Ana María Matute
Hace algunos años tuve que entrevistar urgentemente a la escritora Ana María Matute para una publicación de la que por aquel entonces era el responsable de contenidos. Recuerdo que llegué azorado, muy agobiado por la prisa, al Hotel de Londres de San Sebastián, donde habíamos concertado la cita, y me encontré con una mujer venerable, tranquila y permanentemente sonriente que me contemplaba con la ironía suave de quien a lo largo de los años había aprendido el auténtico valor del tiempo.
Me tendió una mano bella y extrañamente firme y, antes de que se pusiera en marcha la grabadora, comentamos, ella especialmente divertida, las cuestiones frívolas de rigor. Luego, cuando ya comenzamos la entrevista, Ana María Matute me habló con delicadeza y detenimiento de su pasado, de su familia, de algunos de sus sueños y de varias de sus desesperanzas, pero, sobre todo, me habló de que la fantasía, la imaginación, el ensueño y la utopía habían sido, y continuaban siéndolo entonces, los grandes referentes de su vida. Conversamos sobre la escritura, de los momentos intensos y de los esfuerzos arduos que proporciona la creación y del mucho trabajo, aunque fascinante, que le había costado escribir su novela, gran novela, “Olvidado Rey Gudú”, que entonces estaba presentando con una elegancia exquisita y una honestidad poco habitual entre los escritores del momento.
A lo largo de nuestra charla, las referencias a diferentes capítulos y apartados de “Olvidado Rey Gudú” iban sucediéndose y yo comencé a sentirme cada vez más incómodo porque, a pesar de mis esfuerzos, no había leído el libro del que tanto estábamos hablando. Cuando hago una entrevista siempre me esfuerzo por conocer al máximo el trabajo de la persona con la que voy a hablar, pero en aquella ocasión, y por las eternas razones de premura en las que tanto nos amparamos los periodistas para justificar nuestros desaguisados, me había resultado imposible ni tan siquiera repasar brevemente alguna de las páginas del texto.
Desde un primer momento, Ana María Matute se dio cuanta de la situación y, con mucha habilidad y una gentileza que quien esto escribe apenas merecía, antes de realizar cualquier interpretación de alguno de los capítulos de su libro hacía el esfuerzo de resumírmelo previamente. La entrevista resultó muy interesante, básicamente, porque Ana María Matute, además de ser una gran escritora a la que no se ha reconocido todo su mérito porque muchas de sus obras se encuadran en el desprestigiado género fantástico, era, sobre todo, una gran conversadora y una mujer sabia que conocía el auténtico valor de las cosas pequeñas y que entendía la importancia justa, generalmente escasa, que tienen los aspectos más banales del mundo literario.
Hoy, al enterarme de su fallecimiento, he recordado esta anécdota sencilla de Ana María Matute. Que en paz descanse quien fuera una escritora magnífica y, sobre todo, una personas excelente.
Hace algunos años tuve que entrevistar urgentemente a la escritora Ana María Matute para una publicación de la que por aquel entonces era el responsable de contenidos. Recuerdo que llegué azorado, muy agobiado por la prisa, al Hotel de Londres de San Sebastián, donde habíamos concertado la cita, y me encontré con una mujer venerable, tranquila y permanentemente sonriente que me contemplaba con la ironía suave de quien a lo largo de los años había aprendido el auténtico valor del tiempo.
Me tendió una mano bella y extrañamente firme y, antes de que se pusiera en marcha la grabadora, comentamos, ella especialmente divertida, las cuestiones frívolas de rigor. Luego, cuando ya comenzamos la entrevista, Ana María Matute me habló con delicadeza y detenimiento de su pasado, de su familia, de algunos de sus sueños y de varias de sus desesperanzas, pero, sobre todo, me habló de que la fantasía, la imaginación, el ensueño y la utopía habían sido, y continuaban siéndolo entonces, los grandes referentes de su vida. Conversamos sobre la escritura, de los momentos intensos y de los esfuerzos arduos que proporciona la creación y del mucho trabajo, aunque fascinante, que le había costado escribir su novela, gran novela, “Olvidado Rey Gudú”, que entonces estaba presentando con una elegancia exquisita y una honestidad poco habitual entre los escritores del momento.
A lo largo de nuestra charla, las referencias a diferentes capítulos y apartados de “Olvidado Rey Gudú” iban sucediéndose y yo comencé a sentirme cada vez más incómodo porque, a pesar de mis esfuerzos, no había leído el libro del que tanto estábamos hablando. Cuando hago una entrevista siempre me esfuerzo por conocer al máximo el trabajo de la persona con la que voy a hablar, pero en aquella ocasión, y por las eternas razones de premura en las que tanto nos amparamos los periodistas para justificar nuestros desaguisados, me había resultado imposible ni tan siquiera repasar brevemente alguna de las páginas del texto.
Desde un primer momento, Ana María Matute se dio cuanta de la situación y, con mucha habilidad y una gentileza que quien esto escribe apenas merecía, antes de realizar cualquier interpretación de alguno de los capítulos de su libro hacía el esfuerzo de resumírmelo previamente. La entrevista resultó muy interesante, básicamente, porque Ana María Matute, además de ser una gran escritora a la que no se ha reconocido todo su mérito porque muchas de sus obras se encuadran en el desprestigiado género fantástico, era, sobre todo, una gran conversadora y una mujer sabia que conocía el auténtico valor de las cosas pequeñas y que entendía la importancia justa, generalmente escasa, que tienen los aspectos más banales del mundo literario.
Hoy, al enterarme de su fallecimiento, he recordado esta anécdota sencilla de Ana María Matute. Que en paz descanse quien fuera una escritora magnífica y, sobre todo, una personas excelente.











