Salvar la Navidad o salvar vidas
Debería ser obvio. Pero descubro que la sociedad está, una vez más, dividida. Y buena parte del problema lo han creado los políticos. Sus cambios. Sus manejos de las cifras. Su afán por utilizar la pandemia. Su falta de preparación y, sobre todo, de respeto para con los expertos en la materia. Cala tal conducta en una sociedad cuyo nivel de responsabilidad es mínimo.
Estamos ante una pandemia cuyo agente causal es un coronavirus. Por lo tanto, estamos ante una situación recogida en los manuales de epidemiología. Sabemos cuál es la cadena epidemiológica de la enfermedad. Pero no somos capaces, o los que mandan no quieren, responder con medidas que rompan dicha cadena de contagio.
Hemos retrocedido. A mi generación de médicos, tocó enfrentarse con muchas y variadas enfermedades infecto-contagiosas. Lo hicimos con el método que comienza en la identificación del reservorio del agente causal y continua con la cadena de transmisión, para llegar al diagnóstico, tratamiento y prevención mediante vacunas. Y lo más importante. El manejo de la pandemia como una enfermedad social (diagnóstico, tratamiento y prevención en el seno de la sociedad).
Las tres oleadas propias de la pandemia eran y son conocidas. Incluso previstas para determinar los momentos más conflictivos. Y tales circunstancias son directamente proporcionales a la capacidad del sistema sanitario para enfrentar integralmente la enfermedad. Pero, por encima de tal, la actitud y aptitud de quienes mandan, que además y como defecto del propio sistema, carecen de preparación y disposición para no intervenir, salvo a mandato de los expertos. Aquí, y desde marzo, ha sido al revés. Los expertos han tenido que plegarse a las órdenes de la clase política, que se ha erigido en gestor de la pandemia con unas consecuencias nefastas para la salud pública.
Ha sido una escalada de errores, o algo peor. Han permitido que determinadas actividades de calado político, condicionaran las medidas y los resultados. Nos ha costado muy caro. No parece que desde la primera oleada a la segunda, los mandarines hayan hecho propósito de enmienda. Lo que han hecho es trasladar la responsabilidad al Estado de las autonomías. Y así, evitar un final en el que pueda haber señalamiento social y jurídico de graves responsabilidades.
Las peores cifras para una persona que se ha dedicado a la salud pública son las muertes. Son cifras aterradoras, de guerra mundial. Y su manejo publicitario ha creado una conducta perversa. Han logrado acostumbrar al ciudadano a tales cifras.
Nos han manipulado cuanto han querido. Desde la vergonzosa manifestación del 8M que debería haber hecho caer a más de un ministro, hasta los espectáculos parlamentarios donde la pandemia ha sido y sigue siendo arma arrojadiza entre Gobierno y oposición. Cuando todos los que nos hemos dedicado a la salud pública esperábamos un gran acuerdo de Estado dirigido por un panel de los mejores expertos en la materia.
No sólo ha sido una cuesta abajo de errores, chulerías, engaños y desprecios. Es que han dejado a sujetos sanos susceptibles y a los trabajadores del sistema asistencial socio-sanitario, al pairo de la pandemia. La última y vergonzosa prueba ha sido, el reconocimiento de más de 18.500 muertos por el virus, entre marzo y mayo. Trataron de esconder las cifras, pero no pudieron, como no podrán ante la cruda realidad científica de los órganos estadísticos nacionales y europeos.
Todavía no comprendo cómo mis compañeros de profesión sanitaria no se han sublevado. Hemos pasado de los aplausos en directo a dudar sobre que es más importante: salvar las Navidades o salvar a las personas. Lo que nos lleva a que en cada comunidad, a modo de fragmento de Estado, se decida a quien se protege. ¿A la hostelería, al comercio, a quienes se declaran insumisos con las restricciones, al turismo, a un sistema económico que es tan frágil que en la primera oleada y ya mostró que se trata de un barco de madera, viejo, que hace aguas por todas partes?.
Y ahora toca publicitar o entretener nuestra esperanza con las noticias sobre la vacunación. ¿Qué vacuna?. Han conseguido tal marasmo de contradicciones que hay demasiada gente temerosa ante la vacuna. Y es que también en este capítulo de prevención, la educación para la salud ha sido un desastre.
Además, las gentes no han captado que aun con vacunas, se puede ser portador sano del agente causal y seguir infectando. Pero lo peor de todo está en estas fechas navideñas. Sabíamos desde el comienzo que diciembre coincidiría con el punto álgido de la segunda oleada. Y no han sido capaces de establecer una estrategia común, insisto, dirigida por los expertos de nuestro país. Los hay en cada comunidad y me los imagino "jurando en arameo". Uno de ellos, mi viejo coincidente en etapas legislativas para crear Osakidetza. Rafael Bengoa. Una autoridad en la materia, al que no han atendido los malandrines con moño, coleta, sonrisa de actor o acento catalán con pretensiones de imitar a mi inolvidable Ernest Lluch.
Lo siento mucho. Pero para evitar llorar ante los muertos es preciso quedarse en casa. No podemos celebrar las Navidades de El Corte Inglés. No debemos convertir las Navidades en un paréntesis necesario para el consumo, la fiesta y las celebraciones. No hay nada más ingrato que pasar de una celebración a la Unidad de Cuidados Intensivos de un Hospital o tener que asistir al entierro de un amigo o familiar, con quien estábamos deseándonos Felices Fiestas.
En toda pandemia se requieren medidas de aislamiento. El aislamiento de los susceptibles más propensos a padecer la enfermedad y sus complicaciones. El aislamiento de las fuentes de infección, que son los infectados, incluidos los silentes, que podemos ser todos. Y el aislamiento debe ser impositivo. Tanto perimetral entre comunidades, como en nuestro propio entorno urbano, como en nuestro propio mundo familiar. No hay más remedio, si queremos salvar la piel, la nuestra y la de los demás...
Debería ser obvio. Pero descubro que la sociedad está, una vez más, dividida. Y buena parte del problema lo han creado los políticos. Sus cambios. Sus manejos de las cifras. Su afán por utilizar la pandemia. Su falta de preparación y, sobre todo, de respeto para con los expertos en la materia. Cala tal conducta en una sociedad cuyo nivel de responsabilidad es mínimo.
Estamos ante una pandemia cuyo agente causal es un coronavirus. Por lo tanto, estamos ante una situación recogida en los manuales de epidemiología. Sabemos cuál es la cadena epidemiológica de la enfermedad. Pero no somos capaces, o los que mandan no quieren, responder con medidas que rompan dicha cadena de contagio.
Hemos retrocedido. A mi generación de médicos, tocó enfrentarse con muchas y variadas enfermedades infecto-contagiosas. Lo hicimos con el método que comienza en la identificación del reservorio del agente causal y continua con la cadena de transmisión, para llegar al diagnóstico, tratamiento y prevención mediante vacunas. Y lo más importante. El manejo de la pandemia como una enfermedad social (diagnóstico, tratamiento y prevención en el seno de la sociedad).
Las tres oleadas propias de la pandemia eran y son conocidas. Incluso previstas para determinar los momentos más conflictivos. Y tales circunstancias son directamente proporcionales a la capacidad del sistema sanitario para enfrentar integralmente la enfermedad. Pero, por encima de tal, la actitud y aptitud de quienes mandan, que además y como defecto del propio sistema, carecen de preparación y disposición para no intervenir, salvo a mandato de los expertos. Aquí, y desde marzo, ha sido al revés. Los expertos han tenido que plegarse a las órdenes de la clase política, que se ha erigido en gestor de la pandemia con unas consecuencias nefastas para la salud pública.
Ha sido una escalada de errores, o algo peor. Han permitido que determinadas actividades de calado político, condicionaran las medidas y los resultados. Nos ha costado muy caro. No parece que desde la primera oleada a la segunda, los mandarines hayan hecho propósito de enmienda. Lo que han hecho es trasladar la responsabilidad al Estado de las autonomías. Y así, evitar un final en el que pueda haber señalamiento social y jurídico de graves responsabilidades.
Las peores cifras para una persona que se ha dedicado a la salud pública son las muertes. Son cifras aterradoras, de guerra mundial. Y su manejo publicitario ha creado una conducta perversa. Han logrado acostumbrar al ciudadano a tales cifras.
Nos han manipulado cuanto han querido. Desde la vergonzosa manifestación del 8M que debería haber hecho caer a más de un ministro, hasta los espectáculos parlamentarios donde la pandemia ha sido y sigue siendo arma arrojadiza entre Gobierno y oposición. Cuando todos los que nos hemos dedicado a la salud pública esperábamos un gran acuerdo de Estado dirigido por un panel de los mejores expertos en la materia.
No sólo ha sido una cuesta abajo de errores, chulerías, engaños y desprecios. Es que han dejado a sujetos sanos susceptibles y a los trabajadores del sistema asistencial socio-sanitario, al pairo de la pandemia. La última y vergonzosa prueba ha sido, el reconocimiento de más de 18.500 muertos por el virus, entre marzo y mayo. Trataron de esconder las cifras, pero no pudieron, como no podrán ante la cruda realidad científica de los órganos estadísticos nacionales y europeos.
Todavía no comprendo cómo mis compañeros de profesión sanitaria no se han sublevado. Hemos pasado de los aplausos en directo a dudar sobre que es más importante: salvar las Navidades o salvar a las personas. Lo que nos lleva a que en cada comunidad, a modo de fragmento de Estado, se decida a quien se protege. ¿A la hostelería, al comercio, a quienes se declaran insumisos con las restricciones, al turismo, a un sistema económico que es tan frágil que en la primera oleada y ya mostró que se trata de un barco de madera, viejo, que hace aguas por todas partes?.
Y ahora toca publicitar o entretener nuestra esperanza con las noticias sobre la vacunación. ¿Qué vacuna?. Han conseguido tal marasmo de contradicciones que hay demasiada gente temerosa ante la vacuna. Y es que también en este capítulo de prevención, la educación para la salud ha sido un desastre.
Además, las gentes no han captado que aun con vacunas, se puede ser portador sano del agente causal y seguir infectando. Pero lo peor de todo está en estas fechas navideñas. Sabíamos desde el comienzo que diciembre coincidiría con el punto álgido de la segunda oleada. Y no han sido capaces de establecer una estrategia común, insisto, dirigida por los expertos de nuestro país. Los hay en cada comunidad y me los imagino "jurando en arameo". Uno de ellos, mi viejo coincidente en etapas legislativas para crear Osakidetza. Rafael Bengoa. Una autoridad en la materia, al que no han atendido los malandrines con moño, coleta, sonrisa de actor o acento catalán con pretensiones de imitar a mi inolvidable Ernest Lluch.
Lo siento mucho. Pero para evitar llorar ante los muertos es preciso quedarse en casa. No podemos celebrar las Navidades de El Corte Inglés. No debemos convertir las Navidades en un paréntesis necesario para el consumo, la fiesta y las celebraciones. No hay nada más ingrato que pasar de una celebración a la Unidad de Cuidados Intensivos de un Hospital o tener que asistir al entierro de un amigo o familiar, con quien estábamos deseándonos Felices Fiestas.
En toda pandemia se requieren medidas de aislamiento. El aislamiento de los susceptibles más propensos a padecer la enfermedad y sus complicaciones. El aislamiento de las fuentes de infección, que son los infectados, incluidos los silentes, que podemos ser todos. Y el aislamiento debe ser impositivo. Tanto perimetral entre comunidades, como en nuestro propio entorno urbano, como en nuestro propio mundo familiar. No hay más remedio, si queremos salvar la piel, la nuestra y la de los demás...