El otro Arana
Aunque su verdadero título es Julio César Arana, a alguien se le debió ocurrir que, para presentar el libro de William A. Douglass, primer director del Centro de Estudios Vascos de la Universidad de Reno en Nevada (Estados Unidos), y ahora catedrático emérito, podría ser más interesante anunciarlo solo con el apellido, Arana. De ese modo, en el acto ante la prensa local de la sala Koldo Mitxelena de San Sebastián, el 11 de octubre de 2019, el autor pudo jugar con el equívoco y aclarar, entre risas, que no se trataba de Sabino Arana sino de Julio César Arana, estricto coetáneo del fundador del nacionalismo vasco, pues nació en Rioja (departamento de San Martín), en Perú, solo un año antes, en 1864, y que pasó a la historia por la forma en que concibió el negocio de extracción del caucho en la selva amazónica, similar al que utilizó el rey Leopoldo II en el Congo belga por los mismos años.
Las primeras actividades del cauchero Arana remontan al año 1881, pero es desde que se instala, unos años después, en Iquitos, a 500 kilómetros en línea recta de su Rioja natal, cuando empezó la extracción a gran escala a lo largo del río Putumayo, un afluente del Amazonas de 1.800 kilómetros de longitud. En 1901 amplió su área de acción hacia el norte, en un territorio en disputa entre Perú y Colombia, en la comarca de La Chorrera, donde fundó la Casa Arana, abarcando su explotación una superficie de selva amazónica similar a la de la actual Bélgica, entre Perú, Colombia y Brasil. Los ingentes beneficios obtenidos por la extracción y venta del caucho, debido a la creciente demanda de este producto por la emergente industria automovilística, le llevaron al magnate peruano a convertir la Casa Arana en la Peruvian Amazon Company, con sede en Londres.
Controlaba sus negocios desde una mansión en Kensington Road, en pleno centro de Londres, otra en Ginebra y un palacete de verano en Biarritz, lugar de vacaciones de la aristocracia europea. En 1907 empezaron las primeras denuncias sobre el sistema de explotación de la Peruvian Amazon Company, que acabaron en un juicio celebrado en 1913 en la Cámara de los Comunes de Londres cuyo veredicto implicó la liquidación de la compañía. Para satisfacer a sus acreedores, Julio César Arana tuvo que malvender todas sus propiedades. Fue entonces cuando trascendió a la opinión pública europea que el método extractivo de Julio César Arana descansaba sobre la esclavización de las diferentes tribus del Putumayo y que el objetivo de obtener la mayor cantidad posible de la materia prima del caucho, el látex, había acabado con la vida de unas tres cuartas partes de los indígenas de la zona, es decir, con no menos de 40.000 seres humanos, debido a las penalidades, castigos, mutilaciones y asesinatos llevados a cabo sistemáticamente por los capataces contratados por Julio César Arana, que cobraban su sueldo en función de una comisión por el rendimiento de la extracción.
La sede de la primitiva Casa Arana se rehabilitó por el gobierno colombiano para convertirla en lugar de memoria y homenaje a los indígenas explotados y aniquilados: algunas de aquellas tribus sometidas por el negocio del caucho quedaron completamente exterminadas. Los gobiernos de Perú o Colombia, conocedores de lo que había ocurrido en el Putumayo, tampoco actuaron contra Julio César Arana, dadas las complicidades de todos ellos, de un modo u otro, en el genocidio. Tras una corta estancia en Argentina, Julio César Arana volvió a Perú donde se convirtió en senador durante el segundo mandato del presidente Augusto B. Leguía. Tras impulsar diversos programas de fomento de la región amazónica, se retiró de la vida pública en 1930 hasta su muerte en 1952. Sus biógrafos dicen que murió pobre y olvidado.
William A. Douglass llama la atención sobre las amistades y relaciones de origen vasco de Julio César Arana. Entre su círculo estrecho, durante su época como cauchero, además de sus hermanos, estaba su mujer, Eleanora Zumaeta y sus cuñados. Su abogado era Julio Egoaguirre. El capitán de su barco más importante era Carlos Zubiaur. Su principal socio colombiano era Benjamín Larrañaga. Entre los capataces acusados de las mayores atrocidades contra los indios estaban su hermano Martín Arana, su cuñado Bartolomé Zumaeta, así como Elías Martinengui y Luis Alcorta. Y el presidente del Perú durante las dos etapas más prósperas de la vida de Julio César Arana, primero como cauchero y luego como político fue Augusto B. Leguía. Todos vascos de origen, pero, como dice Douglass, sin conciencia de su vasquidad. Pero ¿qué esperaba Mister Basque? (así es como se conoce también a este ilustre antropólogo estadounidense).
Para un vasco de aquella época lo que predicaba Sabino Arana en Bilbao era algo completamente nuevo, desconocido en toda la historia y reducido a Bilbao y como mucho a sus alrededores, hasta Bermeo todo lo más: que la única patria de los vascos era Euskadi. Los vascos en América solo eran conocidos por su origen español. Ni siquiera los fueristas vascos de España pensaban de otro modo: su patria era España y la patria chica de cada uno era su provincia de origen, sin conciencia tampoco de que ser vasco fuera para ellos algo distinto o más elevado que ser vizcaíno, guipuzcoano, alavés o navarro. Douglass lo tuvo que reconocer sin ambages en la presentación de su libro sobre Julio César Arana en San Sebastián: «no he encontrado ni un solo dato que demuestre que se consideraba vasco».
En el Perú de la época, como en Chile, Ecuador, Argentina o Uruguay, entre otras repúblicas americanas del Sur, por no referirnos a las de más al Norte, si tiras del hilo de algún personaje prominente de origen vasco, empiezan a salir como en ristra toda una serie de dinastías vascas que informan la política, la economía y todas las ramas de la cultura. Les delatan, naturalmente, sus apellidos. Y no podemos pensar que en todos los casos no ocurriera como con el genocida Arana: ninguno tenía conciencia de su vasquidad, en todo caso sí de su origen español. Para tener conciencia de su vasquidad, como le ocurrió a Sabino Arana, habrían tenido que vivir en el Bilbao de aquella época y ni siquiera así estaba garantizado que la hubieran descubierto, puesto que Sabino Arana lo decía muchas veces durante su corta etapa de proselitismo nacionalista hasta su prematuro fallecimiento en 1903: que se encontraba completamente solo, que el número de sus seguidores era exiguo y que no sabía ya qué más podía hacer para llamar la atención y que le hicieran caso por sus ideas.
El nacionalismo vasco sabiniano solo empieza a alcanzar cierta presencia política a raíz del apoyo de Ramón de la Sota y Llano –un maketo de Santander, como le apostrofaba el propio Arana antes de recibir su sostén económico– a partir de 1898, cruzándose en esa fecha una serie de condiciones favorables e imprescindibles para el arranque del nacionalismo vasco, como fueron: la profunda crisis de prestigio en la que cayó España, con la derrota ante Estados Unidos y la pérdida de sus últimas colonias de Cuba y Filipinas; el enriquecimiento súbito de la economía vizcaína por la explotación y exportación del hierro, con la llegada de una ingente mano de obra que contrastaba con la armonía previa de las relaciones campo-ciudad; la crisis en el interior del catolicismo, en el que había surgido una corriente integrista muy dogmática en la que militaba el propio Sabino Arana; el ambiente científico-cultural de la época, dominado por el positivismo, que consideraba que las razas existían y que el color de piel permitía clasificar a los seres humanos, ya que tenía que ver con su inteligencia y condición moral; y, en fin, la pérdida de los fueros en 1876, que aunque ya lejana para entonces, todavía se recordaba como una afrenta por parte de las élites no solo carlistas –a las que todavía se concede por muchos una condición de precursoras del nacionalismo– sino sobre todo liberales. El tronco mayoritario del fuerismo vasco durante todo el siglo XIX fue liberal. Ramón de la Sota, apoyo imprescindible para que el primer nacionalismo prosperara, fue liberal, y los que más sintieron la pérdida foral, por considerarla injusta, ya que ellos habían apoyado al gobierno de España y se habían opuesto desde siempre a los carlistas, eran los liberales, encabezados por Fidel de Sagarmínaga en Bilbao o el Duque de Mandas en San Sebastián.
Para conocer la historia del otro Arana, además del ensayo de Douglass, que está en inglés, la podemos encontrar en forma de novela en El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa. Antes que el Nobel hispano-peruano, otros autores menos conocidos también se ocuparon de él. En cuanto a los apellidos de quienes le rodearon en sus atrocidades amazónicas, el de su mujer, Zumaeta, y el del presidente Leguía, ambos vienen en el Nomenclátor de apellidos de Euskaltzaindia y el Instituto Nacional de Estadística nos da su número de portadores en España, muy bajo, inferior a cien en ambos casos, y también los dos presentan la mayoría de portadores en Madrid y algo en Barcelona. Ni rastro de presencia en el País Vasco o Navarra. En cuanto a los otros, Martinengui no aparece ni en Nomenclátor ni en INE. Douglass lo da como vasco, pero pudiera ser que fuera una transcripción defectuosa del italiano Martinenghi. Egoaguirre tampoco aparece, pero en este caso creemos que sea compuesto de Ego y Aguirre, porque en algunas fuentes aparece con guión: Ego-Aguirre. Los demás son apellidos eusquéricos corrientes, Alcorta, Larrañaga y Zubiaur.
Aunque su verdadero título es Julio César Arana, a alguien se le debió ocurrir que, para presentar el libro de William A. Douglass, primer director del Centro de Estudios Vascos de la Universidad de Reno en Nevada (Estados Unidos), y ahora catedrático emérito, podría ser más interesante anunciarlo solo con el apellido, Arana. De ese modo, en el acto ante la prensa local de la sala Koldo Mitxelena de San Sebastián, el 11 de octubre de 2019, el autor pudo jugar con el equívoco y aclarar, entre risas, que no se trataba de Sabino Arana sino de Julio César Arana, estricto coetáneo del fundador del nacionalismo vasco, pues nació en Rioja (departamento de San Martín), en Perú, solo un año antes, en 1864, y que pasó a la historia por la forma en que concibió el negocio de extracción del caucho en la selva amazónica, similar al que utilizó el rey Leopoldo II en el Congo belga por los mismos años.
Las primeras actividades del cauchero Arana remontan al año 1881, pero es desde que se instala, unos años después, en Iquitos, a 500 kilómetros en línea recta de su Rioja natal, cuando empezó la extracción a gran escala a lo largo del río Putumayo, un afluente del Amazonas de 1.800 kilómetros de longitud. En 1901 amplió su área de acción hacia el norte, en un territorio en disputa entre Perú y Colombia, en la comarca de La Chorrera, donde fundó la Casa Arana, abarcando su explotación una superficie de selva amazónica similar a la de la actual Bélgica, entre Perú, Colombia y Brasil. Los ingentes beneficios obtenidos por la extracción y venta del caucho, debido a la creciente demanda de este producto por la emergente industria automovilística, le llevaron al magnate peruano a convertir la Casa Arana en la Peruvian Amazon Company, con sede en Londres.
Controlaba sus negocios desde una mansión en Kensington Road, en pleno centro de Londres, otra en Ginebra y un palacete de verano en Biarritz, lugar de vacaciones de la aristocracia europea. En 1907 empezaron las primeras denuncias sobre el sistema de explotación de la Peruvian Amazon Company, que acabaron en un juicio celebrado en 1913 en la Cámara de los Comunes de Londres cuyo veredicto implicó la liquidación de la compañía. Para satisfacer a sus acreedores, Julio César Arana tuvo que malvender todas sus propiedades. Fue entonces cuando trascendió a la opinión pública europea que el método extractivo de Julio César Arana descansaba sobre la esclavización de las diferentes tribus del Putumayo y que el objetivo de obtener la mayor cantidad posible de la materia prima del caucho, el látex, había acabado con la vida de unas tres cuartas partes de los indígenas de la zona, es decir, con no menos de 40.000 seres humanos, debido a las penalidades, castigos, mutilaciones y asesinatos llevados a cabo sistemáticamente por los capataces contratados por Julio César Arana, que cobraban su sueldo en función de una comisión por el rendimiento de la extracción.
La sede de la primitiva Casa Arana se rehabilitó por el gobierno colombiano para convertirla en lugar de memoria y homenaje a los indígenas explotados y aniquilados: algunas de aquellas tribus sometidas por el negocio del caucho quedaron completamente exterminadas. Los gobiernos de Perú o Colombia, conocedores de lo que había ocurrido en el Putumayo, tampoco actuaron contra Julio César Arana, dadas las complicidades de todos ellos, de un modo u otro, en el genocidio. Tras una corta estancia en Argentina, Julio César Arana volvió a Perú donde se convirtió en senador durante el segundo mandato del presidente Augusto B. Leguía. Tras impulsar diversos programas de fomento de la región amazónica, se retiró de la vida pública en 1930 hasta su muerte en 1952. Sus biógrafos dicen que murió pobre y olvidado.
William A. Douglass llama la atención sobre las amistades y relaciones de origen vasco de Julio César Arana. Entre su círculo estrecho, durante su época como cauchero, además de sus hermanos, estaba su mujer, Eleanora Zumaeta y sus cuñados. Su abogado era Julio Egoaguirre. El capitán de su barco más importante era Carlos Zubiaur. Su principal socio colombiano era Benjamín Larrañaga. Entre los capataces acusados de las mayores atrocidades contra los indios estaban su hermano Martín Arana, su cuñado Bartolomé Zumaeta, así como Elías Martinengui y Luis Alcorta. Y el presidente del Perú durante las dos etapas más prósperas de la vida de Julio César Arana, primero como cauchero y luego como político fue Augusto B. Leguía. Todos vascos de origen, pero, como dice Douglass, sin conciencia de su vasquidad. Pero ¿qué esperaba Mister Basque? (así es como se conoce también a este ilustre antropólogo estadounidense).
Para un vasco de aquella época lo que predicaba Sabino Arana en Bilbao era algo completamente nuevo, desconocido en toda la historia y reducido a Bilbao y como mucho a sus alrededores, hasta Bermeo todo lo más: que la única patria de los vascos era Euskadi. Los vascos en América solo eran conocidos por su origen español. Ni siquiera los fueristas vascos de España pensaban de otro modo: su patria era España y la patria chica de cada uno era su provincia de origen, sin conciencia tampoco de que ser vasco fuera para ellos algo distinto o más elevado que ser vizcaíno, guipuzcoano, alavés o navarro. Douglass lo tuvo que reconocer sin ambages en la presentación de su libro sobre Julio César Arana en San Sebastián: «no he encontrado ni un solo dato que demuestre que se consideraba vasco».
En el Perú de la época, como en Chile, Ecuador, Argentina o Uruguay, entre otras repúblicas americanas del Sur, por no referirnos a las de más al Norte, si tiras del hilo de algún personaje prominente de origen vasco, empiezan a salir como en ristra toda una serie de dinastías vascas que informan la política, la economía y todas las ramas de la cultura. Les delatan, naturalmente, sus apellidos. Y no podemos pensar que en todos los casos no ocurriera como con el genocida Arana: ninguno tenía conciencia de su vasquidad, en todo caso sí de su origen español. Para tener conciencia de su vasquidad, como le ocurrió a Sabino Arana, habrían tenido que vivir en el Bilbao de aquella época y ni siquiera así estaba garantizado que la hubieran descubierto, puesto que Sabino Arana lo decía muchas veces durante su corta etapa de proselitismo nacionalista hasta su prematuro fallecimiento en 1903: que se encontraba completamente solo, que el número de sus seguidores era exiguo y que no sabía ya qué más podía hacer para llamar la atención y que le hicieran caso por sus ideas.
El nacionalismo vasco sabiniano solo empieza a alcanzar cierta presencia política a raíz del apoyo de Ramón de la Sota y Llano –un maketo de Santander, como le apostrofaba el propio Arana antes de recibir su sostén económico– a partir de 1898, cruzándose en esa fecha una serie de condiciones favorables e imprescindibles para el arranque del nacionalismo vasco, como fueron: la profunda crisis de prestigio en la que cayó España, con la derrota ante Estados Unidos y la pérdida de sus últimas colonias de Cuba y Filipinas; el enriquecimiento súbito de la economía vizcaína por la explotación y exportación del hierro, con la llegada de una ingente mano de obra que contrastaba con la armonía previa de las relaciones campo-ciudad; la crisis en el interior del catolicismo, en el que había surgido una corriente integrista muy dogmática en la que militaba el propio Sabino Arana; el ambiente científico-cultural de la época, dominado por el positivismo, que consideraba que las razas existían y que el color de piel permitía clasificar a los seres humanos, ya que tenía que ver con su inteligencia y condición moral; y, en fin, la pérdida de los fueros en 1876, que aunque ya lejana para entonces, todavía se recordaba como una afrenta por parte de las élites no solo carlistas –a las que todavía se concede por muchos una condición de precursoras del nacionalismo– sino sobre todo liberales. El tronco mayoritario del fuerismo vasco durante todo el siglo XIX fue liberal. Ramón de la Sota, apoyo imprescindible para que el primer nacionalismo prosperara, fue liberal, y los que más sintieron la pérdida foral, por considerarla injusta, ya que ellos habían apoyado al gobierno de España y se habían opuesto desde siempre a los carlistas, eran los liberales, encabezados por Fidel de Sagarmínaga en Bilbao o el Duque de Mandas en San Sebastián.
Para conocer la historia del otro Arana, además del ensayo de Douglass, que está en inglés, la podemos encontrar en forma de novela en El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa. Antes que el Nobel hispano-peruano, otros autores menos conocidos también se ocuparon de él. En cuanto a los apellidos de quienes le rodearon en sus atrocidades amazónicas, el de su mujer, Zumaeta, y el del presidente Leguía, ambos vienen en el Nomenclátor de apellidos de Euskaltzaindia y el Instituto Nacional de Estadística nos da su número de portadores en España, muy bajo, inferior a cien en ambos casos, y también los dos presentan la mayoría de portadores en Madrid y algo en Barcelona. Ni rastro de presencia en el País Vasco o Navarra. En cuanto a los otros, Martinengui no aparece ni en Nomenclátor ni en INE. Douglass lo da como vasco, pero pudiera ser que fuera una transcripción defectuosa del italiano Martinenghi. Egoaguirre tampoco aparece, pero en este caso creemos que sea compuesto de Ego y Aguirre, porque en algunas fuentes aparece con guión: Ego-Aguirre. Los demás son apellidos eusquéricos corrientes, Alcorta, Larrañaga y Zubiaur.