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Miércoles, 16 de Diciembre de 2020 Tiempo de lectura:

La Iglesia después del Covid-19

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«Si hoy la peste os golpea, es que os ha llegado el momento de reflexionar. […] Durante harto tiempo este mundo ha transigido con el mal, durante harto tiempo ha descansado en la misericordia divina. Todo estaba permitido: el arrepentimiento lo arreglaba todo. […] ¡Pues bien!, esto no podía durar. Dios, que durante tanto tiempo ha inclinado su rostro misericordioso sobre los hombres de nuestra ciudad, cansado de esperar, decepcionado en su eterna esperanza, ha apartado de ellos su mirada. Privados de la luz divina, henos aquí por mucho tiempo en las tinieblas de la peste».

         

Es el sermón del padre Paneloux a la feligresía –multiplicada por la epidemia- que llena a reventar la iglesia de Orán en La peste de Albert Camus (y el autor nos dice que los oyentes «tras algunos segundos de duda, fueron cayendo de rodillas en el reclinatorio»). Son palabras de ficción, pero sin duda se parecen mucho a las que debieron pronunciar –sin por eso dejar de atender heroicamente a los enfermos- San Carlos Borromeo en la peste milanesa de 1576, San Luis Gonzaga en la plaga romana de 1591 y demás predicadores católicos de cualquier época. Pues la condición caída del hombre, su tendencia al pecado, la consiguiente necesidad de conversión y redención, son la esencia misma del cristianismo. Las catástrofes siempre fueron entendidas como avisos divinos y oportunidades de arrepentimiento.

         

[Img #19186]Comparemos las palabras del padre Paneloux con las del Papa Francisco a propósito de la pandemia del Covid-19 (tomadas del volumen La vida después de la pandemia, recopilación de sus sermones de los últimos meses): «Animo a quienes tienen responsabilidades políticas a trabajar activamente en favor del bien común. […] ¡Qué difícil es quedarse en casa para aquel que vive en una pequeña vivienda precaria! […] Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad. […] Prepararnos para el día después [de la pandemia] es importante. […] Hemos fallado en nuestra responsabilidad como custodios y administradores de la tierra. Basta mirar la realidad con sinceridad para ver que hay un gran deterioro de nuestra casa común. La hemos contaminado, la hemos saqueado, poniendo en peligro nuestra misma vida. […] ¿Por qué reinvertir en combustibles fósiles, monocultivos y destrucción de la selva tropical, cuando sabemos que ello agrava nuestra crisis medioambiental?».

         

El contraste no puede ser más revelador. Frente al flagelo vírico, los santos preconciliares hacían procesiones de penitencia, llamaban a la conversión, se preocupaban por la salvación de las almas, sin dejar por eso de cuidar los cuerpos; el Papa actual, en cambio, asesta a sus cada vez más escasos lectores un mitin barato sobre contaminación, «injusticia social» y reciclaje de plásticos. Lo inquietante no es ya que las soflamas del Papa recuerden tanto a las de Podemos, sino la adopción de una perspectiva definitivamente intramundana, vaciada de toda dimensión trascendente. Resulta difícil no darle la razón a Bruno Moreno cuando afirma: «En vez de proclamar el Evangelio a todos los hombres como les mandó el Señor, [muchos clérigos actuales] se dedican a hablar interminablemente de ecología, diálogo interreligioso, democracia, cambio climático, inmigración, racismo, acompañamiento, inclusividad, buenas intenciones, llevarse bien, actitudes positivas y cualquier otra moda del momento, como si eso pudiera salvar a una sola persona». Así resumía hace unos meses la Compañía de Jesús, en nota necrológica, el legado de nada menos que su prepósito general (el «Papa negro»), padre Adolfo Nicolás, SJ: «Algunos de los acentos de su generalato fueron el trabajo en favor de los más desfavorecidos, la ecología, la reconciliación y el trabajo por la paz como principio irrenunciable, o la educación de los jóvenes». Cristo, la cruz, el pecado, la vida eterna, la propagación de la fe… han desaparecido de la escena, sustituidos por el diálogo, la solidaridad y otros mantras secular-blandengues. 

         

El retroceso de la religión en el mundo desarrollado se debe al hecho de que el bienestar permite vivir en la ilusión de que la muerte no existe. Imagine all the people living for today, cantó Lennon. El presentismo es la actitud vital por defecto del europeo del siglo XXI; nuestra mortalidad es enmascarada mediante la invisibilización de ancianos y agonizantes, más la búsqueda de la eterna juventud mediante la dieta sana, la cirugía estética y el deporte. Somos, en realidad, la sociedad más superficial de la historia, pues damos la espalda dato más importante de nuestra existencia –su finitud- y al gran enigma de lo que pueda haber más allá de la muerte, y cómo podamos prepararnos para ello. Somos la primera generación tan confortablemente instalada en el mundo que ha decidido ignorar lo que pueda haber más allá de él. Pero el mundo se acaba: cosmológicamente, dentro de cientos de millones de años; para cada uno de nosotros, dentro de a lo más unas décadas.

         

La plaga del coronavirus –la primera seria en un siglo- ofrecía una oportunidad de oro a la religión. ¡La muerte seguía ahí! Ya no es posible ocultarla: hemos tenido que atrincherarnos frente a ella en nuestros cuartos de estar; las morgues rebosaban de ataúdes, y los telediarios, durante meses, no han tratado de otra cosa que de nuestra danza con la parca. Frente a nuestra redescubierta finitud, todos los mantras del buenismo progre se vuelven impotentes y vacíos; solo la Iglesia tiene palabras de vida eterna: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que […] nos ha regenerado para una esperanza viva; para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible, reservada en el cielo a vosotros, que, mediante la fe, estáis protegidos con la fuerza de Dios; para una salvación dispuesta a revelarse en el momento final» (I Pedro, 1, 3-5).

         

La Iglesia tenía una ocasión única para volver a lanzar su mensaje de siempre: «No acumuléis tesoros en la tierra […], sino en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre destruyen» (Mt. 6, 19-20). Pero a monseñor Omella, presidente de la Conferencia Episcopal Española, en diálogo telemático con Luis de Guindos sobre El mundo del post-COVID (17 de junio), la pandemia no le hace pensar en el Juicio y el cielo, sino en la Unión Europea: «Cuando no hay un proyecto común y cuando se vive con un cierto complejo, entonces no avanzamos. Europa ha marcado un ritmo muy importante de unir países diversos en un proyecto común y ese es el camino. Hay que volver a las raíces. Solo unidos podemos avanzar». En el plano moral, la conclusión de monseñor es que «esta crisis nos ha hecho valorar más a cada persona».

         

Probablemente, la Iglesia lo tendría más fácil si pudiera, a la manera New Age, prometer un paraíso post mortem universal, abierto a todos y no condicionado a la conducta terrena. Pero la doctrina cristiana de los novísimos no es tan light: incluye también el pecado, la necesidad de santidad, el Juicio, la posibilidad de condenación… Si a esto le sumamos que muchas conductas socialmente aprobadas (otra cosa es que estén conduciendo de hecho a la insostenibilidad social por envejecimiento de la población y falta de relevo generacional) en el Occidente secularizado son pecaminosas para la moral católica –del aborto al divorcio, del adulterio a la homosexualidad activa, del sexo fuera del matrimonio al control artificial de la fecundidad- el resultado es que el mensaje cristiano genuino se ha vuelto inanunciable por la Iglesia. Al menos, por «esta» Iglesia, deseosa de agradar a todos y de que los poderes mundanos toleren su supervivencia crepuscular.

         

Incapaz de predicar el Evangelio íntegro –en todo su dramatismo y exigencia- la Iglesia llena su discurso de buenismo inane y humanismo de saldo. Es una generalización probablemente injusta, pues algunos obispos y sacerdotes todavía proclaman su verdad desde los terrados: pero son la excepción. La línea dominante en la Iglesia actual es la que es: una retórica ñoño-inclusiva que no sacia la sed de respuestas existenciales, ni tampoco sirve de guía político-social, por su vaguedad y superficialidad. Desde una óptica exclusivamente humana, lo que parece quedarle a la Iglesia es un lento descenso a la irrelevancia. Difícil no darle la razón a The Wanderer: «¿Qué influencia tienen las peroratas pontificias en la política mundial? Ninguna. ¿Qué influencia tienen en al ámbito de los fieles católicos? Escasa y con una imparable tendencia a la nulidad».

         

El creyente sabe, sin embargo, que tarde o temprano la Iglesia renacerá, en formas imposibles de prever. Pues «las puertas del Hades no prevalecerán contra ella (Mt. 16:18).

 

Artículo perteneciente al número especial dedicado por la revista impresa Naves en Llamas a analizar la actual situación del catolicismo en el mundo: Iglesia católica: ¿fin de ciclo o ciclo final?

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