de objetos potencialmente peligrosos, la no utilización en los espacios colectivos de atuendos que impidan el reconocimiento facial de las personas o la prohibición de pasear por las calles en absoluta desnudez.
La necesaria y exigible higiene colectiva impele a que todos los ciudadanos que utilicen una piscina pública, se bañen, exclusivamente, con la ropa apropiada para estos menesteres. Si alguien, por motivos personales derivados de sus creencias religiosas, de sus posturas ideológicas o de sus planteamientos socio-politicos, no desea aceptar esta normativa elemental, tiene una fácil solución: no bañarse donde también lo hacen sus vecinos. En este sentido, y del mismo modo que una monja cristiana, un rabino judío, un adolescente en ropa interior o el miembro de una agrupación nudista, no podrían refrescarse en los baños públicos utilizando el vestuario (o la falta de él) que les son propios, tampoco una mujer musulmán puede meterse en las aguas públicas tal y como ella cree que debe hacerlo en base a sus creencias particulares. ¿Habría que dejar, por ejemplo, que un adolescente sij entrara en un gimnasio municipal, o en una escuela o en un aeropuerto, llevando la pequeña daga que es símbolo de su religión y que los hombres seguidores de esta creencia portan habitualmente?
Es necesario poner fin a esta caída en picado en la más banal de las tolerancias y, definitivamente, hay que detener las constantes cargas de profundidad que se están lanzando a los derechos democráticos más elementales en aras de un relativismo cultural absolutamente falsario que confunde la libertad ideológica y de pensamiento con la permisividad más ignorante hacia ideologías, planteamientos y creencias religiosas no compatibles, cuando no ferozmente contrarias, con nuestro sistema de valores.
“Hay un límite más allá del cual la tolerancia deja de ser una virtud” escribió el poeta británico Edmund Burke (1729-1797) y, con esta afirmación, el autor de “Reflexiones sobre la Revolución Francesa” presagiaba con una lucidez fuera de lo común tiempos futuros en los que en Occidente habría de reinar el pensamiento más débil, el relativismo más escabroso y el nihilismo más tosco. Pero, además, estaba advirtiendo ya de la llegada de una era éticamente obscena, la nuestra, en la que la defensa fanática de la máxima elasticidad ideológica está provocado una liquidación absoluta de las creencias y valores que alcanza a los grandes marcos políticos, sociales, culturales, económicos y religiosos que nos han servido de guía durante varias décadas. Pero, además, y esto es lo auténticamente demoledor para la causa que nos ocupa, este tiempo histórico rebosante de vacío referencial que nos toca vivir está disolviendo la capacidad de los ciudadanos para defender principios básicos de comportamiento colectivo e, incluso, para percibir la importancia suprema que la protección a ultranza de las normas más elementales de la convivencia democrática posee para cualquier colectividad que tenga como único objetivo forjar un país moderno de ciudadanos libres y en paz.
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El alcalde de Vitoria, Javier Maroto (PP), ha ordenado "sacar de las piscinas públicas" a quienes se bañen en las mismas con velo o con ropa de calle y, como no podía ser de otro modo en una sociedad demasiado acostumbrada a confundir la anuencia enriquecedora con la más burda permisividad, han sido varias las voces que no han tardado en salir a la palestra para “proteger el derecho” de las mujeres musulmanas a bañarse como su religión indique o para defender la idea peregrina de que cada uno puede refrescarse con la vestimenta que mejor le parezca.
Ninguna de estas afirmaciones es cierta. Las mujeres musulmanes, en nuestras sociedades, pueden vestir como deseen en sus ámbitos privados, pero en los espacios públicos de convivencia deben, como todos los demás ciudadanos, aceptar la normativa vigente que rige la vida en común. En este sentido, en las democracias occidentales, cuyos ordenamientos, en general, no están intoxicados por irracionales supersticiones religiosas, los criterios empleados para la gestión racional, educada y abierta de la vida colectiva, son otros: el aseo y la limpieza, en primer lugar, pero también, por ejemplo, la no exhibición de objetos potencialmente peligrosos, la no utilización en los espacios colectivos de atuendos que impidan el reconocimiento facial de las personas o la prohibición de pasear por las calles en absoluta desnudez.
La necesaria y exigible higiene colectiva impele a que todos los ciudadanos que utilicen una piscina pública, se bañen, exclusivamente, con la ropa apropiada para estos menesteres. Si alguien, por motivos personales derivados de sus creencias religiosas, de sus posturas ideológicas o de sus planteamientos socio-politicos, no desea aceptar esta normativa elemental, tiene una fácil solución: no bañarse donde también lo hacen sus vecinos. En este sentido, y del mismo modo que una monja cristiana, un rabino judío, un adolescente en ropa interior o el miembro de una agrupación nudista, no podrían refrescarse en los baños públicos utilizando el vestuario (o la falta de él) que les son propios, tampoco una mujer musulmán puede meterse en las aguas públicas tal y como ella cree que debe hacerlo en base a sus creencias particulares. ¿Habría que dejar, por ejemplo, que un adolescente sij entrara en un gimnasio municipal, o en una escuela o en un aeropuerto, llevando la pequeña daga que es símbolo de su religión y que los hombres seguidores de esta creencia portan habitualmente?
Es necesario poner fin a esta caída en picado en la más banal de las tolerancias y, definitivamente, hay que detener las constantes cargas de profundidad que se están lanzando a los derechos democráticos más elementales en aras de un relativismo cultural absolutamente falsario que confunde la libertad ideológica y de pensamiento con la permisividad más ignorante hacia ideologías, planteamientos y creencias religiosas no compatibles, cuando no ferozmente contrarias, con nuestro sistema de valores.
“Hay un límite más allá del cual la tolerancia deja de ser una virtud” escribió el poeta británico Edmund Burke (1729-1797) y, con esta afirmación, el autor de “Reflexiones sobre la Revolución Francesa” presagiaba con una lucidez fuera de lo común tiempos futuros en los que en Occidente habría de reinar el pensamiento más débil, el relativismo más escabroso y el nihilismo más tosco. Pero, además, estaba advirtiendo ya de la llegada de una era éticamente obscena, la nuestra, en la que la defensa fanática de la máxima elasticidad ideológica está provocado una liquidación absoluta de las creencias y valores que alcanza a los grandes marcos políticos, sociales, culturales, económicos y religiosos que nos han servido de guía durante varias décadas. Pero, además, y esto es lo auténticamente demoledor para la causa que nos ocupa, este tiempo histórico rebosante de vacío referencial que nos toca vivir está disolviendo la capacidad de los ciudadanos para defender principios básicos de comportamiento colectivo e, incluso, para percibir la importancia suprema que la protección a ultranza de las normas más elementales de la convivencia democrática posee para cualquier colectividad que tenga como único objetivo forjar un país moderno de ciudadanos libres y en paz.