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José María Nieto Vigil
Jueves, 28 de Octubre de 2021 Tiempo de lectura:

¿Cómo vemos los españoles al País Vasco?

Álava, Guipuzcoa y Vizcaya son parte de un territorio que ha sido bendecido por la mano de Dios, en lo que a naturaleza se refiere, y que ha sido distinguido por un riquísimo patrimonio cultural que le confiere una singularidad única en España. Tampoco puedo olvidar su potencial y riqueza económica, envidiada y admirada por muchos compatriotas, que han convertido al País Vasco en la vanguardia del desarrollo español. Menos aún puedo obviar la riquísima aportación a su crecimiento demográfico, económico, social, cultural y demográfico de los españoles llegados de otras regiones, es decir, castellanos, cántabros, riojanos, extremeños, andaluces o navarros. Con enorme tesón, esfuerzo, trabajo, y no pocos sacrificios, se integraron y agigantaron el potencial de aquella tierra hermana.

 

Así pues, los españoles sentimos al País Vasco con orgullo, con reconocimiento y con profundo respeto y consideración. Es falso que manifestemos rechazo, discriminación y, menos aún, xenofobia. Tengo familia vasca, de cuna y nacimiento, y también la tengo castellana, y ambos caudales genéticos los siento por igual. De hecho mis hermanas se llaman Begoña, Arantza, Itziar y Ainhöa, con eso digo casi todo. Nunca renegaré de mis ascendentes, ni tampoco del eusquera que mi madre nos enseñó a balbucear de pequeños. Nada de eso, pero sí digo que, por encima de cualquier regionalismo, nos sentimos profundamente españoles.

 

No tendría tiempo para cantar y elogiar las excelencias que atesoran aquellos maravillosos valles y aldeas; playas y santuarios; de buena mesa y rica gastronomía; de tradiciones y costumbres pretéritas; de ciudades emprendedoras y joviales; de gentes rudas y bravas, no por ello primitivas o cavernarias; con una lengua única y difícil de aprender, pero rotunda en su entonación, en definitiva, un mundo fantástico y atractivo. Tierra amada y recordada con devoción y nostalgia.

 

Sin embargo, por todo esto y mucho más imposible de expresar con simples y burdas palabras, una melancolía y una tristeza nos embargan cuando hemos padecido y vivido –incluso en carne propia-, sufrido y experimentado, el maltrato y persecución de aquellos que se consideran legítimos vascos. Hoy el dolor no ha cesado, tampoco el sufrimiento por el daño causado en nombre de ETA y de su entorno abertzale; de la indefensión, el abandono y la indiferencia de los nacionalistas del PNV o EA, absolutamente indolentes ante tamaño latrocinio y genocidio, acompañado de la complicidad oportunista de quienes pactan con ellos, sea cual sea la razón. Todos, son la maldición que pesa desde hace demasiado tiempo sobre el pueblo vasco y español.

 

He sentido el miedo, como tantísimos vascos, de pensar diferente, de manifestarme contrario a la dictadura de los radicales y sus acólitos, he experimentado el silencio impuesto a modo de mordaza por la barbarie y el régimen de terror etarra. Sé bien lo que es pasear con desasosiego, con intimidación y el aliento en la nuca de los cachorros herederos del odio y el oprobio. Muchas veces he vuelto por Bilbao, San Sebastián o la costa vasca y, de manera incontestable, la amargura se ha instalado en mi corazón y la pesadumbre en mi conciencia. Cuánto daño se ha hecho, cuántas personas se han visto obligadas a marcharse amedrentadas y atemorizadas, dando lugar a la diáspora vasca por toda España. Qué espanto y repugnancia me provocan las pintadas, murales y pancartas laudatorias a los valedores del símbolo de la serpiente y del hacha. Qué terrible aflicción me provocan los guetos en los que se ven obligados a vivir tantas gentes de bien, acongojadas por la permanente amenaza del fanatismo ultramontano del mundo radical independentista. Es, sinceramente, vergonzoso y deleznable.

 

Hoy, la apariencia ha travestido la esencia. El blanqueamiento de tanta barbarie y brutalidad, física y moral, no ha desvirtuado un ápice sus criminales e ilegítimos propósitos y objetivos. Una operación estética, con maquillaje incluido, pretende presentarnos a los mismos de siempre como ángeles custodios del bien común y la libertad de expresión. No caeremos en el engaño, en la burla descarada y descarnada hacia los que ya no están, en la mofa de la memoria, la dignidad y la justicia para los inocentes de vidas segadas miserablemente por la guadaña terrorista. No se puede olvidar y pasar página alegremente, a modo del club de la comedia que representa la comparecencia en rueda de prensa del infame Arnaldo Otegui, un bilduetarra confeso y convencido; no estamos dispuestos a tragarnos y aceptar sin más los guiños y los pellizquitos de monja de los “nazionalistas” de salón, parlamento y palacio de Ajuria-Enea. Es verdaderamente infame cualquier negociación con ese submundo del imperio del terror, la extorsión, el secuestro, el impuesto revolucionario, la ‘kale borroka’, el tiro en la nuca, la bomba lapa o, sencillamente, el homenaje a los presos etarras y las “marchas del odio”, como las vividas el pasado sábado en el Paseo de la Concha y los bulevares.  Nada de eso, la sangre derramada y vertida inmerecidamente, ha regado las calles y las ciudades de muchos lugares de allí y de otras tierras hispanas. No hay desmemoria, indignidad e injusticia que valga.

 

Los españoles –también los vascos que así se sienten, que son muchos más-, aman aquellas tierras con pasión encendida, con inquebrantable lealtad y quebrada emoción. No nos engañan, el País Vasco es España, pese a los juegos florales y el melifluo pasteleo político al que asistimos estupefactos y contrariados. No se puede aceptar el apoyo de quienes defienden la causa de los que tienen las manos tintadas en sangre inocente. Antes era la extorsión, ahora la estrategia es el chantaje, que al final es lo mismo, con los mismos objetivos, pero empleando distintos medios. La ambigüedad y el buenismo fingido ha robustecido a los verdugos y debilitado a las víctimas.

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