Análisis
La "fantasía" de la Navidad
![[Img #19221]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/12_2020/9956_christmas-1010749_1920.jpg)
La semana pasada, buscando un regalo para un ser querido entré a varias tiendas de venta de artículos navideños. Me encontré con frases del tipo “que la magia de la Navidad llene tu corazón”, “Navidad, tiempo de sueños e ilusiones”, “que el espíritu de Papá Noel llene de magia tu hogar”, ¿quién no ha escuchado o leído frases como estas en tiempos de Navidad? Una de esas tiendas estaba especialmente nutrida de adornos navideños: Papás Noel de todo tamaño y precio, gnomos, renos, erizos y elefantes para colgar de los árboles, y un sinnúmero de otros artilugios entre los que se ofrecían, arrinconados en una góndola pequeña, unos pocos pesebres (¡a precios estratosféricos, por cierto!). Semejante espectáculo me pareció un reflejo patente del nihilismo radical que asola a nuestra sociedad.
La Navidad ha sido, en efecto, completamente vaciada de significado y convertida en una suerte de antesala de la fiesta de Nochevieja, o sin más, en el pistoletazo de largada del período vacacional. Una ocasión de encuentro entre familiares y amigos para devorar calorías como si no hubiera un mañana, pero que nadie sabe exactamente por qué demonios se organiza. Al no remitir más a su sentido originario, la Navidad se ha convertido en un culto a la propia fantasía, pues cada uno tiene que inventarse un motivo para justificarla. Se celebra algo, ¿qué exactamente?, no se sabe, el paso de un señor barbudo volando en trineo, un tiempo de “magia”, de “sueños”, o de “ilusión”, en fin, lo que a cada uno le venga en gana.
La Navidad que nos ofrece el mundo moderno es a la Navidad cristiana lo que Rita Lee es a The Beatles interpretando sus canciones en portugués: puedes pasar un momento más o menos agradable, pero su desnaturalización es absoluta. Este no es un fenómeno nuevo. Desde hace largo tiempo que la civilización occidental asiste, como la rana dentro de la olla asiste a su lento hervor (es decir, sin apenas darse cuenta), a una implacable metamorfosis de la Navidad cristiana. La Navidad que nos ofrece la “ciudad del mundo” (si se me permite esta expresión agustiniana) es en realidad, una suerte de anti-Navidad, es la conclusión lógica de una cultura adanista empeñada en romper con sus raíces, con sus tradiciones y con su historia. De una cultura aferrada a la fe en el “progreso”, es decir, al dogma según el cual todo lo nuevo, por el sólo hecho de ser nuevo, necesariamente ha de ser mejor. De una cultura que, por eso mismo, ha transformado completamente el modo de vivir la Navidad.
La Navidad de la “ciudad de Dios”, en cambio, es la celebración del nacimiento del rabino Jesús de Nazaret. Un nacimiento temporalmente datable, geográficamente localizable y de una consistencia histórica sin parangón. Es la evocación de un hecho ―presagiado a lo largo de toda la historia del pueblo de Israel― que alteró el curso de la historia humana de manera colosal. Ya decía el matemático y filósofo inglés Alfred N. Whitehead que el nacimiento de la ciencia moderna es el hecho más importante en la historia del mundo… después del nacimiento de un niño en un pesebre. Dicho de otra manera, la Navidad de la ciudad de Dios consiste en conmemorar el hito más significativo de nuestra historia: el momento en que el Misterio asumió el límite, en el que Dios se hizo presente humanamente en el mundo, en el que lo eterno irrumpió en lo temporal.
En la ciudad de Dios la Navidad nos da el Sentido a nosotros. En la ciudad del mundo somos nosotros los que damos sentido a la Navidad. Quizás esto explique por qué en los hogares modernos hay más gnomos, erizos, y elefantes que pesebres. La Navidad secular de la ciudad del mundo es la fresa que adorna el pastel de la autosuficiencia humana, empecinada en “hacer nuevas todas las cosas”, y así procurarse una salvación de manufactura propia.
Dice San Agustín al comienzo de su libro De Civitate Dei que “Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la ciudad del mundo; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la ciudad celestial [ciudad de Dios]”. Las dos ciudades conviven y en ocasiones se entremezclan en esta vida terrestre, en la sociedad, e incluso en el interior del hombre. Con la Navidad sucede lo mismo. La pregunta es, entonces, cómo queremos vivir la Navidad en este año de pandemia, tan lleno de ausencias, de problemas, de cambios y de desafíos. ¿Daremos un barniz de sentido a la Navidad apelando a nuestra fantasía, o preferiremos dejar que la navidad nos dé el Sentido a nosotros?
La semana pasada, buscando un regalo para un ser querido entré a varias tiendas de venta de artículos navideños. Me encontré con frases del tipo “que la magia de la Navidad llene tu corazón”, “Navidad, tiempo de sueños e ilusiones”, “que el espíritu de Papá Noel llene de magia tu hogar”, ¿quién no ha escuchado o leído frases como estas en tiempos de Navidad? Una de esas tiendas estaba especialmente nutrida de adornos navideños: Papás Noel de todo tamaño y precio, gnomos, renos, erizos y elefantes para colgar de los árboles, y un sinnúmero de otros artilugios entre los que se ofrecían, arrinconados en una góndola pequeña, unos pocos pesebres (¡a precios estratosféricos, por cierto!). Semejante espectáculo me pareció un reflejo patente del nihilismo radical que asola a nuestra sociedad.
La Navidad ha sido, en efecto, completamente vaciada de significado y convertida en una suerte de antesala de la fiesta de Nochevieja, o sin más, en el pistoletazo de largada del período vacacional. Una ocasión de encuentro entre familiares y amigos para devorar calorías como si no hubiera un mañana, pero que nadie sabe exactamente por qué demonios se organiza. Al no remitir más a su sentido originario, la Navidad se ha convertido en un culto a la propia fantasía, pues cada uno tiene que inventarse un motivo para justificarla. Se celebra algo, ¿qué exactamente?, no se sabe, el paso de un señor barbudo volando en trineo, un tiempo de “magia”, de “sueños”, o de “ilusión”, en fin, lo que a cada uno le venga en gana.
La Navidad que nos ofrece el mundo moderno es a la Navidad cristiana lo que Rita Lee es a The Beatles interpretando sus canciones en portugués: puedes pasar un momento más o menos agradable, pero su desnaturalización es absoluta. Este no es un fenómeno nuevo. Desde hace largo tiempo que la civilización occidental asiste, como la rana dentro de la olla asiste a su lento hervor (es decir, sin apenas darse cuenta), a una implacable metamorfosis de la Navidad cristiana. La Navidad que nos ofrece la “ciudad del mundo” (si se me permite esta expresión agustiniana) es en realidad, una suerte de anti-Navidad, es la conclusión lógica de una cultura adanista empeñada en romper con sus raíces, con sus tradiciones y con su historia. De una cultura aferrada a la fe en el “progreso”, es decir, al dogma según el cual todo lo nuevo, por el sólo hecho de ser nuevo, necesariamente ha de ser mejor. De una cultura que, por eso mismo, ha transformado completamente el modo de vivir la Navidad.
La Navidad de la “ciudad de Dios”, en cambio, es la celebración del nacimiento del rabino Jesús de Nazaret. Un nacimiento temporalmente datable, geográficamente localizable y de una consistencia histórica sin parangón. Es la evocación de un hecho ―presagiado a lo largo de toda la historia del pueblo de Israel― que alteró el curso de la historia humana de manera colosal. Ya decía el matemático y filósofo inglés Alfred N. Whitehead que el nacimiento de la ciencia moderna es el hecho más importante en la historia del mundo… después del nacimiento de un niño en un pesebre. Dicho de otra manera, la Navidad de la ciudad de Dios consiste en conmemorar el hito más significativo de nuestra historia: el momento en que el Misterio asumió el límite, en el que Dios se hizo presente humanamente en el mundo, en el que lo eterno irrumpió en lo temporal.
En la ciudad de Dios la Navidad nos da el Sentido a nosotros. En la ciudad del mundo somos nosotros los que damos sentido a la Navidad. Quizás esto explique por qué en los hogares modernos hay más gnomos, erizos, y elefantes que pesebres. La Navidad secular de la ciudad del mundo es la fresa que adorna el pastel de la autosuficiencia humana, empecinada en “hacer nuevas todas las cosas”, y así procurarse una salvación de manufactura propia.
Dice San Agustín al comienzo de su libro De Civitate Dei que “Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la ciudad del mundo; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la ciudad celestial [ciudad de Dios]”. Las dos ciudades conviven y en ocasiones se entremezclan en esta vida terrestre, en la sociedad, e incluso en el interior del hombre. Con la Navidad sucede lo mismo. La pregunta es, entonces, cómo queremos vivir la Navidad en este año de pandemia, tan lleno de ausencias, de problemas, de cambios y de desafíos. ¿Daremos un barniz de sentido a la Navidad apelando a nuestra fantasía, o preferiremos dejar que la navidad nos dé el Sentido a nosotros?