40 años de “Hoy no me puedo levantar”
Crónica en negro del terror en tiempos del pensamiento débil
Nacho Cano recordaba recientemente que este 14 de mayo de 2021 se cumplen 40 años del lanzamiento por parte de Mecano de "Hoy no me puedo levantar", uno de los temas míticos del pop español y una de las canciones inolvidables de nuestra reciente historia. Espoleado por esta efeméride, Raúl González Zorrilla, director de La Tribuna del País Vasco, recuerda en este reportaje aquel tiempo de creatividad exaltada y explosiva que, día tras día, amanecía teñida por la deriva asesina de la banda terrorista ETA.
![[Img #19947]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/05_2021/5795_mecano.png)
En 1980, cuando España vivía enclavada dentro de una gigantesca vorágine cultural que rompía normas, revolucionaba estilos y convertía ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia o Vigo en centros espectaculares de una nueva generación de jóvenes con auténtica necesidad de airear el panorama literario, musical, cinematográfico y artístico del momento, la banda terrorista ETA mató a 93 personas. Al mismo tiempo que Mecano lanzaba “Hoy no me puedo levantar”, la que sin duda sería una de sus canciones míticas, mientras Pedro Almodóvar comenzaba a salpicar las pantallas con colores ácidos, cuando Alaska deseaba ser un bote de Colón, mientras Radio 3 ardía en melodías creativamente demoledoras y paralelamente a la implosión de la “Movida” encabezada por publicaciones pioneras como La Luna, Sur Express o Madrid me Mata, los artífices del coche bomba y el tiro en la nuca asesinaban, secuestraban, extorsionaban y situaban contra las cuerdas a todo un país que trataba de escapar del siglo XIX para aterrizar directamente en el corazón de la posmodernidad.
Si miramos hacia atrás con la perspectiva que proporcionan los muchos años transcurridos, es posible comprobar cómo la radical evolución política, social y económica que se ha llevado a cabo en España durante los últimos 50 años se ha producido siempre con el telón de fondo del terrorismo, bajo la presión de la barbarie y contra quienes insistentemente han hecho todo lo posible para que el complejo sistema de derechos y libertades que comenzó a fraguarse a finales de 1975 jamás llegara a consolidarse.
El hecho, triste pero absolutamente cierto, de que el terrorismo haya sido considerado durante mucho tiempo en España en general, y en el País Vasco en particular, como algo que formaba parte del paisaje cotidiano, no es, de ninguna manera, ajeno al momento histórico preciso en el que la brutalidad alcanzó sus picos cuantitativos más elevados y al clima cultural que prevalecía en las sociedades occidentales cuando los criminales decidieron apostar por el terror como herramienta de sublevación nacionalsocialista.
Por aquel entonces, en los primeros años de la década de los ochenta del pasado siglo XX, la posmodernidad irrumpió con fuerza en un país que, seducido por el brillo del oro fácil en una época de bonanza económica, solamente parecía tener deseos para alcanzar el diseño más innovador, la canción más moderna y exótica, la pintura más rompedora o el vestuario más llamativo. Lo nuevo, lo reciente y lo más "in" se adueñaron de un entramado ciudadano, esencialmente urbano, que al ritmo de los pregones dinamiteros de Enrique Tierno Galván, de las composiciones de "Golpes Bajos", de los mejores anuncios publicitarios del mundo y de un nuevo socialismo travestido en socialdemocracia y lanzado hacia las más altas esferas del poder, apenas podía pensar en nada que fuera más allá de aquel espejismo dorado en que se había convertido el país solamente una década después del fin del régimen autoritario del general Franco. Pero, mientras alguien como Mario Conde se convertía en el nuevo gurú de los universitarios, al mismo tiempo que Miquel Barceló ascendía al podio de pintor clave del poder y de los tiempos modernos y paralelamente al estallido de una nueva sociedad civil, joven, burguesa y efervescente, los terroristas seguían matando. Y, mientras lo hacían, algunos miraban hacia otro lado, otros se refugiaban en la manta tenue del pensamiento débil de Gianni Vattimo y los más optaban por seguir viviendo, por seguir disfrutando, sin complejos, de aquel tiempo de oropeles, quincallas y neones. A pesar de los terroristas. A pesar de las víctimas.
Sí, sonaba “Hoy no me puedo levantar” y, curiosamente, la posmodernidad, mezcla de corriente intelectual, moda cultural y síntoma de la época, había llegado a España desde Francia, Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos para convertirnos a todos en hijos de un tiempo donde el continente, la forma y la estética valían mucho más que el contenido, el fondo y la ética. Y así, enamorados de la moda juvenil, seducidos por aquella canción de Roxy e hipnotizados por los ritmos de Alphaville y de aquel Frankie que se iba a Hollywood, fueron muy pocos los que supieron ver que detrás de cada atentado etarra estaban las víctimas, que los huevos de la serpiente también se incubaban en canciones de grupos presuntamente "alternativos" y que el lenguaje seductoramente críptico de pensadores como Baudrillard o Lyotard no servía absolutamente para nada a la hora de enfrentarse a los tiros en la nuca, a los secuestros infames, a las extorsiones mafiosas o a los chantajes patibularios.
En aquella era del vacío, en aquel paréntesis fascinante en que se había convertido buena parte de los años ochenta, la desconstrucción ética y referencial que suponía el ideario posmoderno tuvo un efecto devastador en España y, sobre todo, en el País Vasco. Aquel vendaval de relajación en los criterios éticos, políticos, culturales e, incluso, religiosos, que llegó al país de la mano de unos medios de comunicación crecidos al calor del apoyo institucional, tuvo un fuerte impacto en las sociedades occidentales, pero, en España, supuso la inmersión en un pozo de confusión, deterioro moral, envanecimiento partitocrático y podredumbre educativa que todavía hoy padecemos.
Lo posmoderno, con su carga de individualismo exacerbado, de apología del todo vale cultural, de hedonismo privado, de afición por la tramoya, de molicie ética, de gusto por las apariencias, de pasión por la ceremonia y de apuesta por la riqueza de la confusión, podía ser, y de hecho lo fue, una herramienta precisa y oportuna para diluir el poder y la presencia, ya demasiado férrea y hostil en aquellos momentos, de determinadas ideologías políticas que pervivían en Europa desde el crepitar caliente de la guerra fría. Pero, se mire por donde se mire, de ninguna manera sirvió para delimitar, acotar y desenmascarar las muchas perversiones y patologías de todo tipo que, ya por aquel entonces, se asociaban con la barbarie terrorista. La posmodernidad llegó a su grado máximo de implosión con la caída del Muro de Berlín e, inmediatamente después, hubo quienes decretaron el ocaso de la Historia, pero, los que tan rápidamente clamaron por el final de los anales conocidos, nunca supieron que en España en general, y en el País Vasco en particular, se continuaba asesinando por ensoñaciones fanáticas nacidas en el siglo XIX y olvidaron que en Vascongadas se moría por defender un elemental puñado de principios básicos de tolerancia y libertad.
Aquellos polvos brillantes que pisamos más allá de la modernidad se mezclaron con los lodos turbadores que, en un rizo criminal, nos retrotraían a las noches más oscuras del espíritu y el pensamiento. Del "Madrid me mata" aclamado en las noches infinitas de Rock-Ola al comienzo de los años ochenta fuimos a parar a los asesinatos indiscriminados perpetrados en la capital de España en las puertas del siglo XXI. Y, en ese sentido, más allá de la dramática inhumanidad de los asesinos etarras, por encima de la brutalidad manifiesta de los adalides de éstos, dejando a un lado la cruel mezcolanza de nacionalismo y socialismo que atenaza a quienes "comprenden" el terrorismo, y superando la idea de que los bárbaros matan porque es lo único que saben hacer para sobrevivir, fue entonces, a esas alturas de los acontecimientos, cuando concluimos que una extraña enfermedad moral atenazaba a una sociedad como la vasca que era (y todavía lo es) capaz de generar tantos silencios, perversiones, vergüenzas y complicidades como las que nos espantaban a nuestro alrededor.
Claro que escuchábamos emocionados “Hoy no me puedo levantar”, pero el virus de la ignominia colectiva se alimentaba del miedo, se nutría del terror grupal y encontraba su paraíso reproductivo en un caldo de cultivo ideal amasado por quienes, amparándose en esa necedad del pensamiento postindustrial que afirma que todas las opiniones son igualmente legítimas, lo mismo justificaban la explosión de un coche bomba, la última necedad racista emanada del PNV, los escupitajos ideológicos del entonces obispo José María Setién o las idioteces dichas por un lehendakari como Juan José Ibarretxe que, en su momento intelectual más lúcido, llegó a afirmar que las víctimas del terrorismo no tenían derecho a expresar públicamente sus ideas, sus opiniones y sus reivindicaciones.
De verdad, resulta realmente difícil desentrañar los orígenes de tanta sevicia como se generó en el País Vasco de los años ochenta del pasado siglo al mismo tiempo que la banda terrorista ETA incrementaba día tras día su cifra de asesinatos. Probablemente, esta impudicia se encontrara directamente ligada a la falta de compromiso inocentemente potenciada por la ideología postmoderna, a la distorsión generada por un uso frívolo de las palabras que llamaban “organización armada” a los criminales de Hipercor, a la fatal consideración del terrorismo como un simple anacronismo en la incipiente era de los inmateriales o a la consideración profundamente disgregadora que durante mucho había llevado a contemplar el horror como algo "negativo, pero comprensible", dado el apoyo social que éste tenía.
La posmodernidad, en última instancia, acabó convirtiendo su defensa a ultranza de la máxima flexibilidad ideológica en una licuefacción absoluta de múltiples creencias y valores que no solamente alcanzó a los grandes marcos políticos, sociales, culturales, económicos y religiosos que mal o bien nos sirvieron de guía durante varias décadas, sino que, además, y esto fue y esto es lo auténticamente demoledor, disgregó la capacidad de los ciudadanos para diferenciar el bien del mal, para defender sus derechos fundamentales e, incluso, para percibir la importancia máxima que la protección a ultranza del sistema democrático posee para cualquier colectividad que quiera ser civilizada.
El minimalismo referencial que se instaló entre nosotros a lo largo de la década de los ochenta, con la atomización de los criterios y la desaparición de la figura del intelectual nacida con la Revolución francesa, provocó, apoyándose en un paréntesis de fuerte resurgir económico, un efecto "Disney" que llevó a buena parte de la población a creer que el complejo sistema de derechos y libertades sobre los que se asentaba (y se asienta) su bienestar social había surgido por generación espontánea o que se trataba de un estado de cosas inmutable que, sencillamente, siempre había estado ahí. El terrorismo se asienta sobre el miedo y sobre la cruel rotundidad de sus acciones sangrientas. Pero si, además, sus campañas de terror se llevan a cabo sobre una sociedad éticamente desarmada y moralmente narcotizada, su brutal actividad se ve exponencialmente incrementada, con la lógica satisfacción de los más bárbaros del lugar.
Nadie sabe muy bien cómo ocurrió todo, pero la hoguera de vanidades que simbolizaba los años ochenta, se apagó en los años noventa, dejando latentes apenas unos rescoldos de bisutería ideológica. La crisis económica que apareció en Europa al mismo tiempo que España quemada sus últimos cartuchos con la gran Exposición Universal de Sevilla y paralelamente al estallido de la guerra del Golfo, disolvió el huracán posmoderno y nos enfrentó nuevamente con las duras certezas y las contradicciones más cerriles de tiempos pretéritos que, en el fondo, nunca habíamos abandonado del todo. Las estrecheces monetarias, la ferocidad del desempleo, la pestilencia que surgió detrás de la tan alabada riqueza especulativa, el grado cero de lo político representado entonces en la figura patética de un Luis Roldán agazapado en el sudeste asiático y la constatación cierta de que los años anteriores solamente habían sido un espejismo excesivo, tuvieron como resultado el resurgimiento entre muchos ciudadanos de cierta toma de conciencia social y la aparición de una nueva forma de ver la realidad política y social desde una óptica más cercana a la defensa de los derechos humanos y a las preocupaciones de los hombres y mujeres de la calle que daban sus primeros pasos en la última década del siglo militando dramáticamente en la "triple D" de los desorientados, los desideologizados y los desmoralizados. Pero, como no podía haber sido de otra manera, todos estos cambios, mínimos a veces, estentóreos en otras ocasiones, apenas tuvieron ninguna repercusión en los terroristas de ETA y en su forma de intervenir en la historia de los ciudadanos vascos y del resto de los ciudadanos españoles mediante balas ciegas, explosiones sanguinarias y atentados indiscriminados. Sí, canciones como “Hoy no me puedo levantar” comenzaban a quedar ya muy lejos, pero el terror seguía muy cerca de nosotros. Y lo seguiría haciendo todavía por dos décadas más. Tanto es así que hoy, de hecho, es España entera la que es incapaz de ponerse en pie.
En 1980, cuando España vivía enclavada dentro de una gigantesca vorágine cultural que rompía normas, revolucionaba estilos y convertía ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia o Vigo en centros espectaculares de una nueva generación de jóvenes con auténtica necesidad de airear el panorama literario, musical, cinematográfico y artístico del momento, la banda terrorista ETA mató a 93 personas. Al mismo tiempo que Mecano lanzaba “Hoy no me puedo levantar”, la que sin duda sería una de sus canciones míticas, mientras Pedro Almodóvar comenzaba a salpicar las pantallas con colores ácidos, cuando Alaska deseaba ser un bote de Colón, mientras Radio 3 ardía en melodías creativamente demoledoras y paralelamente a la implosión de la “Movida” encabezada por publicaciones pioneras como La Luna, Sur Express o Madrid me Mata, los artífices del coche bomba y el tiro en la nuca asesinaban, secuestraban, extorsionaban y situaban contra las cuerdas a todo un país que trataba de escapar del siglo XIX para aterrizar directamente en el corazón de la posmodernidad.
Si miramos hacia atrás con la perspectiva que proporcionan los muchos años transcurridos, es posible comprobar cómo la radical evolución política, social y económica que se ha llevado a cabo en España durante los últimos 50 años se ha producido siempre con el telón de fondo del terrorismo, bajo la presión de la barbarie y contra quienes insistentemente han hecho todo lo posible para que el complejo sistema de derechos y libertades que comenzó a fraguarse a finales de 1975 jamás llegara a consolidarse.
El hecho, triste pero absolutamente cierto, de que el terrorismo haya sido considerado durante mucho tiempo en España en general, y en el País Vasco en particular, como algo que formaba parte del paisaje cotidiano, no es, de ninguna manera, ajeno al momento histórico preciso en el que la brutalidad alcanzó sus picos cuantitativos más elevados y al clima cultural que prevalecía en las sociedades occidentales cuando los criminales decidieron apostar por el terror como herramienta de sublevación nacionalsocialista.
Por aquel entonces, en los primeros años de la década de los ochenta del pasado siglo XX, la posmodernidad irrumpió con fuerza en un país que, seducido por el brillo del oro fácil en una época de bonanza económica, solamente parecía tener deseos para alcanzar el diseño más innovador, la canción más moderna y exótica, la pintura más rompedora o el vestuario más llamativo. Lo nuevo, lo reciente y lo más "in" se adueñaron de un entramado ciudadano, esencialmente urbano, que al ritmo de los pregones dinamiteros de Enrique Tierno Galván, de las composiciones de "Golpes Bajos", de los mejores anuncios publicitarios del mundo y de un nuevo socialismo travestido en socialdemocracia y lanzado hacia las más altas esferas del poder, apenas podía pensar en nada que fuera más allá de aquel espejismo dorado en que se había convertido el país solamente una década después del fin del régimen autoritario del general Franco. Pero, mientras alguien como Mario Conde se convertía en el nuevo gurú de los universitarios, al mismo tiempo que Miquel Barceló ascendía al podio de pintor clave del poder y de los tiempos modernos y paralelamente al estallido de una nueva sociedad civil, joven, burguesa y efervescente, los terroristas seguían matando. Y, mientras lo hacían, algunos miraban hacia otro lado, otros se refugiaban en la manta tenue del pensamiento débil de Gianni Vattimo y los más optaban por seguir viviendo, por seguir disfrutando, sin complejos, de aquel tiempo de oropeles, quincallas y neones. A pesar de los terroristas. A pesar de las víctimas.
Sí, sonaba “Hoy no me puedo levantar” y, curiosamente, la posmodernidad, mezcla de corriente intelectual, moda cultural y síntoma de la época, había llegado a España desde Francia, Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos para convertirnos a todos en hijos de un tiempo donde el continente, la forma y la estética valían mucho más que el contenido, el fondo y la ética. Y así, enamorados de la moda juvenil, seducidos por aquella canción de Roxy e hipnotizados por los ritmos de Alphaville y de aquel Frankie que se iba a Hollywood, fueron muy pocos los que supieron ver que detrás de cada atentado etarra estaban las víctimas, que los huevos de la serpiente también se incubaban en canciones de grupos presuntamente "alternativos" y que el lenguaje seductoramente críptico de pensadores como Baudrillard o Lyotard no servía absolutamente para nada a la hora de enfrentarse a los tiros en la nuca, a los secuestros infames, a las extorsiones mafiosas o a los chantajes patibularios.
En aquella era del vacío, en aquel paréntesis fascinante en que se había convertido buena parte de los años ochenta, la desconstrucción ética y referencial que suponía el ideario posmoderno tuvo un efecto devastador en España y, sobre todo, en el País Vasco. Aquel vendaval de relajación en los criterios éticos, políticos, culturales e, incluso, religiosos, que llegó al país de la mano de unos medios de comunicación crecidos al calor del apoyo institucional, tuvo un fuerte impacto en las sociedades occidentales, pero, en España, supuso la inmersión en un pozo de confusión, deterioro moral, envanecimiento partitocrático y podredumbre educativa que todavía hoy padecemos.
Lo posmoderno, con su carga de individualismo exacerbado, de apología del todo vale cultural, de hedonismo privado, de afición por la tramoya, de molicie ética, de gusto por las apariencias, de pasión por la ceremonia y de apuesta por la riqueza de la confusión, podía ser, y de hecho lo fue, una herramienta precisa y oportuna para diluir el poder y la presencia, ya demasiado férrea y hostil en aquellos momentos, de determinadas ideologías políticas que pervivían en Europa desde el crepitar caliente de la guerra fría. Pero, se mire por donde se mire, de ninguna manera sirvió para delimitar, acotar y desenmascarar las muchas perversiones y patologías de todo tipo que, ya por aquel entonces, se asociaban con la barbarie terrorista. La posmodernidad llegó a su grado máximo de implosión con la caída del Muro de Berlín e, inmediatamente después, hubo quienes decretaron el ocaso de la Historia, pero, los que tan rápidamente clamaron por el final de los anales conocidos, nunca supieron que en España en general, y en el País Vasco en particular, se continuaba asesinando por ensoñaciones fanáticas nacidas en el siglo XIX y olvidaron que en Vascongadas se moría por defender un elemental puñado de principios básicos de tolerancia y libertad.
Aquellos polvos brillantes que pisamos más allá de la modernidad se mezclaron con los lodos turbadores que, en un rizo criminal, nos retrotraían a las noches más oscuras del espíritu y el pensamiento. Del "Madrid me mata" aclamado en las noches infinitas de Rock-Ola al comienzo de los años ochenta fuimos a parar a los asesinatos indiscriminados perpetrados en la capital de España en las puertas del siglo XXI. Y, en ese sentido, más allá de la dramática inhumanidad de los asesinos etarras, por encima de la brutalidad manifiesta de los adalides de éstos, dejando a un lado la cruel mezcolanza de nacionalismo y socialismo que atenaza a quienes "comprenden" el terrorismo, y superando la idea de que los bárbaros matan porque es lo único que saben hacer para sobrevivir, fue entonces, a esas alturas de los acontecimientos, cuando concluimos que una extraña enfermedad moral atenazaba a una sociedad como la vasca que era (y todavía lo es) capaz de generar tantos silencios, perversiones, vergüenzas y complicidades como las que nos espantaban a nuestro alrededor.
Claro que escuchábamos emocionados “Hoy no me puedo levantar”, pero el virus de la ignominia colectiva se alimentaba del miedo, se nutría del terror grupal y encontraba su paraíso reproductivo en un caldo de cultivo ideal amasado por quienes, amparándose en esa necedad del pensamiento postindustrial que afirma que todas las opiniones son igualmente legítimas, lo mismo justificaban la explosión de un coche bomba, la última necedad racista emanada del PNV, los escupitajos ideológicos del entonces obispo José María Setién o las idioteces dichas por un lehendakari como Juan José Ibarretxe que, en su momento intelectual más lúcido, llegó a afirmar que las víctimas del terrorismo no tenían derecho a expresar públicamente sus ideas, sus opiniones y sus reivindicaciones.
De verdad, resulta realmente difícil desentrañar los orígenes de tanta sevicia como se generó en el País Vasco de los años ochenta del pasado siglo al mismo tiempo que la banda terrorista ETA incrementaba día tras día su cifra de asesinatos. Probablemente, esta impudicia se encontrara directamente ligada a la falta de compromiso inocentemente potenciada por la ideología postmoderna, a la distorsión generada por un uso frívolo de las palabras que llamaban “organización armada” a los criminales de Hipercor, a la fatal consideración del terrorismo como un simple anacronismo en la incipiente era de los inmateriales o a la consideración profundamente disgregadora que durante mucho había llevado a contemplar el horror como algo "negativo, pero comprensible", dado el apoyo social que éste tenía.
La posmodernidad, en última instancia, acabó convirtiendo su defensa a ultranza de la máxima flexibilidad ideológica en una licuefacción absoluta de múltiples creencias y valores que no solamente alcanzó a los grandes marcos políticos, sociales, culturales, económicos y religiosos que mal o bien nos sirvieron de guía durante varias décadas, sino que, además, y esto fue y esto es lo auténticamente demoledor, disgregó la capacidad de los ciudadanos para diferenciar el bien del mal, para defender sus derechos fundamentales e, incluso, para percibir la importancia máxima que la protección a ultranza del sistema democrático posee para cualquier colectividad que quiera ser civilizada.
El minimalismo referencial que se instaló entre nosotros a lo largo de la década de los ochenta, con la atomización de los criterios y la desaparición de la figura del intelectual nacida con la Revolución francesa, provocó, apoyándose en un paréntesis de fuerte resurgir económico, un efecto "Disney" que llevó a buena parte de la población a creer que el complejo sistema de derechos y libertades sobre los que se asentaba (y se asienta) su bienestar social había surgido por generación espontánea o que se trataba de un estado de cosas inmutable que, sencillamente, siempre había estado ahí. El terrorismo se asienta sobre el miedo y sobre la cruel rotundidad de sus acciones sangrientas. Pero si, además, sus campañas de terror se llevan a cabo sobre una sociedad éticamente desarmada y moralmente narcotizada, su brutal actividad se ve exponencialmente incrementada, con la lógica satisfacción de los más bárbaros del lugar.
Nadie sabe muy bien cómo ocurrió todo, pero la hoguera de vanidades que simbolizaba los años ochenta, se apagó en los años noventa, dejando latentes apenas unos rescoldos de bisutería ideológica. La crisis económica que apareció en Europa al mismo tiempo que España quemada sus últimos cartuchos con la gran Exposición Universal de Sevilla y paralelamente al estallido de la guerra del Golfo, disolvió el huracán posmoderno y nos enfrentó nuevamente con las duras certezas y las contradicciones más cerriles de tiempos pretéritos que, en el fondo, nunca habíamos abandonado del todo. Las estrecheces monetarias, la ferocidad del desempleo, la pestilencia que surgió detrás de la tan alabada riqueza especulativa, el grado cero de lo político representado entonces en la figura patética de un Luis Roldán agazapado en el sudeste asiático y la constatación cierta de que los años anteriores solamente habían sido un espejismo excesivo, tuvieron como resultado el resurgimiento entre muchos ciudadanos de cierta toma de conciencia social y la aparición de una nueva forma de ver la realidad política y social desde una óptica más cercana a la defensa de los derechos humanos y a las preocupaciones de los hombres y mujeres de la calle que daban sus primeros pasos en la última década del siglo militando dramáticamente en la "triple D" de los desorientados, los desideologizados y los desmoralizados. Pero, como no podía haber sido de otra manera, todos estos cambios, mínimos a veces, estentóreos en otras ocasiones, apenas tuvieron ninguna repercusión en los terroristas de ETA y en su forma de intervenir en la historia de los ciudadanos vascos y del resto de los ciudadanos españoles mediante balas ciegas, explosiones sanguinarias y atentados indiscriminados. Sí, canciones como “Hoy no me puedo levantar” comenzaban a quedar ya muy lejos, pero el terror seguía muy cerca de nosotros. Y lo seguiría haciendo todavía por dos décadas más. Tanto es así que hoy, de hecho, es España entera la que es incapaz de ponerse en pie.