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Enrique Arias Vega
Martes, 08 de Febrero de 2022 Tiempo de lectura:

Monarquías y monarquías

Resulta impensable el jolgorio y la satisfacción de los británicos por el setenta aniversario de Isabel II como jefe del Estado desde una mentalidad como la española.

 

Allí, la monarquía goza de una enorme popularidad que se pondrá de manifiesto en el próximo junio, con los actos oficiales del Jubileo. Allí, a casi nadie le parece mal la cuantiosa fortuna de la Corona y propende a olvidar los escándalos y las conductas nada ejemplares de los miembros de la realeza. Incluso una acusación tan grave como la de racismo, formulada por el príncipe Harry y Meghan Markle ha pasado sin hacer daño al Palacio de Buckingham.

 

Y eso que algunos de los sucesos que se imputan a miembros de la casa real son tan espinosos y repugnantes como la acusación de abuso sexual al príncipe Andrés. Ya ven lo que ponderan los británicos los beneficios de la institución sobre las conductas reprobables de algunos de sus miembros.

 

El del Reino Unido no es un caso excepcional, pues otras monarquías, como la de Holanda, con el príncipe Bernardo, o la de Suecia, con el rey Carlos Gustavo han tenido sus escándalos que no han impedido que los cimientos de la monarquía sigan igual de sólidos. Es más, hasta hace dos días, como el que dice, la casa real holandesa presumía de su institucional carroza dorada, cuya decoración es una apología del imperialismo.

 

Aquí, digo, es otra cosa, Aquí se pone en cuestión la institución entera más allá de las conductas indeseables de algunos de sus miembros que ni siquiera han sido juzgados y sobre algunas de las cuales hay desistimiento de la fiscalía.

 

Lo que nos diferencia de otros países monárquicos —y las monarquías europeas se inscriben entre los países más democráticos del mundo— es que aquí sus enemigos son nostálgicos de una República que no conocieron y están instalados en el propio poder, desde el que atacan un día sí y otro también, con razón o sin ella, a la institución que está por encima de las luchas partidistas.

 

Ese papel, precisamente, el de estar por encima de los partidos es lo que saben valorar de su monarquía los británicos y lo que nosotros ponemos en cuestión llevados de un ridículo y estéril cainismo político.

 

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