El hombre de rostro de hielo
![[Img #21611]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/03_2022/4692_vladimir-putin_98.webp)
Las derivas autoritarias y populistas del presente son de largo recorrido, y alguna tiene incluso ciertos paralelismos con ese movimiento de masas que fue el nazismo, ideología no de unos pocos locos criminales, sino fruto de la ceguera voluntaria y la abdicación moral de una sociedad – dentro y fuera de Alemania – que compró las justificaciones de las políticas de Hitler.
Ya fuera por convencimiento o por interés – o por ambas -, el régimen totalitario que puso en el centro al antisemitismo como nueva teoría racial y la limpieza étnica de Europa como objetivo prioritario, en medio de un delirio de conquista y expansión por el Lebensraum que terminó arrastrando a las naciones a un conflicto a escala mundial, tuvo en la inflación, la crisis económica y la inestabilidad política de la Europa de los años 1920 los factores decisivos en la conformación de una plataforma ideológica que transformó el odio antijudío en un plan genocida sin precedentes hasta ese momento en la historia de la humanidad. Si Mi Lucha, el panfleto escrito por Adolf Hitler fue clave en la cristalización de la ideología nazi, un análisis histórico, sociológico y cultural más profundo nos debería alertar de las conexiones que aquel tiempo oscuro tuvo en el destino de los pueblos de Europa y en las nuevas divisiones territoriales que surgieron en el viejo continente y en otras partes del mundo.
Las analogías entre los comienzos de la Segunda Guerra Mundial y la actual invasión de Ucrania por Rusia son inevitables. No por el fondo ideológico del destino manifiesto de las naciones en el que de forma mística creen Hitler y Vladimir Putin, sino por los elementos que sí tienen en común estos personajes, como son la utilización de la retórica y el victimismo histórico para justificar el derecho natural de la ocupación de territorio, las similitudes geopolíticas o el tejido de alianzas, abiertas y ocultas, que ambos casos manifiestan. 80 años después del comienzo de la llamada Operación Barbarroja por los nazis, Ucrania es de nuevo invadida – esta vez por los rusos – por la misma región del Donbas que ya fue escenario de la campaña de Kiev, Rostov y Crimea en el frente sur camino del Cáucaso. Imágenes de fosas comunes destapadas en Mariupol y otras localidades de Lugansk y Donetsk que parecen de otros tiempos y nos dañan la Memoria. Entierros irregulares de víctimas de la agresión ucraniana o de los separatistas pro-rusos durante las refriegas de 2014 y descubiertas en 2021. La guerra del relato acompaña también aquí a la fuerza de las armas. La información sobre la responsabilidad de esas muertes es contradictoria, pero no la certeza de que las heridas que deja un conflicto civil con fondo cultural no resuelto se acrecientan con la entrada de un extranjero percibido como salvador o como ocupante, según la percepción y la narrativa.
Ya pasó, no hace mucho. Y cuando los odios regresan y se instalan en los corazones, la mancha se extiende sin control por estas tierras de sangre que con tanta lucidez y dolor nos describió Timothy Snyder (Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin, Galaxia Gutemberg, 2012), quien volvió a alertarnos en 2018 con un análisis anticipatorio de lo que se nos venía encima en el ensayo El camino hacia la no libertad (Snyder, Galaxia Gutemberg, 2018). Porque la manipulación y la desinformación es tal, en ambos bandos, que las emociones nos impiden reconocer que Europa es la diana del enfrentamiento geopolítico que se libra a gran escala entre Estados Unidos y Rusia. Competidores para los primeros, débiles y decadentes para los segundos, los europeos vamos a sufrir las consecuencias de una guerra económica que se libra por el control de las materias primas, las rutas marítimas, la superioridad tecnológica y la autonomía energética. Ucrania es sólo un peón prescindible, la excusa de una cruzada contra los valores occidentales y las democracias liberales, nocivas en la mente de un Presidente ruso que ha roto todos los puentes con Europa y que dice haber emprendido una "campaña lícita contra drogadictos y neonazis" (Putin dixit literal). Darwinismo racial – limpieza étnica y depuración de la sangre aria en Hitler – y darwinismo social – drogadictos y demás degenerados según Putin -, dos caras de un mismo imperativo espiritual que se sirvió de un puñado de oligarcas para monopolizar el poder político y económico por medio de una eficaz mezcla de ilusión y represión. Ucrania, un peón prescindible también para unos Estados Unidos que pivotó hace años hacia el Pacífico y que tiene en su punto de mira a una China que astutamente se ha puesto de perfil y juega a buscar un equilibrio entre este viejo mundo que se muere y el vértigo que produce el nuevo Orden Internacional alternativo y revisionista que no acaba de despegar.
Es difícil ponerse en la mente del hombre de rostro de hielo que cree que su misión es restaurar el orgullo nacional rompiendo las reglas del actual orden internacional y quebrando el paradigma de seguridad de Europa y del mundo. Rusia ha vivido momentos traumáticos en su historia y quizá los europeos no fuimos lo suficientemente sensibles para aprovechar el momento histórico que supuso la implosión de la Unión Soviética en 1991 para atraer a una Rusia necesitada entonces de redefinir su lugar en Europa y en el mundo junto a las democracias liberales. Lejos de ello, sin autonomía estratégica y sin voluntad de tenerla, nos convertimos en los apéndices de la OTAN y enviamos declaraciones cándidas y mensajes letales desde el seno de la UE que nos han traído a la situación actual. Consciente o inconscientemente, hemos dado argumentos a los que se oponen a la asimilación occidental y buscan la recuperación del papel de gran potencia de Rusia en el marco de un mundo multipolar.
En la esfera de las percepciones, Rusia, que sigue buscando su identidad, se siente insegura dentro de sus límites geográficos. Ucrania es una línea roja, tanto en su aspecto sentimental – es el origen de la rus de Kiev y la línea de fractura entre la civilización occidental y la ortodoxa – como defensivo – cabeza de puente en el margen europeo de su Heartland y salida al Mar Negro -. En el imaginario nacionalista ruso, el consenso sobre la importancia geopolítica de esta región trasciende al deseo del actual inquilino del Kremlin. Entender no es justificar, y el nacionalismo ruso y su visión geopolítica de lo que llaman su vecindad próxima es incompatible en el Derecho Internacional con unas naciones que empiezan a definir una identidad nacional, algunas hasta ahora débil, por la brutalidad de la agresión de Rusia sobre Ucrania y por el miedo a ser los siguientes.
Por eso, una Rusia humillada, como lo fue Alemania después de la Primera Guerra Mundial, es tan peligrosa como una Rusia envalentonada y desenfrenadamente libre como lo fue en su día la Alemania nazi. Ucrania se encuentra en un punto de inflexión y se juega su soberanía nacional y su integridad territorial. El hecho de que la guerra y la muerte vuelvan a ser una realidad en Europa plantea muchas incógnitas. Una de ellas, la necesidad de definir qué papel queremos jugar como potencia regional en el futuro y cómo vamos a gestionar las relaciones con un mundo cada vez más iliberal.
Las derivas autoritarias y populistas del presente son de largo recorrido, y alguna tiene incluso ciertos paralelismos con ese movimiento de masas que fue el nazismo, ideología no de unos pocos locos criminales, sino fruto de la ceguera voluntaria y la abdicación moral de una sociedad – dentro y fuera de Alemania – que compró las justificaciones de las políticas de Hitler.
Ya fuera por convencimiento o por interés – o por ambas -, el régimen totalitario que puso en el centro al antisemitismo como nueva teoría racial y la limpieza étnica de Europa como objetivo prioritario, en medio de un delirio de conquista y expansión por el Lebensraum que terminó arrastrando a las naciones a un conflicto a escala mundial, tuvo en la inflación, la crisis económica y la inestabilidad política de la Europa de los años 1920 los factores decisivos en la conformación de una plataforma ideológica que transformó el odio antijudío en un plan genocida sin precedentes hasta ese momento en la historia de la humanidad. Si Mi Lucha, el panfleto escrito por Adolf Hitler fue clave en la cristalización de la ideología nazi, un análisis histórico, sociológico y cultural más profundo nos debería alertar de las conexiones que aquel tiempo oscuro tuvo en el destino de los pueblos de Europa y en las nuevas divisiones territoriales que surgieron en el viejo continente y en otras partes del mundo.
Las analogías entre los comienzos de la Segunda Guerra Mundial y la actual invasión de Ucrania por Rusia son inevitables. No por el fondo ideológico del destino manifiesto de las naciones en el que de forma mística creen Hitler y Vladimir Putin, sino por los elementos que sí tienen en común estos personajes, como son la utilización de la retórica y el victimismo histórico para justificar el derecho natural de la ocupación de territorio, las similitudes geopolíticas o el tejido de alianzas, abiertas y ocultas, que ambos casos manifiestan. 80 años después del comienzo de la llamada Operación Barbarroja por los nazis, Ucrania es de nuevo invadida – esta vez por los rusos – por la misma región del Donbas que ya fue escenario de la campaña de Kiev, Rostov y Crimea en el frente sur camino del Cáucaso. Imágenes de fosas comunes destapadas en Mariupol y otras localidades de Lugansk y Donetsk que parecen de otros tiempos y nos dañan la Memoria. Entierros irregulares de víctimas de la agresión ucraniana o de los separatistas pro-rusos durante las refriegas de 2014 y descubiertas en 2021. La guerra del relato acompaña también aquí a la fuerza de las armas. La información sobre la responsabilidad de esas muertes es contradictoria, pero no la certeza de que las heridas que deja un conflicto civil con fondo cultural no resuelto se acrecientan con la entrada de un extranjero percibido como salvador o como ocupante, según la percepción y la narrativa.
Ya pasó, no hace mucho. Y cuando los odios regresan y se instalan en los corazones, la mancha se extiende sin control por estas tierras de sangre que con tanta lucidez y dolor nos describió Timothy Snyder (Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin, Galaxia Gutemberg, 2012), quien volvió a alertarnos en 2018 con un análisis anticipatorio de lo que se nos venía encima en el ensayo El camino hacia la no libertad (Snyder, Galaxia Gutemberg, 2018). Porque la manipulación y la desinformación es tal, en ambos bandos, que las emociones nos impiden reconocer que Europa es la diana del enfrentamiento geopolítico que se libra a gran escala entre Estados Unidos y Rusia. Competidores para los primeros, débiles y decadentes para los segundos, los europeos vamos a sufrir las consecuencias de una guerra económica que se libra por el control de las materias primas, las rutas marítimas, la superioridad tecnológica y la autonomía energética. Ucrania es sólo un peón prescindible, la excusa de una cruzada contra los valores occidentales y las democracias liberales, nocivas en la mente de un Presidente ruso que ha roto todos los puentes con Europa y que dice haber emprendido una "campaña lícita contra drogadictos y neonazis" (Putin dixit literal). Darwinismo racial – limpieza étnica y depuración de la sangre aria en Hitler – y darwinismo social – drogadictos y demás degenerados según Putin -, dos caras de un mismo imperativo espiritual que se sirvió de un puñado de oligarcas para monopolizar el poder político y económico por medio de una eficaz mezcla de ilusión y represión. Ucrania, un peón prescindible también para unos Estados Unidos que pivotó hace años hacia el Pacífico y que tiene en su punto de mira a una China que astutamente se ha puesto de perfil y juega a buscar un equilibrio entre este viejo mundo que se muere y el vértigo que produce el nuevo Orden Internacional alternativo y revisionista que no acaba de despegar.
Es difícil ponerse en la mente del hombre de rostro de hielo que cree que su misión es restaurar el orgullo nacional rompiendo las reglas del actual orden internacional y quebrando el paradigma de seguridad de Europa y del mundo. Rusia ha vivido momentos traumáticos en su historia y quizá los europeos no fuimos lo suficientemente sensibles para aprovechar el momento histórico que supuso la implosión de la Unión Soviética en 1991 para atraer a una Rusia necesitada entonces de redefinir su lugar en Europa y en el mundo junto a las democracias liberales. Lejos de ello, sin autonomía estratégica y sin voluntad de tenerla, nos convertimos en los apéndices de la OTAN y enviamos declaraciones cándidas y mensajes letales desde el seno de la UE que nos han traído a la situación actual. Consciente o inconscientemente, hemos dado argumentos a los que se oponen a la asimilación occidental y buscan la recuperación del papel de gran potencia de Rusia en el marco de un mundo multipolar.
En la esfera de las percepciones, Rusia, que sigue buscando su identidad, se siente insegura dentro de sus límites geográficos. Ucrania es una línea roja, tanto en su aspecto sentimental – es el origen de la rus de Kiev y la línea de fractura entre la civilización occidental y la ortodoxa – como defensivo – cabeza de puente en el margen europeo de su Heartland y salida al Mar Negro -. En el imaginario nacionalista ruso, el consenso sobre la importancia geopolítica de esta región trasciende al deseo del actual inquilino del Kremlin. Entender no es justificar, y el nacionalismo ruso y su visión geopolítica de lo que llaman su vecindad próxima es incompatible en el Derecho Internacional con unas naciones que empiezan a definir una identidad nacional, algunas hasta ahora débil, por la brutalidad de la agresión de Rusia sobre Ucrania y por el miedo a ser los siguientes.
Por eso, una Rusia humillada, como lo fue Alemania después de la Primera Guerra Mundial, es tan peligrosa como una Rusia envalentonada y desenfrenadamente libre como lo fue en su día la Alemania nazi. Ucrania se encuentra en un punto de inflexión y se juega su soberanía nacional y su integridad territorial. El hecho de que la guerra y la muerte vuelvan a ser una realidad en Europa plantea muchas incógnitas. Una de ellas, la necesidad de definir qué papel queremos jugar como potencia regional en el futuro y cómo vamos a gestionar las relaciones con un mundo cada vez más iliberal.