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Lunes, 23 de Agosto de 2021 Tiempo de lectura:
Análisis

Oclocracia, adoctrinamiento y violencia

La educación, entendida como el conjunto de normas básicas de comportamiento que ayudan a la convivencia entre los seres humanos, se nos aparece a estas alturas de nuestra historia como un valor más bien escaso, siempre presente por la gravedad de su ausencia y especialmente degradado en colectividades donde el recurso a la violencia, a la agresión, a la anomia y a la oclocracia se ha convertido en moneda habitual de cambio. En este sentido, las quiebras y las fallas habituales en el contacto cotidiano con los demás (ya saben, no dar las gracias, no demandar las cosas por favor, gritar, no limitar el ruido, no saludar...), representan sólo simples anécdotas de mal gusto en zonas donde las relaciones con los "otros" se hallan tan diezmadas como para que se convierta en algo habitual el ataque físico al vecino que no comparte tus ideas, los insultos, las amenazas, las afrentas a las instituciones, los asaltos a las Fuerzas de Seguridad o las embestidas a los bienes colectivos.

 

Las conductas que definen el comportamiento civilizado entre los miembros de una comunidad han de ser claramente marcadas por la familia y la escuela y han de configurar los cimientos más sólidos de cualquier sistema de libertades. Por este motivo, su ausencia o desaparición, por perversión, degeneración, por descuido o por incultura, constituye hoy en día uno de los principales enemigos de cualquier nación que quiera mantenerse en el tiempo y que desee desarrollarse progresivamente incrementando el bienestar de todos.

 

Dicho todo esto, resulta tremendo constatar el proceso de aculturización y de degeneración educacional que se vive actualmente en España, tal y como se está viendo en los últimos meses en múltiples ciudades españolas, y especialmente en las capitales vascas de Bilbao o San Sebastián.

 

Las infinitas barbaridades ideológicas y políticas que han sido validadas (cuando no directamente promovidas) por las instituciones oclocráticas, la semiaceptación general de que la utilización de la violencia (tanto física como verbal) es solamente "otra manera" de decir las cosas y la falta de una postura firme por parte de las autoridades democráticas ante los innumerables desprecios a la dignidad humana, al ordenamiento constitucional y a nuestros fundamentos civilizadores que se producen en nuestra tierra, son factores que están contribuyendo sobremanera al surgimiento de un espacio geográfico volteado, fantasmal y decadente en el que las relaciones entre los ciudadanos, las organizaciones y las administraciones no están marcadas por la cooperación o la búsqueda de acuerdos entre diferentes, sino por la sospecha, la desconfianza, el rápido recurso al insulto y la descalificación, y la permanente utilización de la fuerza.

 

La caída en esta espiral de despropósitos y de destrucción ética de la que hablamos resulta fácil de comprender. Si un bien supremo como el derecho a la vida es cómodamente quebrado por criminales de toda índole que posteriormente son justificados y alabados públicamente, si las escuelas se convierten en plataformas privilegiadas para los adoctrinamientos políticos más rastreros, si las universidades son nidos de corruptelas y de radicalidad ideológica y si, en general y repetidamente, la estabilidad social se ve atacada por múltiples especímenes irracionales que en escasísimas ocasiones padecen su sanción, resulta lógico que, a fuerza de insistir en la ignominia, al final se hayan impuesto la vulgaridad más abyecta, la ignorancia más dramática, el desconocimiento más zafio y la intimidación y la corrupción como las opciones más rápidas para conseguir lo que se desea a cualquier precio.

 

La familia y la escuela son las responsables de que la educación sea realmente un baño de civilización que la mayoría de los individuos adquirimos para evitar los muchos roces, colisiones y conflictos que pueden surgir en sociedades complejas como las nuestras. Cuando esta pátina de seguridad se resquebraja tolerando lo inadmisible y justificando lo injustificable se entra en una dramática caída hacia el envilecimiento que luego siempre resulta muy difícil, cuando no imposible, detener. Si nos fijamos bien, en España especialmente, pero también en demasiados lugares de Europa y Estados Unidos, ya se han traspasado numerosos niveles de seguridad en este camino que nos lleva inevitablemente a las más altas cotas de la estulticia, la violencia y la miseria. Cada vez que se falta al respeto de un profesor coaccionándole impunemente, en cada ocasión en la que un adolescente desprecia a sus mayores insultándolos en la calle, en el momento en el que se atacan iglesias que representan las legítimas creencias de mucha gente, cuando se desecha toda la civilidad que guarda un museo o cuando se profanan tumbas, se mutilan estatuas, se destrozan servicios públicos o se manipulan libros de texto, se están cometiendo actos delictivos (o casi) que deben ser sancionados penalmente, pero, además, se está inyectando en el cuerpo social un acervo de comportamientos caóticos, desaprensivos e indecentes que, en poco tiempo, siempre acaban por contaminar en mayor o menor medida todas las relaciones que vertebran y definen a una determinada comunidad.

 

Que nadie se llame a engaño. Detrás de un joven que desestima con desdén a un maestro se encuentra otro chaval que dibuja dianas “Antifa” o proterroristas en el instituto; a las espaldas de un ciudadano que hace caso omiso a las indicaciones de un policía se esconde otro cuyo principal objetivo es asesinar a representantes de las Fuerzas de Seguridad; por debajo de cada desavenencia no resuelta por vías civilizadas se halla la pérfida idea de que la solución a muchos problemas es más efectiva empleando alternativas más crueles y, en fin, en los cimientos de muchos comportamientos extremadamente violentos, barriobajeros y patéticamente bravucones de no pocos ciudadanos y de algunos de nuestros actuales “líderes” políticos, sociales, empresariales y culturales pueden rastrearse indefectiblemente las huellas clarísimas de una familia dimisionaria, de una escuela ideológicamente manipuladora y de una universidad fracasada.

 

Entender la educación individual como la manera más elaborada del respeto hacia los semejantes, comprender que ésta es básica para una convivencia en libertad, y asumir, por otro lado, que cada acto de incorrección con los otros, sea éste violento o no, nos acerca un poco más a la brutalidad de la selva, son elementos que, junto con otros muchos, resultan básicos para demoler los pilares de la violencia. Para comprobar el fenómeno, basta con preguntarse, simplemente, quiénes son, a quién sirven, qué pretenden y a qué ideologías totalitarias responden, los políticos, los ‘activistas’, los agentes sociales y los “influencers” más groseros, zafios, inciviles, violentos y radicales de nuestro entorno. El periodista y escritor Arturo Pérez-Reverte, tiene la respuesta: “Hemos creado generaciones de españoles sin memoria histórica real, sin los conocimientos básicos que hace que el hombre sea libre intelectualmente. Esa orfandad nos pone en manos de los canallas y los populistas y me temo que el futuro no es muy halagüeño. Un pueblo inculto y con escasa educación genera siempre una democracia de baja calidad”.

 

(*) Artículo incluido en el libro El shock de Occidente, de Raúl González Zorrilla. La Tribuna del País Vasco Ediciones, 2021

 

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