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Pablo Mosquera
Domingo, 31 de Octubre de 2021 Tiempo de lectura:

Las televisiones

Hace sesenta y cinco años comenzaron las emisiones de televisión en España. Aquellos inmensos aparatos, pesados, frágiles ante cualquier interferencia, con tiempos de emisión limitados, que comenzaban con la carta de ajuste y finalizaban como los "partes informativos de la radio", con aquellos patrióticos saludos propios del régimen.

 

Me tocó vivir el debate y aprobación del Estatuto de la Radio Televisión Pública vasca. No sólo formaba parte de un derecho autonómico. Era el propósito de enmendar a unos instrumentos centralizadores señalados como herramientas para manipular voluntades en las provincias, desde la capital madrileña. Había plena consciencia de cómo la televisión iba a transformar los métodos para publicitar toda suerte de conductas, opiniones y consumos. Hubo algún avance más. Los mensajes positivos y negativos de carácter subliminal.

 

Recuerdo una entrevista con un presidente de Comunidad que me dijo. "Necesito la televisión para ganar las próximas elecciones". Y es que las televisiones públicas fueron creciendo como hongos por la geografía de España. Hasta llegar a tener muchas cadenas y todas pagadas con los dineros públicos que se aprobaban en los Parlamentos, y con unos Consejos de Administración perfectamente organizados para que evitar las manipulaciones que antes se habían señalado a las viejas televisiones con sede en Madrid y controladas por el régimen de la oprobiosa. Vana intención que apenas quedó en el papel que todo lo aguanta...

 

Aun recuerdo las virtudes ineludibles que se les debía adjudicar a las nuevas cadenas de televisión. Educar, informar y entretener. Con ideales de profesionalidad y promesa para contar la verdad, aunque algunos ya avisaron que a tal verdad sólo se llega por aproximación. Si había funcionado la censura del séptimo arte, o de la literatura y el teatro, las televisiones deberían estar a las órdenes de comisarios políticos que administraran las noticias en las formas y en el fondo. Todo ello, a unos precios desaforados, con plantillas que descubrieron como se podía vivir entre las sedes de una eficaz fórmula para entrar en los hogares y decirle a la gente como era o debía ser el mundo. 

 

Llegaron las televisiones privadas. Lo primero fue buscar el mismo espacio de ingresos de las públicas. Lograron que los Consejos de Administración de TVE -nadie se explica los motivos confesables- hicieran dejación, renunciando a tal fuente de ingresos. Las cadenas privadas se convirtieron en grandes negocios. Hasta lograron privatizar los grandes espacios de máxima audiencia, como determinadas citas deportivas. Ya habían conseguido formar las grandes compañías de comunicación al más puro estilo de la vida americana. Y a sus dueños, empoderados ciudadanos capaces para decidir quién mandaba España, en cada etapa y a su conveniencia. El mejor ejemplo fue sin duda el grupo PRISA.      

 

Pero faltaba la guinda al pastel. Era preciso atreverse con las denominadas televisiones basura. Y de repente apareció aquel programa. "Crónicas Marcianas". Que para más inri lo dirigía un hombre de izquierdas. Un comunicador - desde la ondas radiofónicas-  respetado por su seny, sensatez y mensaje justiciero. Aquello se convirtió en un negocio de proporciones impensables. Las gentes acostumbradas a la censura del Estado confesional, se volcó con aquellas noches locas en las que se hicieron famosos/as los que luego serían calificados como "famosos y personajes". Había toda suerte de espurrajas. Desde el que mostraba a las primeras de cambio sus posaderas, hasta agresiones o intentos de tales entre mujeres de vida nocturna. Se impusieron estirpes de gentes a las que no importaba contar lo más cochambroso de sus vidas o de las de los demás. No sólo lograron llamar la atención. Es que hicieron adictos a tales programas, ya que ahora sabemos que determinadas conductas enganchan y crean nuevas adicciones, amén de ser santo y seña de una nueva y cutre realidad, con la que las familias debían enfrentarse, pues la televisión había logrado ser mucho más que otro electrodoméstico; era compañía y un miembro más de la familia, que imponía silencios al resto de los miembros que se sentaban en torno a la mesa. Y así, las casas pasaron de un salón con televisión, a toda suerte de habitaciones en las que cada cual se recluía para ver, en soledad, la programación apetecida, rompiendo la escala de la comunicación, el diálogo y la tradición oral entre generaciones.  

 

Faltaba superarse. Así se implantó sobre nosotros el fenómeno "Sálvame". Una inmundicia televisiva que no repara, durante cuatro horas diarias, en vulnerar el derecho a la intimidad, cuando no al honor y a la presunción de inocencia. Sus protagonistas parecen salidos del infierno que describió Dante. Su sentido de la ética o de la moral es una amalgama entre exclusivas y abominables cotilleos propios para uno de esos sucios patios en vecindades atenazadas por todas las páginas de un tratado maldito con los peores vicios humanoides, y todo propio al servicio para una subcultura de masas. ¿Y esto es la televisión que nos prometieron iba a educarnos?.

 

A un pueblo que se le suministra tales dosis de zafiedad, no puede esperarse que hagan juicios de valor sobre los que mandan, sobre derechos ciudadanos, sobre actitudes solidarias. Pero aun así, y como dijo aquel escritor cuando describía al Cid. "Qué buen caballero si hubiere buen señor".

 

A pesar del efecto cutre sobre almas y pensamientos, todavía se producen espectáculos que nos devuelven la esperanza. En esa isla del archipiélago canario, se ha desencadenado la tragedia por efectos naturales, pero al mismo tiempo hay muchas personas que más allá del espectáculo turístico, están poniendo alma corazón y vida en ayudar a sus semejantes. Los que lo han perdido todo. Los que se han quedado a la intemperie tras una vida de trabajo. Los que hoy deberían ser objetivo de todos los programas de televisión para movilizar a la sociedad. Es una vez más un instante para responder a una de aquellas dudas filosóficas. "¿El hombre es bueno o malo por naturaleza?".

 

Me temo que la jueza -su señoría- la de esa fórmula leguleya donde ha tachado a una parte de mi Galicia como aldea profunda, pensará y disfrutará con los contenidos legítimos pero abominables de esta televisión privada que padecemos los que aun tenemos sensibilidad que comenzó a gestarse en la vieja y querida escuela rural.

      

Una vez más. Paren el mundo, ¡que me bajo!.      

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