Cayetana Álvarez de Toledo: ¿políticamente indeseable o políticamente correcta?
A mi modo de ver, no existe la menor duda, de que lo que podemos denominar genéricamente “pueblo de derechas” español necesita una profunda labor de educación política y cultural. Todavía recuerdo con estupor el testimonio de un oyente de radio, que, autodefiniéndose como “franquista”, afirmaba que, ante las continuas traiciones del Partido Popular, votaría por Ciudadanos. Bastaba con que Albert Rivera y los suyos defendieran la unidad nacional para considerarles de “derechas”. En realidad, la defensa de la unidad nacional, como conquista histórica, debiera ser patrimonio del conjunto de los partidos políticos, ya sean de derechas o de izquierdas. Por desgracia, en esto, como en otras cosas, España es diferente. El oyente radiofónico no había profundizado ni de lejos en el proyecto político de Ciudadanos, ni en sus ideas antropológicas, su defensa de los vientres de alquiler o su europeísmo acrítico y banal. Por ello, yo nunca creí que Ciudadanos fuese un partido de derechas, sino liberal-progresista, o, si se quiere, “centrista”, es decir, representante de la “razón cínica”, de unos ilustrados que ya no comparten los valores tradicionales, pero que, ante unas masas ignaras, dicen defenderlos. Y lo mismo le ocurre al Partido Popular. En ese contexto, el “pueblo de derechas”, despreciado por los partidos que decían representarlo, parecía, y parece, carecer de razones de su razón. Siempre terminan dándole gato por liebre.
Como sabemos, la sonrojante derrota de Mariano Rajoy ante Pedro Sánchez provocó la caída de la cúpula dirigente “centrista” del Partido Popular, cuya personalidad más relevante era Soraya Sáenz de Santamaría, y el ascenso de Pablo Casado Blanco como líder. En un primer momento, Casado Blanco intentó mostrarse como un conservador coherente; pero pronto apareció como el típico militante del Partido Popular; en palabras del poeta T.S. Eliot, como un “hombre hueco”, sin convicciones profundas, tacticista. Un individuo ávido de poder, a semejanza de su antagonista, Pedro Sánchez. Como prueba de su nueva actitud ante el debate político-cultural, Casado designó a Cayetana Álvarez de Toledo primero como candidata del partido por Barcelona y luego portavoz de su grupo parlamentario. Sin duda, la marquesa de Casa Fuerte introdujo un nuevo estilo político en el anodino grupo parlamentario popular. Periodista incisiva, historiadora modernista, autora de un trabajo sobre Juan de Palafox, discípula del gran hispanista británico John Elliott, Álvarez de Toledo no dio cuartel al conjunto de las izquierdas, pero tampoco a los más pusilánimes de su partido. Dotada para el debate, con un estilo mordaz, apabullante y apasionado, no dudó en mostrar su altivo desprecio, su desdén absoluto hacia unas izquierdas y unos nacionalistas, de extracción intelectual ínfima, sin educación ni cultura, meros gregarios de sus aparatos de partido, como Adriana Lastra, Pablo Iglesias Turrión o Gabriel Rufián. Existen sospechas, y algo más que sospechas, que su desprecio se extendía, sin solución de continuidad, a no pocos miembros de su partido. Estas sospechas se disiparon, como luego comentaremos, cuando publicó su libro Políticamente indeseable. Era obvio, y, además, en ese aspecto tenía toda la razón. Sin embargo, la disidencia de Álvarez de Toledo era, en realidad, más de estilo que de fondo o contenido ideológico. Así lo muestra, en mi opinión, no sólo en Políticamente indeseable, sino en sus artículos periodísticos.
El libro tiene una doble vertiente. Por un lado, se trata de un testimonio personal; por otro, nos muestra su ideario político. Para el historiador, el más interesante es, sin duda, el primero, aunque, en el fondo, la autora nos describe lo que ya sabíamos por información e incluso por intuición. En sus páginas, se nos muestra un Partido Popular muy conocido, su militancia rebañega, su estructura jerárquica, piramidal, su falta de empuje ético-político y su nulo mensaje cultural o intelectual. Con aviesa pluma, retrata a un Pablo Casado hamlético, dubitativo y acomplejado; un Teodoro García Egea tosco, brutal, manipulador y caciquil; y el espíritu anómico y acomodaticio del conjunto de la elite popular.
En lo relativo al campo de las ideas, Álvarez de Toledo es, sin embargo, pese a las apariencias, profundamente convencional. Produce estupor o risa que algunos comentaristas políticos superficiales y un sector del “pueblo de derechas” la hayan relacionado con Vox. Nada más alejado de la realidad. Además, la autora no deja de manifestarlo a lo largo de su trama narrativa. Aparte del PSOE y Podemos, el objeto preferido de sus críticas es el partido liderado por Santiago Abascal. Vox es, desde su óptica, representante de una opción negativa, una derecha nacionalista e identitaria, proteccionista en lo económico y antiliberal en lo político. Álvarez de Toledo se autodefine como cosmopolita, racionalista y liberal. Puede decirse que es una fundamentalista liberal más; en ese aspecto, su novedad es nula. Siguiendo la perspectiva conservadora escéptica de un Michael Oaskeshott, podemos decir que incurre en todos los errores y defectos del “racionalismo político”. Esa es su tragedia. Sin duda, el liberalismo, bien entendido, tiene sus virtudes, división de poderes y garantías para la libertad de pensamiento; pero no pocos defectos. Sobre todo, su incapacidad para comprender la naturaleza de lo político. Y ello por dos razones: su racionalismo y su individualismo. El racionalismo y la creencia en la posibilidad de una reconciliación final gracias a la razón. Y el individualismo le impide conocer los procesos de creación de identidades políticas, que son siempre identidades colectivas. Aún más, el racionalismo y el individualismo no le permiten comprender el papel crucial jugado en la política por las pasiones, la dimensión afectiva movilizada a la hora de construir identidades políticas. Está claro, por ejemplo, que la importancia del nacionalismo no puede ser comprendida si no se comprende el papel de los afectos y de los deseos en la creación de identidades colectivas. Y es que, para los liberales como Álvarez de Toledo, Mario Vargas Llosa o Lorenzo Bernaldo de Quirós, todo lo que comporta una dimensión colectiva es considerado arcaico, como un fenómeno irracional que no debería de existir en las sociedades modernas. Con tales planteamientos, nunca ganarán unas elecciones. Sus ideas son patrimonio de unas elites muy minoritarias y restringidas. Un ejemplo claro de ello es Mario Vargas Llosa, celebridad literaria vencida en las elecciones de su Perú natal por un desconocido Alberto Fujimori. Y es que Vargas Llosa es, sin duda, un gran escritor, de los primeros en lengua castellana, pero un pésimo pensador político, que no es consciente de que su proyecto económico neoliberal sólo podría llevarse a buen puerto mediante el recurso a una dictadura civil o militar, como ocurrió en Chile desde 1973. Su perspectiva ilustrada y elitista pudo percibirse cuando afirmó que el pueblo debía votar “bien”, es decir, como él piensa. Sin embargo, eso no ha sido así en su Perú natal, ni en parte alguna. Vargas Llosa es rico, guapo, ilustrado y cosmopolita; un lujo que no todos pueden permitirse. Su proyecto, ni en Hispanoamérica, ni en la propia España, contará con el apoyo de las mayorías. Y lo mismo podemos decir del europeísmo acrítico y banal, representado en el Partido Popular, por gentes como José Manual García Margallo, alguien que se autodefine en sus memorias como hombre de “extremo centro”, defensor de una utópica Europa federal, un proyecto que, de llevarse a cabo, destruiría la Unión Europea. Y es que, como dicen algunos representantes de la izquierda lacaniana, el europeísmo banal y acrítico, no sólo es patrimonio de unas elites muy restringidas, sino que no produce “goce” en las masas populares. En otro orden de cosas, ¿tiene algo que decir el liberalismo, centrado en el individuo, sobre el acuciante tema de la natalidad en las sociedades europeas?. Dejaremos aquí esos temas; y continuemos con Álvarez de Toledo.
Desde esa perspectiva individualista y racionalista, Álvarez de Toledo cae, casi sin darse cuenta, en el progresismo más banal y acrítico. Se opone a las leyes de memoria histórica, pero en Políticamente indeseable, define el Valle de los Caídos como “un lugar truculento”, el monumento que “mejor simboliza lo que España fue durante cuatro décadas: una dictadura nacional-católica, un país cerrado, sombrío y sometido al doble dogma del fascismo y la fe”. Una opinión que podía haber sido defendida por cualquier miembro del PSOE o de Podemos. Y, si esto es así, ¿por qué oponerse a las leyes de memoria histórica propugnadas por el conjunto de las izquierdas y los nacionalistas periféricos?.
Inconscientemente, Álvarez de Toledo es una progresista más. Aun así, su actitud agonística resultaba demasiado fuerte para el Partido Popular del melifluo Pablo Casado Blanco, que, tras un corto período de aparente firmeza, creyó obligado girar, una vez más, hacia el mirífico “centro”, del que, en realidad, nunca había salido. En un gesto de aparente autoridad, Casado Blanco no dudó en destituirla de su cargo de portavoz parlamentario del Partido Popular. Fue sustituida por la anodina Concepción Gamarra, fiel reflejo de la mentalidad dominante en la cúpula popular. A dormir, sin haber soñado. Luego vino el repugnante discurso contra Santiago Abascal. Su derrota en Cataluña. El ascenso de su pupila Isabel Díaz Ayuso, muy peligroso para él. Y su fracaso en Castilla-León. Hoy, contemplamos su ocaso, que no es otro que el de la “razón cínica”, igualmente representada por Álvarez de Toledo.
(*) Pedro Carlos González Cuevas es uno de los principales historiadores españoles. Autor de numerosos libros, artículos y estudios, recientemente ha publicado dos importantes ensayos con La Tribuna del País Vasco Ediciones: Vox. Entre el liberalismo conservador y de la derecha identitaria y Antifascismo: Mitos y falsedades.
A mi modo de ver, no existe la menor duda, de que lo que podemos denominar genéricamente “pueblo de derechas” español necesita una profunda labor de educación política y cultural. Todavía recuerdo con estupor el testimonio de un oyente de radio, que, autodefiniéndose como “franquista”, afirmaba que, ante las continuas traiciones del Partido Popular, votaría por Ciudadanos. Bastaba con que Albert Rivera y los suyos defendieran la unidad nacional para considerarles de “derechas”. En realidad, la defensa de la unidad nacional, como conquista histórica, debiera ser patrimonio del conjunto de los partidos políticos, ya sean de derechas o de izquierdas. Por desgracia, en esto, como en otras cosas, España es diferente. El oyente radiofónico no había profundizado ni de lejos en el proyecto político de Ciudadanos, ni en sus ideas antropológicas, su defensa de los vientres de alquiler o su europeísmo acrítico y banal. Por ello, yo nunca creí que Ciudadanos fuese un partido de derechas, sino liberal-progresista, o, si se quiere, “centrista”, es decir, representante de la “razón cínica”, de unos ilustrados que ya no comparten los valores tradicionales, pero que, ante unas masas ignaras, dicen defenderlos. Y lo mismo le ocurre al Partido Popular. En ese contexto, el “pueblo de derechas”, despreciado por los partidos que decían representarlo, parecía, y parece, carecer de razones de su razón. Siempre terminan dándole gato por liebre.
Como sabemos, la sonrojante derrota de Mariano Rajoy ante Pedro Sánchez provocó la caída de la cúpula dirigente “centrista” del Partido Popular, cuya personalidad más relevante era Soraya Sáenz de Santamaría, y el ascenso de Pablo Casado Blanco como líder. En un primer momento, Casado Blanco intentó mostrarse como un conservador coherente; pero pronto apareció como el típico militante del Partido Popular; en palabras del poeta T.S. Eliot, como un “hombre hueco”, sin convicciones profundas, tacticista. Un individuo ávido de poder, a semejanza de su antagonista, Pedro Sánchez. Como prueba de su nueva actitud ante el debate político-cultural, Casado designó a Cayetana Álvarez de Toledo primero como candidata del partido por Barcelona y luego portavoz de su grupo parlamentario. Sin duda, la marquesa de Casa Fuerte introdujo un nuevo estilo político en el anodino grupo parlamentario popular. Periodista incisiva, historiadora modernista, autora de un trabajo sobre Juan de Palafox, discípula del gran hispanista británico John Elliott, Álvarez de Toledo no dio cuartel al conjunto de las izquierdas, pero tampoco a los más pusilánimes de su partido. Dotada para el debate, con un estilo mordaz, apabullante y apasionado, no dudó en mostrar su altivo desprecio, su desdén absoluto hacia unas izquierdas y unos nacionalistas, de extracción intelectual ínfima, sin educación ni cultura, meros gregarios de sus aparatos de partido, como Adriana Lastra, Pablo Iglesias Turrión o Gabriel Rufián. Existen sospechas, y algo más que sospechas, que su desprecio se extendía, sin solución de continuidad, a no pocos miembros de su partido. Estas sospechas se disiparon, como luego comentaremos, cuando publicó su libro Políticamente indeseable. Era obvio, y, además, en ese aspecto tenía toda la razón. Sin embargo, la disidencia de Álvarez de Toledo era, en realidad, más de estilo que de fondo o contenido ideológico. Así lo muestra, en mi opinión, no sólo en Políticamente indeseable, sino en sus artículos periodísticos.
El libro tiene una doble vertiente. Por un lado, se trata de un testimonio personal; por otro, nos muestra su ideario político. Para el historiador, el más interesante es, sin duda, el primero, aunque, en el fondo, la autora nos describe lo que ya sabíamos por información e incluso por intuición. En sus páginas, se nos muestra un Partido Popular muy conocido, su militancia rebañega, su estructura jerárquica, piramidal, su falta de empuje ético-político y su nulo mensaje cultural o intelectual. Con aviesa pluma, retrata a un Pablo Casado hamlético, dubitativo y acomplejado; un Teodoro García Egea tosco, brutal, manipulador y caciquil; y el espíritu anómico y acomodaticio del conjunto de la elite popular.
En lo relativo al campo de las ideas, Álvarez de Toledo es, sin embargo, pese a las apariencias, profundamente convencional. Produce estupor o risa que algunos comentaristas políticos superficiales y un sector del “pueblo de derechas” la hayan relacionado con Vox. Nada más alejado de la realidad. Además, la autora no deja de manifestarlo a lo largo de su trama narrativa. Aparte del PSOE y Podemos, el objeto preferido de sus críticas es el partido liderado por Santiago Abascal. Vox es, desde su óptica, representante de una opción negativa, una derecha nacionalista e identitaria, proteccionista en lo económico y antiliberal en lo político. Álvarez de Toledo se autodefine como cosmopolita, racionalista y liberal. Puede decirse que es una fundamentalista liberal más; en ese aspecto, su novedad es nula. Siguiendo la perspectiva conservadora escéptica de un Michael Oaskeshott, podemos decir que incurre en todos los errores y defectos del “racionalismo político”. Esa es su tragedia. Sin duda, el liberalismo, bien entendido, tiene sus virtudes, división de poderes y garantías para la libertad de pensamiento; pero no pocos defectos. Sobre todo, su incapacidad para comprender la naturaleza de lo político. Y ello por dos razones: su racionalismo y su individualismo. El racionalismo y la creencia en la posibilidad de una reconciliación final gracias a la razón. Y el individualismo le impide conocer los procesos de creación de identidades políticas, que son siempre identidades colectivas. Aún más, el racionalismo y el individualismo no le permiten comprender el papel crucial jugado en la política por las pasiones, la dimensión afectiva movilizada a la hora de construir identidades políticas. Está claro, por ejemplo, que la importancia del nacionalismo no puede ser comprendida si no se comprende el papel de los afectos y de los deseos en la creación de identidades colectivas. Y es que, para los liberales como Álvarez de Toledo, Mario Vargas Llosa o Lorenzo Bernaldo de Quirós, todo lo que comporta una dimensión colectiva es considerado arcaico, como un fenómeno irracional que no debería de existir en las sociedades modernas. Con tales planteamientos, nunca ganarán unas elecciones. Sus ideas son patrimonio de unas elites muy minoritarias y restringidas. Un ejemplo claro de ello es Mario Vargas Llosa, celebridad literaria vencida en las elecciones de su Perú natal por un desconocido Alberto Fujimori. Y es que Vargas Llosa es, sin duda, un gran escritor, de los primeros en lengua castellana, pero un pésimo pensador político, que no es consciente de que su proyecto económico neoliberal sólo podría llevarse a buen puerto mediante el recurso a una dictadura civil o militar, como ocurrió en Chile desde 1973. Su perspectiva ilustrada y elitista pudo percibirse cuando afirmó que el pueblo debía votar “bien”, es decir, como él piensa. Sin embargo, eso no ha sido así en su Perú natal, ni en parte alguna. Vargas Llosa es rico, guapo, ilustrado y cosmopolita; un lujo que no todos pueden permitirse. Su proyecto, ni en Hispanoamérica, ni en la propia España, contará con el apoyo de las mayorías. Y lo mismo podemos decir del europeísmo acrítico y banal, representado en el Partido Popular, por gentes como José Manual García Margallo, alguien que se autodefine en sus memorias como hombre de “extremo centro”, defensor de una utópica Europa federal, un proyecto que, de llevarse a cabo, destruiría la Unión Europea. Y es que, como dicen algunos representantes de la izquierda lacaniana, el europeísmo banal y acrítico, no sólo es patrimonio de unas elites muy restringidas, sino que no produce “goce” en las masas populares. En otro orden de cosas, ¿tiene algo que decir el liberalismo, centrado en el individuo, sobre el acuciante tema de la natalidad en las sociedades europeas?. Dejaremos aquí esos temas; y continuemos con Álvarez de Toledo.
Desde esa perspectiva individualista y racionalista, Álvarez de Toledo cae, casi sin darse cuenta, en el progresismo más banal y acrítico. Se opone a las leyes de memoria histórica, pero en Políticamente indeseable, define el Valle de los Caídos como “un lugar truculento”, el monumento que “mejor simboliza lo que España fue durante cuatro décadas: una dictadura nacional-católica, un país cerrado, sombrío y sometido al doble dogma del fascismo y la fe”. Una opinión que podía haber sido defendida por cualquier miembro del PSOE o de Podemos. Y, si esto es así, ¿por qué oponerse a las leyes de memoria histórica propugnadas por el conjunto de las izquierdas y los nacionalistas periféricos?.
Inconscientemente, Álvarez de Toledo es una progresista más. Aun así, su actitud agonística resultaba demasiado fuerte para el Partido Popular del melifluo Pablo Casado Blanco, que, tras un corto período de aparente firmeza, creyó obligado girar, una vez más, hacia el mirífico “centro”, del que, en realidad, nunca había salido. En un gesto de aparente autoridad, Casado Blanco no dudó en destituirla de su cargo de portavoz parlamentario del Partido Popular. Fue sustituida por la anodina Concepción Gamarra, fiel reflejo de la mentalidad dominante en la cúpula popular. A dormir, sin haber soñado. Luego vino el repugnante discurso contra Santiago Abascal. Su derrota en Cataluña. El ascenso de su pupila Isabel Díaz Ayuso, muy peligroso para él. Y su fracaso en Castilla-León. Hoy, contemplamos su ocaso, que no es otro que el de la “razón cínica”, igualmente representada por Álvarez de Toledo.
(*) Pedro Carlos González Cuevas es uno de los principales historiadores españoles. Autor de numerosos libros, artículos y estudios, recientemente ha publicado dos importantes ensayos con La Tribuna del País Vasco Ediciones: Vox. Entre el liberalismo conservador y de la derecha identitaria y Antifascismo: Mitos y falsedades.