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José María Nieto Vigil
Viernes, 05 de Febrero de 2021 Tiempo de lectura:

Mensaje a los negacionistas

Acabo de recibir el alta médica después de mi ingreso hospitalario por el maldito coronavirus. Ahora, ya en casa, afronto un tratamiento de recuperación de diez días con reposo, inyección de heparina, corticoides y unas cuantas medicaciones más. No ha sido, ni es, una minucia. Antes de mi entrada al hospital pasé días difíciles, algunos de ellos muy duros, con todos los síntomas propios de la enfermedad: fiebre muy alta descontrolada, vómitos, trastornos estomacales, mareos, fuertes dolores de cabeza, insomnio… En fin, todo un cuadro de dolencias que finalmente dieron conmigo en Urgencias.

 

Allí la situación era estresante para el personal. Desde el primer momento el trato por parte de los sanitarios fue sencillamente excepcional. Desde los celadores, pasando por las enfermeras y los médicos de urgencias, la profesionalidad, el servicio, la entrega y el sacrifico, el cariño y el apoyo fue fantástico. Me han demostrado una talla moral de altísimo nivel y gran capacidad humana y científica. Permanecí en un box ocho horas a la espera de, o bien ser trasladado a otra provincia –dada la falta de camas-, o bien ingresar en planta. Me realizaron todo tipo de pruebas: analíticas, radiografías, electrocardiograma… El ir y venir de ambulancias confirmaba que el nivel de saturación y estrés clínico era una verdad como un templo. Lágrimas, nervios, camillas, sillas de ruedas, facultativos dándolo todo, me evidenciaban que lo que las noticias referían se quedaba corto ante tanto dolor, desconsuelo y tragedia. Ensimismado, sin temor, escuchaba los diagnósticos y los comentarios sobre la evolución de la jornada por parte de los médicos. La tensión que soportan estos auténticos héroes es contundente, pero con su buen hacer luchaban por la vida de cada ingresado. Nunca, jamás, podré expresar con palabras lo que pude vivir viendo la generosidad sin tasa, ni reserva, con la que se aplicaban con toda su energía y mejor humor. Son unos verdaderos gigantes, merecen todo, porque todo lo están dando.

 

Cuando oigo y escucho los discursos y las carnavaladas de los negacionistas, no puedo por menos que sentir vergüenza ajena, indignación y profundo cabreo. Cuanta estupidez sin cordura, qué obtusa visión de una verdad y una realidad que está masacrando a la población. Mi raciocinio me impide siquiera entender la vulgaridad y la locura conspiratoria a la que aluden. ¿En qué mundo de sombras viven? No lo entiendo.

 

Las argumentaciones negacionistas son pueriles, peregrinas y adolecen del conocimiento empírico de lo que, desde mi humilde experiencia sufrida, les puedo trasladar. Ya sé que la industria farmacéutica firma contratos multimillonarios, ya sé que entorno a la enfermedad se montan negocios, pero también sé, que con todo y con eso, lo más importante es la salud pública. En esto no hay más cera que la que arde y señala la vida cotidiana desde hace más de un año: fallecidos, hospitalizados, enfermos, confinamientos... Pretender extender el bulo de la conspiración y no sé cuantas cencerradas más me parece de locos –con todo mis respeto hacia ellos-.  ¿Cómo se puede negar la evidencia flagrante y sangrante que padecemos a escala planetaria? ¿Se puede ser más mezquino con el colectivo sanitario que se está entregando en cuerpo y alma a una enfermedad traicionera y desconocida? ¿Con qué cara pueden mirar a las familias que han visto cómo sus seres queridos se han marchado sin poder despedirse? ¿Es que no ven las ambulancias en un ir y venir permanente?  El ser humano es capaz de lo mejor, pero a la vez, de lo peor. El negacionismo crea fantasmas, difama y calumnia la verdad certificada, divulga ideas extravagantes e insidiosas. De verdad, no lo puedo entender, por mucho que apelen a literatura y teorías pseudocientíficas y sociológicas de difícil solvencia y rigor.

 

Ya en planta, en una habitación compartida, estuve atendido con enorme cariño por todo el personal. Desde las limpiadoras, a las que hay que reconocer su enorme valía, al servicio de comidas –ricas y variadas-, enfermeras en constante alerta y permanente servicio de vigilancia. El trato siguió siendo maravilloso. Quisiera citar al doctor Francisco del Castillo Tirado, un hombre joven de enorme valía y sencillez, de gran capacidad y entrañable comunicación. Me emociono y mis ojos se cuajan de lágrimas por el trabajo que realizan. No importa dónde haya sido, el mérito lo tienen nuestros sanitarios. Las noches eran especialmente difíciles. Nuestros mayores, desorientados y desasosegados, gritaban pidiendo ayuda, pacientes en situaciones límites proferían lamentos y lloros, las camas subían y bajaban a la UCI, la actividad era frenética e ininterrumpida. Fuera, desde la ventana, se veía el parpadeo de las ambulancias con su incesante trajín. La tercera ola está siendo muy dura.

 

¿Es esto mentira? De qué sirve rechazar la testaruda realidad. Solamente pido que se respete la memoria de los fallecidos, el dolor de las familias, el trabajo de los sanitarios, la salud pública y se contribuya, desde la serenidad y la tranquilidad necesaria, a la cordura y la solidaridad. De la gestión política, o de las consecuencias económicas, ya hablaremos. Por favor, a todos aquellos que negáis y sembráis sombras y sospechas, os pido consideración, objetividad y empatía con los que están en primera línea de batalla.

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