La ciencia y la verdad
Adelanto editorial de "Malestar en la ciencia", el nuevo libro de Denis Collin
La autoridad de la ciencia reside en su pretensión de decir la verdad. Pero como esta palabra está bastante mal definida, es aún más impresionante. “¡Es científico!” es lo mismo que decir “¡es cierto, de verdad incuestionable!”. Pero, ¿qué se entiende por la palabra verdad? Para los primeros filósofos que se plantearon esta cuestión, la respuesta es muy sencilla: decir la verdad es decir que lo que es, es, y lo que no es, no es (Aristóteles). Esta correspondencia entre lo que realmente es y lo que tengo en mi mente (adequatio rei et intellectus) es, sin embargo, tan obvia como inútil. ¿Cómo puedo verificar que lo que tengo en mi mente y lo que es, realmente se corresponden? Si quiero comparar dos figuras geométricas y asegurarme que tienen la misma forma y superficie, sólo tengo que deslizar una sobre la otra; es fácil ver si se corresponden o no.
Pero, ¿cómo se arrastra una idea a una realidad para ver si coinciden? Hay varias formas de salir de esta dificultad cuando nos mantenemos en el ámbito del conocimiento científico. La más grave es la inventada por Galileo y teorizada por Kant: si suponemos una ley constante que une dos fenómenos, entonces, si se trata efectivamente de una ley, debemos ser capaces de predecir la realización de ciertos acontecimientos proyectando las condiciones presentes en el futuro de acuerdo con esta ley. No se trata de expérience estrictamente hablando, sino de expérimentation. En formas más o menos sofisticadas, esta idea defendida por Kant en el prefacio de la segunda edición de la Crítica de la razón pura se encuentra en el “razonamiento experimental” de Claude Bernard, en el modelo nomológico deductivo de Carl Hempel y, de forma más paradójica, en el principio de refutabilidad de Karl Popper.
Este modelo científico, por su carácter predictivo, es extremadamente eficaz, sobre todo en sus aplicaciones a lo que antes se llamaba “ciencias mecánicas”. Su objeto son los fenómenos bien definidos, fáciles de experimentar eliminando los factores perturbadores, un campo donde las idealizaciones son bastante fáciles. Pero esto es sólo una fina capa de la realidad. En lo que respecta a los vivos, las cosas ya están muy complicadas. No tenemos ningún modelo matemático coherente de los procesos que afectan a los seres vivos. Puede que tengamos algo a nivel de biología molecular –e incluso entonces–, pero en lo que respecta a las propiedades emergentes de los seres vivos complejos, debemos conformarnos con estadísticas poco predictivas. La medicina sigue siendo en gran medida lo que era para los médicos griegos, un conocimiento empírico y un arte. Y en lo que respecta a los asuntos humanos, a pesar de las extravagantes afirmaciones de algunos economistas, no existe ninguna ciencia predictiva y, por tanto, ninguna posibilidad de establecer leyes generales verificables. Hay, incluso en la física, una vertiente de “hacer” que no se puede eliminar, por ejemplo, la renormalización: este procedimiento descarta sistemáticamente las discrepancias en las predicciones de la teoría cuántica de campos. Esta teoría lleva a dar a ciertos valores una cantidad infinita. Como esto es imposible, se lleva a cabo una “normalización” para hacerlos predecibles y controlables.
El modelo científico que tenemos desde el siglo XVII es, por lo tanto, extraordinariamente poderoso –nuestro mundo es producto de él, en cierto modo– y, al mismo tiempo, relativamente limitado. Nuestras ciencias construyen modelos temporales que son mapas más o menos fiables para orientarnos en el mundo real, pero nada más. Aunque como sabemos, el mapa no es el territorio y las ciencias no dicen la verdad, simplemente dan indicaciones prácticas. Todo esto está muy bien, es muy útil, muy valioso y todo lo que se quiera, pero no justifica esta posición dominante y esta pretensión de decir la verdad y de eliminar todas las demás actividades intelectuales racionales, es decir, esencialmente la filosofía, que sólo se tolera hoy en día si se reduce al papel de humilde sirviente de la ciencia o si se contenta con distribuir un útil “suplemento de alma” para exhibir en las conversaciones mundanas.
Nuestras ciencias son el producto de los “cerebros” humanos y manifiestan lo que es la mente humana. Son la forma en que buscamos apropiarnos del mundo que constituimos y de ninguna manera una palabra de verdad que debamos reverenciar (¡la verdad y la reverencia son de la misma familia!). Lo que el hombre, al final, encuentra en las producciones científicas, es que sigue siendo él mismo.
Resulta necesario apreciar el valor de las verdades que la ciencia natural moderna está aportando. Sin duda, es estupendo saber que la velocidad de la luz es el límite absoluto en nuestro universo, si –como tenemos buenas razones para creer en este momento– la descripción propuesta por Einstein es adecuada. Hay en la teoría de la relatividad, especialmente en la general, una forma de belleza y algo que nos acerca al amor intelectual de Dios, del que habla Spinoza en la Parte V de La Ética. Sin duda, las aportaciones de la teoría evolutiva y los enormes avances de la paleontología humana son fascinantes. Hay, pues, una satisfacción puramente intelectual, pero también estética, en las grandes teorías científicas. Pero también se puede observar que estas vastas teorías son también las más especulativas y, por tanto, ¡las más filosóficas! Y la fascinación que ejercen proviene precisamente de este carácter especulativo porque ayudan a satisfacer, aunque sea parcialmente, la necesidad de lo incondicionado que se encuentra en toda inteligencia humana.
Otras teorías más limitadas son mucho más seguras y tienen aplicaciones prácticas más amplias. Pero el valor de las verdades que producen es mucho menor. Para tomar una caricatura de las cosas, si conozco la hora de cierre del panadero o de la farmacia más cercana a mi casa, es una verdad muy útil, pero su valor se limita a esta utilidad... Puedo vivir toda mi vida sin haberme preguntado nunca si existe una sustancia eterna e infinita con infinitos atributos –que es el fundamento de la ética spinozista–, pero esta tesis, que puedo sostener como la verdad más fundamental, aunque sea puramente especulativa y sin utilidad pragmática, tiene el valor más alto. Podemos arriesgarnos a ello: cuanto más filosófica es una verdad científica, más valor intrínseco tiene –aquí retomo la distinción clásica entre valor intrínseco e instrumental–.
También se puede subrayar que la ciencia no vale nada por sí misma, sino por su valor instrumental o de utilidad, o por su valor filosófico, y sólo la filosofía puede, en última instancia, darle su valor. Por tanto, la obsesión por querer “hacer ciencia” en las “ciencias humanas” no tiene ningún sentido. De hecho, es el valor de verdad de la filosofía lo que da valor a las demás ciencias. Consecuentemente, propongo simplemente que volvamos, sobre nuevas bases, a la arquitectura aristotélica del conocimiento.
Este artículo es un fragmento del libro Malestar en la ciencia de Denis Collin y publicado por Letras Inquietas.
La autoridad de la ciencia reside en su pretensión de decir la verdad. Pero como esta palabra está bastante mal definida, es aún más impresionante. “¡Es científico!” es lo mismo que decir “¡es cierto, de verdad incuestionable!”. Pero, ¿qué se entiende por la palabra verdad? Para los primeros filósofos que se plantearon esta cuestión, la respuesta es muy sencilla: decir la verdad es decir que lo que es, es, y lo que no es, no es (Aristóteles). Esta correspondencia entre lo que realmente es y lo que tengo en mi mente (adequatio rei et intellectus) es, sin embargo, tan obvia como inútil. ¿Cómo puedo verificar que lo que tengo en mi mente y lo que es, realmente se corresponden? Si quiero comparar dos figuras geométricas y asegurarme que tienen la misma forma y superficie, sólo tengo que deslizar una sobre la otra; es fácil ver si se corresponden o no.
Pero, ¿cómo se arrastra una idea a una realidad para ver si coinciden? Hay varias formas de salir de esta dificultad cuando nos mantenemos en el ámbito del conocimiento científico. La más grave es la inventada por Galileo y teorizada por Kant: si suponemos una ley constante que une dos fenómenos, entonces, si se trata efectivamente de una ley, debemos ser capaces de predecir la realización de ciertos acontecimientos proyectando las condiciones presentes en el futuro de acuerdo con esta ley. No se trata de expérience estrictamente hablando, sino de expérimentation. En formas más o menos sofisticadas, esta idea defendida por Kant en el prefacio de la segunda edición de la Crítica de la razón pura se encuentra en el “razonamiento experimental” de Claude Bernard, en el modelo nomológico deductivo de Carl Hempel y, de forma más paradójica, en el principio de refutabilidad de Karl Popper.
Este modelo científico, por su carácter predictivo, es extremadamente eficaz, sobre todo en sus aplicaciones a lo que antes se llamaba “ciencias mecánicas”. Su objeto son los fenómenos bien definidos, fáciles de experimentar eliminando los factores perturbadores, un campo donde las idealizaciones son bastante fáciles. Pero esto es sólo una fina capa de la realidad. En lo que respecta a los vivos, las cosas ya están muy complicadas. No tenemos ningún modelo matemático coherente de los procesos que afectan a los seres vivos. Puede que tengamos algo a nivel de biología molecular –e incluso entonces–, pero en lo que respecta a las propiedades emergentes de los seres vivos complejos, debemos conformarnos con estadísticas poco predictivas. La medicina sigue siendo en gran medida lo que era para los médicos griegos, un conocimiento empírico y un arte. Y en lo que respecta a los asuntos humanos, a pesar de las extravagantes afirmaciones de algunos economistas, no existe ninguna ciencia predictiva y, por tanto, ninguna posibilidad de establecer leyes generales verificables. Hay, incluso en la física, una vertiente de “hacer” que no se puede eliminar, por ejemplo, la renormalización: este procedimiento descarta sistemáticamente las discrepancias en las predicciones de la teoría cuántica de campos. Esta teoría lleva a dar a ciertos valores una cantidad infinita. Como esto es imposible, se lleva a cabo una “normalización” para hacerlos predecibles y controlables.
El modelo científico que tenemos desde el siglo XVII es, por lo tanto, extraordinariamente poderoso –nuestro mundo es producto de él, en cierto modo– y, al mismo tiempo, relativamente limitado. Nuestras ciencias construyen modelos temporales que son mapas más o menos fiables para orientarnos en el mundo real, pero nada más. Aunque como sabemos, el mapa no es el territorio y las ciencias no dicen la verdad, simplemente dan indicaciones prácticas. Todo esto está muy bien, es muy útil, muy valioso y todo lo que se quiera, pero no justifica esta posición dominante y esta pretensión de decir la verdad y de eliminar todas las demás actividades intelectuales racionales, es decir, esencialmente la filosofía, que sólo se tolera hoy en día si se reduce al papel de humilde sirviente de la ciencia o si se contenta con distribuir un útil “suplemento de alma” para exhibir en las conversaciones mundanas.
Nuestras ciencias son el producto de los “cerebros” humanos y manifiestan lo que es la mente humana. Son la forma en que buscamos apropiarnos del mundo que constituimos y de ninguna manera una palabra de verdad que debamos reverenciar (¡la verdad y la reverencia son de la misma familia!). Lo que el hombre, al final, encuentra en las producciones científicas, es que sigue siendo él mismo.
Resulta necesario apreciar el valor de las verdades que la ciencia natural moderna está aportando. Sin duda, es estupendo saber que la velocidad de la luz es el límite absoluto en nuestro universo, si –como tenemos buenas razones para creer en este momento– la descripción propuesta por Einstein es adecuada. Hay en la teoría de la relatividad, especialmente en la general, una forma de belleza y algo que nos acerca al amor intelectual de Dios, del que habla Spinoza en la Parte V de La Ética. Sin duda, las aportaciones de la teoría evolutiva y los enormes avances de la paleontología humana son fascinantes. Hay, pues, una satisfacción puramente intelectual, pero también estética, en las grandes teorías científicas. Pero también se puede observar que estas vastas teorías son también las más especulativas y, por tanto, ¡las más filosóficas! Y la fascinación que ejercen proviene precisamente de este carácter especulativo porque ayudan a satisfacer, aunque sea parcialmente, la necesidad de lo incondicionado que se encuentra en toda inteligencia humana.
Otras teorías más limitadas son mucho más seguras y tienen aplicaciones prácticas más amplias. Pero el valor de las verdades que producen es mucho menor. Para tomar una caricatura de las cosas, si conozco la hora de cierre del panadero o de la farmacia más cercana a mi casa, es una verdad muy útil, pero su valor se limita a esta utilidad... Puedo vivir toda mi vida sin haberme preguntado nunca si existe una sustancia eterna e infinita con infinitos atributos –que es el fundamento de la ética spinozista–, pero esta tesis, que puedo sostener como la verdad más fundamental, aunque sea puramente especulativa y sin utilidad pragmática, tiene el valor más alto. Podemos arriesgarnos a ello: cuanto más filosófica es una verdad científica, más valor intrínseco tiene –aquí retomo la distinción clásica entre valor intrínseco e instrumental–.
También se puede subrayar que la ciencia no vale nada por sí misma, sino por su valor instrumental o de utilidad, o por su valor filosófico, y sólo la filosofía puede, en última instancia, darle su valor. Por tanto, la obsesión por querer “hacer ciencia” en las “ciencias humanas” no tiene ningún sentido. De hecho, es el valor de verdad de la filosofía lo que da valor a las demás ciencias. Consecuentemente, propongo simplemente que volvamos, sobre nuevas bases, a la arquitectura aristotélica del conocimiento.
Este artículo es un fragmento del libro Malestar en la ciencia de Denis Collin y publicado por Letras Inquietas.