Contenciosos vascos
¡Qué fácil y oportuno resulta hablar de patria, país, nación sin Estado! ¡Qué magnífica herramienta puede resultar una novela a la que se convierte en espectáculo audiovisual!. ¡Qué perverso puede ser el lenguaje, el idioma, y más aún la teoría de los dos bandos enfrentados por derechos!
Cuando llego en 1976 a Vitoria, me encuentro con una ciudad sorprendente, de magnífico trazado urbano, perfectamente zonificada, dotada de los mejores equipamientos y servicios públicos que sólo podían disfrutarse en capitales del norte europeo. Pero lo más sorprendente será observar cómo una ciudad oficialmente vasca es el centro residencial de una pequeña provincia con tendencias naturales hacia Navarra, Castilla y La Rioja, quedando la comarca Cantábrica integrada cultural y socialmente a Vizcaya. Añádase la forma de ser del prototipo alavés, muy poco vasco, tan castellanizado hasta en su historia foral, que en 1332 pacta con los reyes de Castilla para que estos defiendan y garanticen los usos y costumbres de la pequeña Álava y desde luego el idioma en el que se expresan desde la cuna.
Incluso, la llegada de los industriales guipuzcoanos no supone alteraciones en el pensamiento sociocultural de la ciudad, ya que son una minoría quienes gracias a la gestión del terreno industrial y las ayudas directas o indirectas de la Diputación Foral, pueden ampliar sus factorías en la Llanada alavesa, pero con mano de obra procedente de Extremadura, Zamora, Galicia y Andalucía. Ello supone, una vez más en los años sesenta, un movimiento migratorio de la España campesina y atrasada a la España industrial, con excelentes salarios, prestaciones sociales y magnífica calidad de vida. No hay por tanto en aquella Álava de mediados de los años setenta, ni sentimiento vasco, ni contencioso por derechos con Madrid, ni otra patria que no sea España o en todo caso el recuerdo y la nostalgia de los lugares que han tenido que abandonar para encontrar alternativas mejores.
No concibo a los alaveses de las siete Cuadrillas con representación en las Juntas Generales de Álava, aquellas en las que yo estuve en tres legislaturas, con sentimientos de propiedad y carta de naturaleza vasca, para dar ciudadanía o juzgar el bien y el mal de los allegados en el siglo XX a tierras del Zadorra o del Ebro. Para los que fuimos a participar en el desarrollo de Álava y de Vitoria, nuestra nación era España, y nuestra patria chica el lugar de dónde procedíamos, sin incompatibilidad para sentir a España y la Hispanidad como elementos identitarios, sin que ello supusiera falta de respeto para otras culturas o antecedentes y mucho menos un modelo de administración centralista al modo de un régimen que acuñó lo de "una, grande y libre". Ser español era para los residentes en Vitoria una obviedad, nunca un signo de dominio o de diferenciación, pues siempre consideramos a los vascos como unos españoles que residían a su manera en las Vascongadas. Y es que lo primero que nos sorprendía era ese título, casi nobiliario, de País Vasco. Como si los paisanos españoles nacidos en otras tierras no tuviéramos derecho a señalar cuál era nuestro país de procedencia, nuestra cultura, en algunos casos como los gallegos, nuestra lengua, y las características de nuestro territorio al norte del norte, con su patrimonio y su historia. Visto así, deberíamos haber frenado aquella peculiar forma de exhibir conciencia y sentimiento vascos, como elemento diferenciador y excluyente en el seno de una sociedad que se había hecho mestiza.
Y llegados a este punto no tengo por menos que recordar ciertas formas "vitorianicas" de tratar a los de fuera. Mientras se subordinaron progresivamente a los bilbaínos, casi con voluntaria entrega, mientras paseaban palmito por la calle Dato y vivían de las rentas-cupones de las compañías eléctricas de la familia Oriol, despreciaban a los llegados de fuera que estábamos poblando la capital alavesa. No nos concedían carta de naturaleza al no disponer de uno de aquellos apellidos compuestos, patronímicos del solar alavés. Álava era un cruce de caminos entre Vasconia y Castilla, con la mirada puesta siempre en cómo los navarros habían logrado su amejoramiento foral, sin nacionalistas y sin contenciosos con España y los españoles.
Nunca vi a los vascos nacionalistas, con conciencia y sentimiento de fidelidad cívico-religiosa a "Euskal Herria", defender al proletariado, que curiosamente en la Llanada alavesa obedecía al empresario guipuzcoano, que por su procedencia territorial y costumbrista tenía por patria la Vasconia del mito, los aquelarres, el deporte rural, y hablaba euskera. Pare estos trabajadores de la industria que lograban ser amos en Álava, nacionalismo y patriotismo iban unidos.
Al llegar a este punto, no tengo por menos que recordar a Séneca, un cordobés del que como hispano me siento orgulloso, "ninguno ama a su patria porque sea grande, sino porque es suya". O a uno de los padres del Romanticismo. Lord Byron: "El que no ama a su patria no puede amar nada". Mientras los vascos nacionalistas, influidos por "pensadores iluminados" como Arana, no sólo ejercían como dueños de una supuesta patria vasca, y daban carta de naturaleza de buen vasco o enemigos del pueblo vasco, los demás españoles, residentes en aquellas tres provincias que se bañaban en el golfo de Vizcaya, agachaban la cabeza y trataban de amoldarse al paisaje socio-cultural. A ello contribuyeron de forma muy poco reconocido como grave error, los partidos políticos de ámbito nacional, acomplejados y con miedo a que se les tachara como sucesores del franquismo.
Con lo útil que hubiera sido diferenciar "regionalismo" como hecho normal que entiendo es recogido por la Constitución Española de 1978 al referirse a "nacionalidades", evitando el conflicto-contencioso vasco con el Estado democrático y social de España, frente al nacionalismo que fue creciendo en obsesión centrífuga para alcanzar el utópico Estado vasco. No olvido las palabras de Garaicoechea: "El Estatuto no es el fin, es tan sólo un vehículo para llegar al punto de salida".
Nunca hubo dos bandos en la discusión por lo que antecede. Mientras unos lo llevaron hasta las últimas consecuencias y lo convierten en motivo o razón para el uso de la violencia terrorista, los demás se quedan paralizados y tratan de sobrevivir, incluso cometen el error de confiar al PNV la interlocución con los más radicales, haciendo creer al resto de los españoles que las heridas del franquismo sólo las puede cicatrizar el denominado nacionalismo democrático, fundador de la internacional Demócrata Cristiana.
Pero la realidad es otra. No se trata de una exacerbación regionalista, ni siquiera de la recuperación del autogobierno previo a julio de 1936, se trata de un separatismo basado en falsedades y victimismos. Y es que nadie parece detenerse para reflexionar sobre las raíces del contencioso. Toda PATRIA debe identificarse como una nación y toda nación debe adquirir la forma de Estado Nacional. Tales parámetros ya nada tienen que ver con el origen de la cuestión en la que PATRIA ES SIMPLEMENTE EL LUGAR DÓNDE SE HA NACIDO.
¡Qué fácil y oportuno resulta hablar de patria, país, nación sin Estado! ¡Qué magnífica herramienta puede resultar una novela a la que se convierte en espectáculo audiovisual!. ¡Qué perverso puede ser el lenguaje, el idioma, y más aún la teoría de los dos bandos enfrentados por derechos!
Cuando llego en 1976 a Vitoria, me encuentro con una ciudad sorprendente, de magnífico trazado urbano, perfectamente zonificada, dotada de los mejores equipamientos y servicios públicos que sólo podían disfrutarse en capitales del norte europeo. Pero lo más sorprendente será observar cómo una ciudad oficialmente vasca es el centro residencial de una pequeña provincia con tendencias naturales hacia Navarra, Castilla y La Rioja, quedando la comarca Cantábrica integrada cultural y socialmente a Vizcaya. Añádase la forma de ser del prototipo alavés, muy poco vasco, tan castellanizado hasta en su historia foral, que en 1332 pacta con los reyes de Castilla para que estos defiendan y garanticen los usos y costumbres de la pequeña Álava y desde luego el idioma en el que se expresan desde la cuna.
Incluso, la llegada de los industriales guipuzcoanos no supone alteraciones en el pensamiento sociocultural de la ciudad, ya que son una minoría quienes gracias a la gestión del terreno industrial y las ayudas directas o indirectas de la Diputación Foral, pueden ampliar sus factorías en la Llanada alavesa, pero con mano de obra procedente de Extremadura, Zamora, Galicia y Andalucía. Ello supone, una vez más en los años sesenta, un movimiento migratorio de la España campesina y atrasada a la España industrial, con excelentes salarios, prestaciones sociales y magnífica calidad de vida. No hay por tanto en aquella Álava de mediados de los años setenta, ni sentimiento vasco, ni contencioso por derechos con Madrid, ni otra patria que no sea España o en todo caso el recuerdo y la nostalgia de los lugares que han tenido que abandonar para encontrar alternativas mejores.
No concibo a los alaveses de las siete Cuadrillas con representación en las Juntas Generales de Álava, aquellas en las que yo estuve en tres legislaturas, con sentimientos de propiedad y carta de naturaleza vasca, para dar ciudadanía o juzgar el bien y el mal de los allegados en el siglo XX a tierras del Zadorra o del Ebro. Para los que fuimos a participar en el desarrollo de Álava y de Vitoria, nuestra nación era España, y nuestra patria chica el lugar de dónde procedíamos, sin incompatibilidad para sentir a España y la Hispanidad como elementos identitarios, sin que ello supusiera falta de respeto para otras culturas o antecedentes y mucho menos un modelo de administración centralista al modo de un régimen que acuñó lo de "una, grande y libre". Ser español era para los residentes en Vitoria una obviedad, nunca un signo de dominio o de diferenciación, pues siempre consideramos a los vascos como unos españoles que residían a su manera en las Vascongadas. Y es que lo primero que nos sorprendía era ese título, casi nobiliario, de País Vasco. Como si los paisanos españoles nacidos en otras tierras no tuviéramos derecho a señalar cuál era nuestro país de procedencia, nuestra cultura, en algunos casos como los gallegos, nuestra lengua, y las características de nuestro territorio al norte del norte, con su patrimonio y su historia. Visto así, deberíamos haber frenado aquella peculiar forma de exhibir conciencia y sentimiento vascos, como elemento diferenciador y excluyente en el seno de una sociedad que se había hecho mestiza.
Y llegados a este punto no tengo por menos que recordar ciertas formas "vitorianicas" de tratar a los de fuera. Mientras se subordinaron progresivamente a los bilbaínos, casi con voluntaria entrega, mientras paseaban palmito por la calle Dato y vivían de las rentas-cupones de las compañías eléctricas de la familia Oriol, despreciaban a los llegados de fuera que estábamos poblando la capital alavesa. No nos concedían carta de naturaleza al no disponer de uno de aquellos apellidos compuestos, patronímicos del solar alavés. Álava era un cruce de caminos entre Vasconia y Castilla, con la mirada puesta siempre en cómo los navarros habían logrado su amejoramiento foral, sin nacionalistas y sin contenciosos con España y los españoles.
Nunca vi a los vascos nacionalistas, con conciencia y sentimiento de fidelidad cívico-religiosa a "Euskal Herria", defender al proletariado, que curiosamente en la Llanada alavesa obedecía al empresario guipuzcoano, que por su procedencia territorial y costumbrista tenía por patria la Vasconia del mito, los aquelarres, el deporte rural, y hablaba euskera. Pare estos trabajadores de la industria que lograban ser amos en Álava, nacionalismo y patriotismo iban unidos.
Al llegar a este punto, no tengo por menos que recordar a Séneca, un cordobés del que como hispano me siento orgulloso, "ninguno ama a su patria porque sea grande, sino porque es suya". O a uno de los padres del Romanticismo. Lord Byron: "El que no ama a su patria no puede amar nada". Mientras los vascos nacionalistas, influidos por "pensadores iluminados" como Arana, no sólo ejercían como dueños de una supuesta patria vasca, y daban carta de naturaleza de buen vasco o enemigos del pueblo vasco, los demás españoles, residentes en aquellas tres provincias que se bañaban en el golfo de Vizcaya, agachaban la cabeza y trataban de amoldarse al paisaje socio-cultural. A ello contribuyeron de forma muy poco reconocido como grave error, los partidos políticos de ámbito nacional, acomplejados y con miedo a que se les tachara como sucesores del franquismo.
Con lo útil que hubiera sido diferenciar "regionalismo" como hecho normal que entiendo es recogido por la Constitución Española de 1978 al referirse a "nacionalidades", evitando el conflicto-contencioso vasco con el Estado democrático y social de España, frente al nacionalismo que fue creciendo en obsesión centrífuga para alcanzar el utópico Estado vasco. No olvido las palabras de Garaicoechea: "El Estatuto no es el fin, es tan sólo un vehículo para llegar al punto de salida".
Nunca hubo dos bandos en la discusión por lo que antecede. Mientras unos lo llevaron hasta las últimas consecuencias y lo convierten en motivo o razón para el uso de la violencia terrorista, los demás se quedan paralizados y tratan de sobrevivir, incluso cometen el error de confiar al PNV la interlocución con los más radicales, haciendo creer al resto de los españoles que las heridas del franquismo sólo las puede cicatrizar el denominado nacionalismo democrático, fundador de la internacional Demócrata Cristiana.
Pero la realidad es otra. No se trata de una exacerbación regionalista, ni siquiera de la recuperación del autogobierno previo a julio de 1936, se trata de un separatismo basado en falsedades y victimismos. Y es que nadie parece detenerse para reflexionar sobre las raíces del contencioso. Toda PATRIA debe identificarse como una nación y toda nación debe adquirir la forma de Estado Nacional. Tales parámetros ya nada tienen que ver con el origen de la cuestión en la que PATRIA ES SIMPLEMENTE EL LUGAR DÓNDE SE HA NACIDO.