Las izquierdas españolas: antifascismo, antiespañolismo y filonacionalismo
Tocado con un grotesco sombrero y vestido con ridícula indumentaria, Pedro Castillo, nuevo presidente peruano, se permitió, en su discurso de toma de posesión, someter a una crítica despectiva e hiriente la Conquista y el conjunto de la herencia hispana, ante el rey de España, cuyo papel institucional cada día parece más superfluo. Por desgracia, no ha sido el único. Esa crítica se ha convertido en moda. El mejicano López Obrador ha reiterado no ya el rechazo a la herencia hispana, sino la petición de que el rey de España y el Pontífice de Roma pidan perdón por la Conquista y la evangelización. Por supuesto, no ha demandado a Trump o Biden una actitud análoga a la hora de juzgar la invasión y anexión de más de la mitad del territorio de su país a Estados Unidos en 1847. A esto se añade la destrucción sistemática de los monumentos dedicados a figuras carismáticas de la Hispanidad como Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Fray Junípero Serra, Juan de Oñate, e incluso Miguel de Cervantes. Ante la reiteración de tales ofensas, una conocida cadena de televisión entrevistó al escritor Borja Cardelús, autor del libro América Hispánica, quien demandó una respuesta del Gobierno español, a nivel político y cultural. Confieso que, al oírlo, esbocé casi espontáneamente una sonrisa entre amarga y escéptica. Y es que no es ningún secreto que nuestros actuales gobernantes, socialistas y comunistas, son ferverosos creyentes de los mitos de la denominada “Leyenda Negra”. Puede que no exista en Europa una izquierda más insolidaria con la trayectoria histórica de su país que la española. Lo cual no es producto, como suele decirse, del rechazo del régimen de Franco, al que se acusa de monopolizar los símbolos nacionales, sino que viene de mucho más atrás. Como ha documentado el historiador Jesús Torrecilla, la izquierda española del siglo XIX, los liberales más exaltados, inventaron mitos como el de los comuneros, o Al-Andalus, todavía vigentes en el imaginario izquierdista español. Los krausistas negaron la existencia de pensamiento y ciencia en España. El socialismo careció de una visión de la nación y de la historia. Ni tan siquiera conocieron las aportaciones del austromarxismo y no tradujeron al español la obra de Otto Bauer sobre las nacionalidades. Su perspectiva era, ante todo, la clasista. Y los chascarrillos de Indalecio Prieto no pueden ser tomados en serio. En la actualidad, un diplomático socialista como Máximo Cajal demandó la cesión de Ceuta y Melilla a Marruecos, a cambio de Gibraltar. Y Bernardino León hacía suya la interpretación del pasado español defendida, entre otros, por Américo Castro, Francisco Márquez Villanueva y Juan Goytisolo, frente a la de Menéndez Pelayo, Sánchez Albornoz o Maravall. Es decir, de nuevo la mitificación de Al-Andalus. No es extraño que un izquierdista inteligente como Manuel Monereo se quejara del antiespañolismo de los militantes de Podemos, que habían bautizado a los sectores de su partido defensores de la unidad nacional y críticos con los nacionalismos periféricos de “Izquierda Viriato”, es decir, una izquierda reaccionaria y fascistizante. En realidad, esta es otra de las características de la izquierda española, su filonacionalismo. Recordemos la torva figura de José Bergamín con su final en ETA y Herri Batasuna. O la disolución de la Federación Catalana del PSOE en el Partido de los Socialistas de Cataluña. O la permanente alianza de Podemos con los nacionalistas radicales en pos de una mirífica república confederal y el derecho de autodeterminación. Hoy, en el discurso de la izquierda española predomina un cómodo antifascismo sin fascismo. Sus historiadores e intelectuales-lumpen, como Ángel Viñas o Paul Preston, se muestran presurosos a inventarse rasgos “fascistas” en VOX, el PP o Ciudadanos, pero no en los nacionalismos periféricos. En el proyecto de ley de “memoria democrática” nada se pide a los nacionalistas; se les contempla como aliados de la “lucha antifascista”. Por ejemplo, Manuel Tuñón de Lara, con su habitual mediocridad e ignorancia historiográfica, negó que el racismo de Sabino Arana tuviera carácter biológico. Y Paul Preston ha sido propagandista en Inglaterra del nacionalismo catalán. Por supuesto, han existido excepciones como la del comunista Jordi Solé Tura, en su conocido libro Catalanismo y revolución burguesa, hoy ya por completo obsoleto, pero su crítica al nacionalismo catalán careció, en el fondo, de transcendencia, porque posteriormente asumió, como político, todos y cada uno de los mitos difundidos por Jordi Pujol y sus acólitos. Por fortuna, no ocurrió lo mismo con otras figuras como Andrés de Blas, próximo al PSOE y defensor de un nacionalismo español cívico y liberal. Sin embargo, sus consejos y planteamientos fueron ignorados y silenciados bajo el poder de Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero, no digamos por Pedro Sánchez.
Hoy, el filonacionalismo es una de las señas de identidad de nuestra izquierda. Sin embargo, ese filonacionalismo resulta contradictorio con el antifascismo que dice profesar. Si identificamos fascismo con xenofobia y racismo, está claro que, hoy por hoy, en España, sus representantes genuinos son los nacionalistas vascos y catalanes. Los precursores y teóricos del catalanismo como Pompeyo Gener, Valentí Almirall, Enric Prat de la Riba o Bartomeu Robert consideraban a los españoles una raza inferior. ¿Conocen estos antifascistas el programa de las Bases de Manresa? ¿Y el corporativismo e imperialismo de Prat de la Riba? Las izquierdas antifascistas suelen reírle las gracias a un histrión como Gabriel Rufián, cuyo partido, Esquerra Republicana de Catalunya, no sólo fue un movimiento secesionista y golpista en los años de la II Repúblicas, sino que mostró claras veleidades fascistoides en algunos de sus dirigentes como Josep Dencás, Miquel y Josep Badía, estrechamente vinculados a las milicias juveniles de los scamots. Como ha documentado el historiador izquierdista Chris Ealham, los esquerristas practicaron la xenofobia y el racismo contra los emigrantes españoles, calificándoles de “forasteros” “en nuestra casa”, “enjambres”, “plagas virulentas”, “indignos” y “mendigos”. Líderes de Esquerra como Heribert Barrera siguieron, ya en los en los años ochenta y noventa, defendiendo posturas racistas y xenófobas frente a los españoles. Son conocidas las opiniones de Jordi Pujol acerca de la emigración, sobe todo andaluza, en Cataluña. El líder catalanista solía referirse a los emigrantes españoles como “los chonis” o “los Fernández”. Por no hablar de los planteamientos de Joaquim Torra sobre el español como “la lengua de las bestias”, o de las violencias protagonizadas por los Comités de Defensa de la República (CDR).
Más conocido es el racismo antiespañol de Sabino Arana y sus acólitos del Partido Nacionalista Vasco. No hace mucho Xabier Arzallus hacía referencia al RH de los vascos. Por cierto, Manuel Azaña, que consideraba al PNV un partido de extrema derecha, y Juan Negrín se quejaron amargamente de la deslealtad de los nacionalistas hacia la II República en la guerra civil, buscando reconocimiento internacional para el logro de la independencia. Todo esto ha sido deliberadamente olvidado por lo antifascistas y, lo que es peor, por el conjunto de las izquierdas. Pablo Iglesias Turrión y sus acólitos nunca han ocultado su admiración por la izquierda nacionalista vasca e incluso por ETA. No deja de ser significativo que se haya escrito y publicado en la editorial Siglo XXI, hasta hace poco algo privativo de Txalaparta, una clara apología de ETA, obra de Ramón Buckley, Del sacrificio a la derrota. Historia del conflicto vasco a través de las emociones de los militantes de ETA, con un prólogo de Eduardo González Calleja, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Carlos III de Madrid. En sus páginas, Buckley presenta a ETA como una “vanguardia armada de la lucha antifranquista”, “antifascista” y “antineoliberal”, fruto no sólo del centralismo español, sino del “desencanto” producido en la sociedad vasca por el continuismo social y político de la transición a la democracia. Este autor cree que en el régimen actual existen residuos “fascistas”, porque en la Constitución de 1978 se reconoce la unidad nacional española. Incluso se muestra admirador de “la poderosa estructura teórica de Arana”. A lo largo de sus páginas, Buckley reitera su respeto hacia los antiguos militantes de ETA a los que entrevista y a través de cuyas “emociones” traza la trayectoria del grupo terrorista vasco. Sin embargo, lo que resulta especialmente repugnante es el contenido del prólogo de González Calleja a este infame libro: “Creo que no podemos superar nuestro particular ‘trauma’ historiográfico hasta que no hablemos de la violencia perpetrada por ETA y por el Estado (¡) en los mismos términos de distanciamiento –que no quiere decir equidistancia (sic)- que el estudio del pistolerismo hace un siglo o la insurgencia carlista desplegada hace casi dos centurias. Buckley contribuye a restituirnos una parte de la certeza de que, como dice uno de los activistas entrevistados, ‘como no contemos nosotros nuestra propia historia, la van a contar otros’”. Curioso alegato de un historiador que milita en el sindicato del crimen historiográfico constituido en torno a las figuras de Viñas/Preston, que nos viene recordando, venga o no al cuento, la violencia franquista de hace ochenta años como si sucediera ahora mismo, mediante la repugnante ley de “memoria democrática”, que, a buen seguro, se aprobará con los votos de los nacionalistas vascos y catalanes; pero que, como vemos, intenta blanquear a los asesinos de hace menos de una década, cuya víctimas todavía viven.
En eso estamos.
(*) Pedro Carlos González Cuevas es historiador especializado en el estudio del pensamiento conservador español. Autor, entre otros muchos libros, del estudio Vox. Entre el liberalismo conservador y la derecha identitaria, editado por La Tribuna del País Vasco Ediciones
Tocado con un grotesco sombrero y vestido con ridícula indumentaria, Pedro Castillo, nuevo presidente peruano, se permitió, en su discurso de toma de posesión, someter a una crítica despectiva e hiriente la Conquista y el conjunto de la herencia hispana, ante el rey de España, cuyo papel institucional cada día parece más superfluo. Por desgracia, no ha sido el único. Esa crítica se ha convertido en moda. El mejicano López Obrador ha reiterado no ya el rechazo a la herencia hispana, sino la petición de que el rey de España y el Pontífice de Roma pidan perdón por la Conquista y la evangelización. Por supuesto, no ha demandado a Trump o Biden una actitud análoga a la hora de juzgar la invasión y anexión de más de la mitad del territorio de su país a Estados Unidos en 1847. A esto se añade la destrucción sistemática de los monumentos dedicados a figuras carismáticas de la Hispanidad como Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Fray Junípero Serra, Juan de Oñate, e incluso Miguel de Cervantes. Ante la reiteración de tales ofensas, una conocida cadena de televisión entrevistó al escritor Borja Cardelús, autor del libro América Hispánica, quien demandó una respuesta del Gobierno español, a nivel político y cultural. Confieso que, al oírlo, esbocé casi espontáneamente una sonrisa entre amarga y escéptica. Y es que no es ningún secreto que nuestros actuales gobernantes, socialistas y comunistas, son ferverosos creyentes de los mitos de la denominada “Leyenda Negra”. Puede que no exista en Europa una izquierda más insolidaria con la trayectoria histórica de su país que la española. Lo cual no es producto, como suele decirse, del rechazo del régimen de Franco, al que se acusa de monopolizar los símbolos nacionales, sino que viene de mucho más atrás. Como ha documentado el historiador Jesús Torrecilla, la izquierda española del siglo XIX, los liberales más exaltados, inventaron mitos como el de los comuneros, o Al-Andalus, todavía vigentes en el imaginario izquierdista español. Los krausistas negaron la existencia de pensamiento y ciencia en España. El socialismo careció de una visión de la nación y de la historia. Ni tan siquiera conocieron las aportaciones del austromarxismo y no tradujeron al español la obra de Otto Bauer sobre las nacionalidades. Su perspectiva era, ante todo, la clasista. Y los chascarrillos de Indalecio Prieto no pueden ser tomados en serio. En la actualidad, un diplomático socialista como Máximo Cajal demandó la cesión de Ceuta y Melilla a Marruecos, a cambio de Gibraltar. Y Bernardino León hacía suya la interpretación del pasado español defendida, entre otros, por Américo Castro, Francisco Márquez Villanueva y Juan Goytisolo, frente a la de Menéndez Pelayo, Sánchez Albornoz o Maravall. Es decir, de nuevo la mitificación de Al-Andalus. No es extraño que un izquierdista inteligente como Manuel Monereo se quejara del antiespañolismo de los militantes de Podemos, que habían bautizado a los sectores de su partido defensores de la unidad nacional y críticos con los nacionalismos periféricos de “Izquierda Viriato”, es decir, una izquierda reaccionaria y fascistizante. En realidad, esta es otra de las características de la izquierda española, su filonacionalismo. Recordemos la torva figura de José Bergamín con su final en ETA y Herri Batasuna. O la disolución de la Federación Catalana del PSOE en el Partido de los Socialistas de Cataluña. O la permanente alianza de Podemos con los nacionalistas radicales en pos de una mirífica república confederal y el derecho de autodeterminación. Hoy, en el discurso de la izquierda española predomina un cómodo antifascismo sin fascismo. Sus historiadores e intelectuales-lumpen, como Ángel Viñas o Paul Preston, se muestran presurosos a inventarse rasgos “fascistas” en VOX, el PP o Ciudadanos, pero no en los nacionalismos periféricos. En el proyecto de ley de “memoria democrática” nada se pide a los nacionalistas; se les contempla como aliados de la “lucha antifascista”. Por ejemplo, Manuel Tuñón de Lara, con su habitual mediocridad e ignorancia historiográfica, negó que el racismo de Sabino Arana tuviera carácter biológico. Y Paul Preston ha sido propagandista en Inglaterra del nacionalismo catalán. Por supuesto, han existido excepciones como la del comunista Jordi Solé Tura, en su conocido libro Catalanismo y revolución burguesa, hoy ya por completo obsoleto, pero su crítica al nacionalismo catalán careció, en el fondo, de transcendencia, porque posteriormente asumió, como político, todos y cada uno de los mitos difundidos por Jordi Pujol y sus acólitos. Por fortuna, no ocurrió lo mismo con otras figuras como Andrés de Blas, próximo al PSOE y defensor de un nacionalismo español cívico y liberal. Sin embargo, sus consejos y planteamientos fueron ignorados y silenciados bajo el poder de Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero, no digamos por Pedro Sánchez.
Hoy, el filonacionalismo es una de las señas de identidad de nuestra izquierda. Sin embargo, ese filonacionalismo resulta contradictorio con el antifascismo que dice profesar. Si identificamos fascismo con xenofobia y racismo, está claro que, hoy por hoy, en España, sus representantes genuinos son los nacionalistas vascos y catalanes. Los precursores y teóricos del catalanismo como Pompeyo Gener, Valentí Almirall, Enric Prat de la Riba o Bartomeu Robert consideraban a los españoles una raza inferior. ¿Conocen estos antifascistas el programa de las Bases de Manresa? ¿Y el corporativismo e imperialismo de Prat de la Riba? Las izquierdas antifascistas suelen reírle las gracias a un histrión como Gabriel Rufián, cuyo partido, Esquerra Republicana de Catalunya, no sólo fue un movimiento secesionista y golpista en los años de la II Repúblicas, sino que mostró claras veleidades fascistoides en algunos de sus dirigentes como Josep Dencás, Miquel y Josep Badía, estrechamente vinculados a las milicias juveniles de los scamots. Como ha documentado el historiador izquierdista Chris Ealham, los esquerristas practicaron la xenofobia y el racismo contra los emigrantes españoles, calificándoles de “forasteros” “en nuestra casa”, “enjambres”, “plagas virulentas”, “indignos” y “mendigos”. Líderes de Esquerra como Heribert Barrera siguieron, ya en los en los años ochenta y noventa, defendiendo posturas racistas y xenófobas frente a los españoles. Son conocidas las opiniones de Jordi Pujol acerca de la emigración, sobe todo andaluza, en Cataluña. El líder catalanista solía referirse a los emigrantes españoles como “los chonis” o “los Fernández”. Por no hablar de los planteamientos de Joaquim Torra sobre el español como “la lengua de las bestias”, o de las violencias protagonizadas por los Comités de Defensa de la República (CDR).
Más conocido es el racismo antiespañol de Sabino Arana y sus acólitos del Partido Nacionalista Vasco. No hace mucho Xabier Arzallus hacía referencia al RH de los vascos. Por cierto, Manuel Azaña, que consideraba al PNV un partido de extrema derecha, y Juan Negrín se quejaron amargamente de la deslealtad de los nacionalistas hacia la II República en la guerra civil, buscando reconocimiento internacional para el logro de la independencia. Todo esto ha sido deliberadamente olvidado por lo antifascistas y, lo que es peor, por el conjunto de las izquierdas. Pablo Iglesias Turrión y sus acólitos nunca han ocultado su admiración por la izquierda nacionalista vasca e incluso por ETA. No deja de ser significativo que se haya escrito y publicado en la editorial Siglo XXI, hasta hace poco algo privativo de Txalaparta, una clara apología de ETA, obra de Ramón Buckley, Del sacrificio a la derrota. Historia del conflicto vasco a través de las emociones de los militantes de ETA, con un prólogo de Eduardo González Calleja, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Carlos III de Madrid. En sus páginas, Buckley presenta a ETA como una “vanguardia armada de la lucha antifranquista”, “antifascista” y “antineoliberal”, fruto no sólo del centralismo español, sino del “desencanto” producido en la sociedad vasca por el continuismo social y político de la transición a la democracia. Este autor cree que en el régimen actual existen residuos “fascistas”, porque en la Constitución de 1978 se reconoce la unidad nacional española. Incluso se muestra admirador de “la poderosa estructura teórica de Arana”. A lo largo de sus páginas, Buckley reitera su respeto hacia los antiguos militantes de ETA a los que entrevista y a través de cuyas “emociones” traza la trayectoria del grupo terrorista vasco. Sin embargo, lo que resulta especialmente repugnante es el contenido del prólogo de González Calleja a este infame libro: “Creo que no podemos superar nuestro particular ‘trauma’ historiográfico hasta que no hablemos de la violencia perpetrada por ETA y por el Estado (¡) en los mismos términos de distanciamiento –que no quiere decir equidistancia (sic)- que el estudio del pistolerismo hace un siglo o la insurgencia carlista desplegada hace casi dos centurias. Buckley contribuye a restituirnos una parte de la certeza de que, como dice uno de los activistas entrevistados, ‘como no contemos nosotros nuestra propia historia, la van a contar otros’”. Curioso alegato de un historiador que milita en el sindicato del crimen historiográfico constituido en torno a las figuras de Viñas/Preston, que nos viene recordando, venga o no al cuento, la violencia franquista de hace ochenta años como si sucediera ahora mismo, mediante la repugnante ley de “memoria democrática”, que, a buen seguro, se aprobará con los votos de los nacionalistas vascos y catalanes; pero que, como vemos, intenta blanquear a los asesinos de hace menos de una década, cuya víctimas todavía viven.
En eso estamos.
(*) Pedro Carlos González Cuevas es historiador especializado en el estudio del pensamiento conservador español. Autor, entre otros muchos libros, del estudio Vox. Entre el liberalismo conservador y la derecha identitaria, editado por La Tribuna del País Vasco Ediciones