Alberto Núñez Feijóo
Se venía venir, ya se lo había comentado a amigos, casadistas –seguidores de Pablo Casado- y a mis lectores de los diferentes medios con los que colaboro. Decía entonces y ahora sigo diciendo, que el principal adversario en la sombra del palentino es el presidente de la Xunta de Galicia, Alberto Núñez Feijóo. Y así se está demostrando durante la reyerta de Madrid.
No voy a disculpar a Casado por su negligencia, su falta de olfato político, ni menos aún, por sus métodos para resolver cuestiones internas de partido. Mas al contrario, creo que no han sido las mejores formas para atajar el conflicto con la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, su principal activo en el partido. El secretario general de los populares –cada vez más impopulares- Teodoro García Egea, ha actuado con premeditación mal calculada, con nocturnidad traicionera y, por si fuera poco, con una alevosía especialmente sanguinaria. A todas luces, ha sido el testaferro de su presidente y mentor en la vendetta madrileña.
Dicho esto, voy a aclarar que todo este follón, pifostio, jaleo, pitote y cirio ha venido como anillo al dedo al gallego. Siempre –digo bien- ha estado a la expectativa, viendo los toros desde la barrera, acechando y esperando su oportunidad para postularse como “candidato de consenso”. Él ha ido haciendo su camino, calladamente, en silencio, con la distancia prudente que le aleja del peligro. En todas las quinielas siempre salía ganador, tanto en sus fueros –Galicia-, como ante cualquier adversidad que pudiera poner en riesgo a la actual dirección nacional de su partido y, por ende, a Pablo Casado. Y Pablo lo sabía, pero nunca imaginó un desenlace como el que hoy está sufriendo y padeciendo.
Núñez Feijóo, como buen gallego, jamás manifestó una pública devoción a su presidente del partido, fingió respeto y una devoción disfrazada. Y Casado lo sabía. Durante las elecciones primarias, se desmarcó de pronunciarse a favor de ningún candidato, que es una manera sibilina y sutil de poner una vela a Dios y otra al diablo, es decir, practicar la máxima del célebre mercenario y traidor bretón, Bertrand du Guesclin, que decía: “Ni quito ni pongo, pero ayudo a mi señor”. Era pues, una cuestión de tiempo el que, emboscado, aprovechara la coyuntura para postularse sin mancharse las manos, sin desgastarse políticamente en la contienda y, de manera taimada y astuta, cobrar un protagonismo del que huyó en los momentos más complicados para sus intereses personales. Es, sencilla y llanamente, una forma muy ladina y engañadora de proceder. La sombra de Alberto Núñez Feijoó, tan correcto, tan afable, tan educado y cortés, siempre se proyectó sobre la sede de la calle Génova 13. Calculador y frío, sabía de las debilidades internas de ¿su? líder, conocía el significado del silencio de muchos presidentes provinciales y regionales ante la nueva figura emergente del joven e inexperto Pablo Casado.
He dedicado muchos años de mi vida a la política, conozco muy bien cuál es la vida interna de los partidos, sé reconocer una mirada e interpretar un gesto. Lo he visto clarísimo desde hace tres años y sabía de sus apetencias por el cocido madrileño, del pulpo gallego y el albariño ya estaba un poco harto, no saciaban su hambre de poder.
En su momento, no se atrevió a dar un paso al frente en un partido dividido, no quiso ser candidato, sabedor de sus escasas posibilidades ante Soraya Sáez de Santamaría, María Dolores de Cospedal y el propio Pablo Casado. Su predicamento tenía eco en las parroquias gallegas y poco más. Tampoco quiso alinearse junto a ninguna de las facciones, por si acaso las purgas a posteriori le pudieran afectar. Yo a esto le llamo cobardía, deslealtad, falta de honestidad e integridad. ¿Cómo se puede hablar de España y del partido como conjunto si solamente se es fiel a sí mismo? Me parece execrable y despreciable. Nunca me ha gustado el valor moral, la ética política que proyectan dichos populares como “A Dios rogando y con el mazo dando”, “Nadar y guardar la ropa”, o “Tirar la piedra y esconder la mano”, aplicables no sólo al preboste y virrey de Galicia, sino a tantos régulos y caciques, regionales, provinciales y locales.
Miren, queridos lectores, Pablo Casado no ganó del todo las elecciones primarias del Partido Popular. ¿Qué fue de los sorayistas declarados y confesos, de los callados y mudos? ¿Qué fue de los cospedalistas –más anti sorayistas que casadistas- derrotados?
El liderazgo de Casado siempre ha estado en entredicho, siempre ha sido cuestionado y nunca ha recibido un sincero respaldo de muchos, de demasiados. Se le debe atribuir el valor de haber asumido el riesgo y el coraje de haber entrado en liza –quizá su última oportunidad de sobresalir con nombre propio dentro de los populares-. Nadie lo puede negar, pero sus flaquezas y debilidades eran ya pretéritas. Y Pablo lo sabía, Feijóo también.
Desde Santiago de Compostela –capital de Galicia y sede del gobierno regional-, siempre llegaban declaraciones veladas, comentarios ambiguos, recomendaciones varias y, las más de las veces, atronadores silencios cuando lo que se reclamaba era claridad y concreción de posicionamientos. Durante la campaña de las elecciones regionales en el antiguo reino suevo, ya hubo demasiadas condiciones impuestas por parte de Feijóo. Fui testigo y lo pude comprobar, en casi ningún local electoral del Partido Popular había cartel alguno de Pablo Casado, todos eran del virrey gallego. Era una clara declaración de intenciones. Además, todos los actos fueron diseñados a gusto de Alberto, incluyendo en el cartel a aquellos en los que confiaba y descartando a los que no profesaba cariño político. ¿En cuantos mítines intervinieron Casado, García Egea o Cayetana, por aquel entonces portavoz del Grupo Popular en el Congreso de los Diputados? Cayetana en ninguno, la pareja de Génova apenas probó los aromas del ribeiro, ni pudo disfrutar de los paseos por las bellas rías, tan propios en circunstancias normales. Pero la aparente normalidad era una miserable y cobarde disidencia sin declarar. Y Pablo lo sabía, Feijóo también.
No soy casadista, pero en la política el fin nunca justifica los medios empleados, máxime si son determinados por la falta de redaños, integridad y honestidad. Pablo Casado se ha equivocado muchas veces, desde luego, pero la felonía, la perfidia, la infamia, la indignidad, la bellaquería, la traición y la falsedad no la trago, me provoca un rechazo y la descalificación, con independencia de quién la protagonice.
No sé cuál será el resultado de la lucha de clanes por el poder al frente del Partido Popular, aunque me temo que las heridas nunca cicatrizarán, porque todavía siguen abiertas desde años atrás. Sin embargo, sí digo aquello de: “Donde las dan, las toman”, “Quién a hierro mata a hierro muere”, o “Es más peligrosa la daga oculta amiga, que la lanza enemiga declarada”. Tiempo al tiempo, queridos lectores.
Se venía venir, ya se lo había comentado a amigos, casadistas –seguidores de Pablo Casado- y a mis lectores de los diferentes medios con los que colaboro. Decía entonces y ahora sigo diciendo, que el principal adversario en la sombra del palentino es el presidente de la Xunta de Galicia, Alberto Núñez Feijóo. Y así se está demostrando durante la reyerta de Madrid.
No voy a disculpar a Casado por su negligencia, su falta de olfato político, ni menos aún, por sus métodos para resolver cuestiones internas de partido. Mas al contrario, creo que no han sido las mejores formas para atajar el conflicto con la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, su principal activo en el partido. El secretario general de los populares –cada vez más impopulares- Teodoro García Egea, ha actuado con premeditación mal calculada, con nocturnidad traicionera y, por si fuera poco, con una alevosía especialmente sanguinaria. A todas luces, ha sido el testaferro de su presidente y mentor en la vendetta madrileña.
Dicho esto, voy a aclarar que todo este follón, pifostio, jaleo, pitote y cirio ha venido como anillo al dedo al gallego. Siempre –digo bien- ha estado a la expectativa, viendo los toros desde la barrera, acechando y esperando su oportunidad para postularse como “candidato de consenso”. Él ha ido haciendo su camino, calladamente, en silencio, con la distancia prudente que le aleja del peligro. En todas las quinielas siempre salía ganador, tanto en sus fueros –Galicia-, como ante cualquier adversidad que pudiera poner en riesgo a la actual dirección nacional de su partido y, por ende, a Pablo Casado. Y Pablo lo sabía, pero nunca imaginó un desenlace como el que hoy está sufriendo y padeciendo.
Núñez Feijóo, como buen gallego, jamás manifestó una pública devoción a su presidente del partido, fingió respeto y una devoción disfrazada. Y Casado lo sabía. Durante las elecciones primarias, se desmarcó de pronunciarse a favor de ningún candidato, que es una manera sibilina y sutil de poner una vela a Dios y otra al diablo, es decir, practicar la máxima del célebre mercenario y traidor bretón, Bertrand du Guesclin, que decía: “Ni quito ni pongo, pero ayudo a mi señor”. Era pues, una cuestión de tiempo el que, emboscado, aprovechara la coyuntura para postularse sin mancharse las manos, sin desgastarse políticamente en la contienda y, de manera taimada y astuta, cobrar un protagonismo del que huyó en los momentos más complicados para sus intereses personales. Es, sencilla y llanamente, una forma muy ladina y engañadora de proceder. La sombra de Alberto Núñez Feijoó, tan correcto, tan afable, tan educado y cortés, siempre se proyectó sobre la sede de la calle Génova 13. Calculador y frío, sabía de las debilidades internas de ¿su? líder, conocía el significado del silencio de muchos presidentes provinciales y regionales ante la nueva figura emergente del joven e inexperto Pablo Casado.
He dedicado muchos años de mi vida a la política, conozco muy bien cuál es la vida interna de los partidos, sé reconocer una mirada e interpretar un gesto. Lo he visto clarísimo desde hace tres años y sabía de sus apetencias por el cocido madrileño, del pulpo gallego y el albariño ya estaba un poco harto, no saciaban su hambre de poder.
En su momento, no se atrevió a dar un paso al frente en un partido dividido, no quiso ser candidato, sabedor de sus escasas posibilidades ante Soraya Sáez de Santamaría, María Dolores de Cospedal y el propio Pablo Casado. Su predicamento tenía eco en las parroquias gallegas y poco más. Tampoco quiso alinearse junto a ninguna de las facciones, por si acaso las purgas a posteriori le pudieran afectar. Yo a esto le llamo cobardía, deslealtad, falta de honestidad e integridad. ¿Cómo se puede hablar de España y del partido como conjunto si solamente se es fiel a sí mismo? Me parece execrable y despreciable. Nunca me ha gustado el valor moral, la ética política que proyectan dichos populares como “A Dios rogando y con el mazo dando”, “Nadar y guardar la ropa”, o “Tirar la piedra y esconder la mano”, aplicables no sólo al preboste y virrey de Galicia, sino a tantos régulos y caciques, regionales, provinciales y locales.
Miren, queridos lectores, Pablo Casado no ganó del todo las elecciones primarias del Partido Popular. ¿Qué fue de los sorayistas declarados y confesos, de los callados y mudos? ¿Qué fue de los cospedalistas –más anti sorayistas que casadistas- derrotados?
El liderazgo de Casado siempre ha estado en entredicho, siempre ha sido cuestionado y nunca ha recibido un sincero respaldo de muchos, de demasiados. Se le debe atribuir el valor de haber asumido el riesgo y el coraje de haber entrado en liza –quizá su última oportunidad de sobresalir con nombre propio dentro de los populares-. Nadie lo puede negar, pero sus flaquezas y debilidades eran ya pretéritas. Y Pablo lo sabía, Feijóo también.
Desde Santiago de Compostela –capital de Galicia y sede del gobierno regional-, siempre llegaban declaraciones veladas, comentarios ambiguos, recomendaciones varias y, las más de las veces, atronadores silencios cuando lo que se reclamaba era claridad y concreción de posicionamientos. Durante la campaña de las elecciones regionales en el antiguo reino suevo, ya hubo demasiadas condiciones impuestas por parte de Feijóo. Fui testigo y lo pude comprobar, en casi ningún local electoral del Partido Popular había cartel alguno de Pablo Casado, todos eran del virrey gallego. Era una clara declaración de intenciones. Además, todos los actos fueron diseñados a gusto de Alberto, incluyendo en el cartel a aquellos en los que confiaba y descartando a los que no profesaba cariño político. ¿En cuantos mítines intervinieron Casado, García Egea o Cayetana, por aquel entonces portavoz del Grupo Popular en el Congreso de los Diputados? Cayetana en ninguno, la pareja de Génova apenas probó los aromas del ribeiro, ni pudo disfrutar de los paseos por las bellas rías, tan propios en circunstancias normales. Pero la aparente normalidad era una miserable y cobarde disidencia sin declarar. Y Pablo lo sabía, Feijóo también.
No soy casadista, pero en la política el fin nunca justifica los medios empleados, máxime si son determinados por la falta de redaños, integridad y honestidad. Pablo Casado se ha equivocado muchas veces, desde luego, pero la felonía, la perfidia, la infamia, la indignidad, la bellaquería, la traición y la falsedad no la trago, me provoca un rechazo y la descalificación, con independencia de quién la protagonice.
No sé cuál será el resultado de la lucha de clanes por el poder al frente del Partido Popular, aunque me temo que las heridas nunca cicatrizarán, porque todavía siguen abiertas desde años atrás. Sin embargo, sí digo aquello de: “Donde las dan, las toman”, “Quién a hierro mata a hierro muere”, o “Es más peligrosa la daga oculta amiga, que la lanza enemiga declarada”. Tiempo al tiempo, queridos lectores.