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Pablo Mosquera
Sábado, 17 de Julio de 2021 Tiempo de lectura:

Conductas grupales ante disciplina y respeto

Viene al caso. Algo que estaba cantado por los expertos. Esta vez, los juristas. Un estado de alarma no puede aplicarse como estado de excepción o sitio. Y es que los derechos fundamentales son indisponibles para un gobierno. No vale disfrazarse para eludir al Parlamento. Y es una propuesta, clara y concisa, en materia de la suspensión de los derechos sociales a los que afecta, quien debe dar aquiescencia con un tiempo de treinta días.

 

No se hizo. Y es que toda la gestión de la pandemia ha sido una gran chapuza. Poco a poco iremos conociendo la verdad cuantitativa y cualitativa. Mientras la chulería arrogante del sanchismo no ha sido capaz de modificar las leyes oportunas de salud, impidiendo a comunidades como Galicia que legislara en tal materia. Y ahora, desarmados, descompuestos, desordenados, debemos enfrentarnos con una quinta oleada que promete ser tan grave como la primera.

 

No voy a volver sobre aquellas imágenes del hombre despeinado, bien mandado y mejor pagado, Simón -eres piedra y sobre ella construiré mi Iglesia de refugio contra la pandemia- rodeado por uniformes y discursos casi militares. Mientras los sanitarios se enfundaban bolsas de basura para luchar contra la infección en los hospitales, dejando en el camino a numerosos compañeros, que espero y deseo tengan colegios profesionales y organizaciones sindicales que les recuerden exigiendo responsabilidades civiles y penales a este Gobierno mequetrefe.

 

Pero dadas las circunstancias y mis antecedentes profesionales, quisiera analizar el fenómeno sociológico del cohorte poblacional nacido en el siglo XXI, que están siendo el núcleo central de la quinta oleada por su conducta displicente ante las medidas que desde hace muchos años sabemos son indispensables para evitar contagios y sus calamidades hasta enfermar y morir.

 

En mi generación, nacida y formada en el pasado siglo XX, teníamos tres puntales sobre los que asentar nuestra ciudadanía. Trabajo estable. Respeto a los demás. Disciplina personal y colectiva. En tales conductas tuvo mucho que ver la educación que comenzaba en la familia, seguía en la escuela, nos impregnaba la sociedad con sus normas y costumbres. No voy a entrar en el papel que jugaron el servicio militar obligatorio y el estado confesional católico. Lo dejo para que cada lector lo analice en su esfera personal.

 

Lamentablemente, el estado pandémico ha sacado a relucir todo lo contrario en los hijos del siglo XXI. Esa muchachada que ha cumplido los veinte años. Esos ciudadanos mayores de edad que deben afrontar su propio destino. Esa gente que muestra un preocupante desprecio por las normas sanitarias dictadas para evitar la propagación de una enfermedad social cuyos efectos son devastadores y que va por la quinta oleada. Tampoco voy a repetirme con la estructura de la denominada cadena epidemiológica que comienza en el agente causal -mutante- y concluye con morbilidad y mortalidad, o esa terrible elección que deben tomar los poderes públicos entre salud pública y economía sostenible.

 

Parece mentira que no hayamos sido capaces de mutar nuestro modelo convivencial y de ocio. Qué gran fracaso para una civilización que en otras esferas logra encontrar nuevas modalidades conductuales y en el caso de esta pandemia la educación para la salud individual y colectiva ha sido incapaz para convencer a los diferentes cohortes poblacionales de la relación directa entre sociabilidad y enfermedad.   

 

Todos los días, y hasta nos hemos acostumbrado. Los grandes informativos audiovisuales muestran botellones, que ya antes de la pandemia estaban prohibidos. O que siendo Barcelona la ciudad de Europa más contagiada, su alcaldesa permita la celebración de un concierto en el que se juntaron más de setenta y cinco mil almas.

 

Lo mismo que el Gobierno no se atrevió a declarar el estado de excepción -complejo de culpabilidad por memoria histórica con el franquismo- nadie se atreve a tomar medidas con esa población que además de no estar vacunada, su ocio, sociabilidad, diversión y núcleo libertario, es absolutamente incompatible con las medidas establecidas por los expertos, y eso que la propaganda ha comenzado a poner los ejemplos de jóvenes afectados gravemente por las consecuencias patológicas de la enfermedad con sus secuelas permanentes. ¿Cuantas más muertes deberemos sumar a la estadística para que la población crea en el riesgo y la responsabilidad de ser vehículo para transmisión a quienes no son incrédulos por edad y factores de riesgo añadidos?. ¿Se puede confiar este país a una generación cuyo comportamiento lo estamos sufriendo en plazas, playas y calles de nuestras ciudades? ¿ No estamos ante el síntoma central del gran fracaso educativo integral?

  

Para que una juventud, que alguien señaló como la mejor preparada haga caso omiso a los riesgos de ser enfermo o transmisor de enfermedad, sólo se me ocurren dos circunstancias. Máximo desprecio a la vida propia y de los demás. Ignorancia supina sobre el particular creyendo que a ellos/as no les puede afectar, que es cosa de viejos, de sus padres y abuelos. Así que entre sus derechos está, escrito o no, el de hacer fiestas multitudinarias, compartir espacios, igualar libertad con disfrutar del "mogollón" y si puede ser pasado por alcohol, mejor que mejor, ya que el brebaje etílico quita penas, da optimismo, genera bravuconería para enfrentar la pandemia y ciscarse en las medidas dictadas por quienes hacen de su profesión, una fórmula para garantizar la salud.

 

Y es que no hay nada más imbécil que un muchacho borracho ingresado en una cama de cuidados intensivos tras una noche de juerga en la que han sido precisas muchas más compañías para emular lo que denominamos conducta de rebaño...  

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