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Pedro Chacón
Sábado, 27 de Noviembre de 2021 Tiempo de lectura:

Mendoza (y III)

Por último, destacaremos a un personaje de este linaje de los Mendoza que participó directamente en un episodio histórico que nos interesa porque fue la primera vez que se utilizó, referido al caso vasco, la expresión “derechos históricos”, tal como reconoce el especialista en la cuestión Javier Caño, nada sospechoso de antinacionalismo, puesto que fue un histórico dirigente de Eusko Alkartasuna fallecido en 2009. Y nos serviremos de ello para desmitificar una vez más la identificación que se hace hoy, interesadamente, entre todo lo que tenga que ver con fueros, autonomía o derechos históricos, a favor en exclusiva del nacionalismo vasco actual.

 

El personaje vinculado al linaje Mendoza al que nos referimos es Joaquín de Arteaga y Echagüe, XVIII marqués de Santillana y XVII duque del Infantado (San Sebastián, 1870 – Madrid 1947) que, además, por lo que respecta al ámbito vasco, era XXIII señor de Lazcano (municipio guipuzcoano hoy oficialmente Lazkao). Este linaje Lazcano es clave en el devenir del linaje Mendoza y en su vinculación contemporánea al ámbito vasco donde se originó, puesto que los señores de Lazcano, descendientes del primer jefe del bando oñacino y apellidados Arteaga cuando reciben la Grandeza de España de manos de Carlos III en 1780, fueron quienes, a la postre, se hicieron titulares de, entre otros, el marquesado de Santillana y el ducado del Infantado, a partir de sentencia del Tribunal Supremo de 1885.

 

Joaquín de Arteaga y Echagüe fue elegido diputado por Zumaya (Guipúzcoa), como católico independiente, en todas las elecciones generales celebradas entre 1896 y 1918. En 1919 pasó al Senado como senador por derecho propio, al ser Grande de España y contar con más de 60000 pesetas de renta. Ya en el régimen franquista, juró su cargo como procurador en Cortes en el periodo 1943-1946 y en las renovadas Cortes franquistas fue uno de los cincuenta miembros designados por Franco para formar parte de ellas por sus méritos. Este personaje nos interesa para cerrar esta serie histórica de los Mendoza, porque participó en un hecho histórico crucial para entender la historia vasca contemporánea. En efecto, fue el 17 de diciembre de 1917, cuando siendo todavía diputado en el Congreso, Joaquín de Arteaga y Echagüe fue uno de los integrantes de la comisión de políticos vascos que entregó al presidente del Consejo de Ministros, a la sazón Manuel García Prieto, marqués de Alhucemas, un “Mensaje de las Diputaciones vascas”. Dicha comisión estaba encabezada por los presidentes de las tres diputaciones (la de Vizcaya por Ramón de la Sota Aburto; la de Álava por Dionisio Aldama, siempre leal a su jefe, el III marqués de Urquijo; y la de Guipúzcoa por Ladislao Zavala, integrista) acompañados para la ocasión por los representantes vascos en el Congreso y el Senado: Martín Zabala, Fermín Calbetón, Bernardo Rengifo, Juan Tomás Gandarias, el Conde de Arana, Manuel Senante, Wenceslao Orbea, Esteban Bilbao, José Joaquín Ampuero, Fernando Ybarra, Manuel Allendesalazar y el propio Joaquín Arteaga, duque del Infantado. Ninguno de los miembros de esta comisión, a excepción del presidente de la Diputación vizcaína, era nacionalista: eran liberales, conservadores y tradicionalistas. Y convendría tener en cuenta esa personalidad política no nacionalista de quienes entonces elaboraron y entregaron dicho documento, donde consta por primera vez, como decíamos al principio, el concepto de “derechos históricos” para referirse al pasado foral vasco. Un pasado foral que se intentaba recuperar tras la ley de 21 de julio de 1876 que había acabado con los últimos restos de la foralidad vasca, y que dejó la puerta abierta a su recuperación con la ley de 1878 que ponía en marcha el régimen de Conciertos Económicos.

 

El mensaje de las diputaciones vascas empieza afirmando el deseo que les mueve a todos los vascos en ese momento histórico: “unánimes en su aspiración de obtener dentro de la unidad de la Nación española las más amplias facultades autonómicas para el feliz y próspero desenvolvimiento de los intereses que les están encomendados”. Y es que, en efecto, tras el precedente efímero de la Liga Foral Autonomista de 1904-1906, es la autonomía la que cobra ahora protagonismo en perjuicio de los fueros: “Mas en el caso de que el Gobierno de S. M. no se aviniera a acceder a los deseos de las Provincias Vascongadas en el sentido de una plena reintegración foral, las Diputaciones, sin hacer dejación ni por un momento de los derechos históricos que se han invocado en todos tiempos por las Corporaciones que hablaron en nombre de Vizcaya, Guipúzcoa y Alava, consideran necesario que se ensanchen los términos de su autonomía actual, aprisionada dentro de límites demasiado estrechos y embarazosos”. Esta reivindicación introduce en la foralidad histórica, como decimos, un elemento de novedad: el autonomismo, es decir, un vínculo político entre los tres territorios forales que hasta entonces nunca se había dado. Tanto Vizcaya, como Guipúzcoa o Álava siempre habían sido tres entidades políticas separadas que, aunque habían convocado reuniones y asambleas unitarias, nunca tuvieron necesidad de crear un organismo común que las abarcara a las tres.

 

Idoia Estornés, en su clásico libro sobre la construcción de la autonomía vasca, nos refiere la decisiva visita del líder catalán Francesc Cambó al País Vasco a finales de enero de 1917 como la impulsora de un espíritu autonomista que hiciera frente a las propuestas del ministro liberal progresista Santiago Alba, quien quería crear un impuesto que gravara los beneficios extraordinarios que se generaron por la neutralidad de España en la Primera Guerra Mundial y que favorecieron de manera exorbitada a los industriales y navieros vascos y catalanes. La agitación autonomista provocada por esta visita y capitalizada por el nacionalismo vasco tuvo su reflejo en los resultados de las elecciones provinciales del 11 de marzo, donde el nacionalismo conquistó la diputación provincial de Vizcaya que pasó a ser presidida por Ramón de la Sota Aburto. Y fue desde este dominio en Vizcaya como el nacionalismo impulsó la elaboración del Mensaje de las Diputaciones vascas al gobierno central sobre la demanda de autonomía. Un mensaje que luego de algunas vicisitudes se acabó entregando al final de ese año por los presidentes de las diputaciones vascas y con la presencia de los diputados y senadores vascos en Madrid.

 

Pero lo cierto es que, a pesar de ese impulso inicial por el contexto favorable en los estertores de la Primera Guerra Mundial, ¿cómo se puede atribuir al nacionalismo, en este caso a la Comunión Nacionalista Vasca (corriente moderada que controló el nacionalismo hasta su fusión con la corriente más radical en 1930, dando lugar al PNV que conocemos hoy), no ya la exclusividad del auge autonomista del momento, sino ni siquiera el protagonismo el mismo? Salvo el presidente de la Diputación de Vizcaya en ese momento, el comunionista Sota y Aburto, los otros dos presidentes de diputaciones vascas y el resto de acompañantes –los doce diputados y senadores vascos en Madrid enumerados más arriba–, entre ellos nuestro duque del Infantado y marqués de Santillana, eran todos ajenos al nacionalismo, y aun así hablaban en el mensaje de “derechos históricos”.

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