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Miércoles, 04 de Mayo de 2022 Tiempo de lectura:
Avance editorial exclusivo de “Católicos e Identitarios”, el esperado libro de Julien Langella

El retorno de las identidades y la necesidad vital del arraigo

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[Img #21944](…) Con respecto a los refugiados, debemos repensar nuestras políticas de principio a fin: para ser verdaderamente caritativos, hemos de reflexionar sobre lo que es realmente bueno para ellos. Y para eso, necesitamos saber a quién estamos ayudando, con discernimiento. Una buena manera de hacer esto sería identificar, in situ, las necesidades reales de estos refugiados caso por caso. Este debería ser el trabajo de nuestras embajadas en conjunción con las comunidades locales. Así, con voluntad de ayudar –de manera selectiva–, podríamos atender a algunas de ellas de forma provisional. Los gobiernos y ONGs europeos promigrantes están haciendo exactamente lo contrario: permiten la afluencia masiva de refugiados falsos que son arrojados a Europa, e incluso les animan a cruzar el Mediterráneo mientras que van a buscarlos a unos cuantos kilómetros de la costa de Libia. No se trata una operación de rescate, sino de una reunión con los traficantes y su «carga». Esto es lo cierto: los contrabandistas tienen ahora el hábito de notificar a la guardia costera su llegada. Según Tarek Shanboor, un coronel libio de la Guardia Costera, las ONGs pagan a los traficantes para que traigan inmigrantes a Europa.


Contrariamente al pensamiento –erróneo– común, no se trata de promigrantes por un lado y antiinmigrantes por el otro. No nos dejemos intimidar por este indigno chantaje moral. Un chantaje, por cierto, que es bastante exitoso, dado que algunas de las fotos destinadas a manipularnos, como las que muestran a falsos refugiados muertos en el agua, son simplemente escenas actuadas, como ha revelado Monseñor Natanael, obispo metropolitano de las islas griegas de Kos y Nisyros: «He visto con mis propios ojos a los reporteros extranjeros de televisión que dan 20 euros a personas para que simulen ser víctimas de ahogamiento».


La emoción no puede jugar ningún papel en esta discusión. Una política justa y equitativa es ante todo una política racional y razonable. Todo el mundo está de acuerdo en ayudar a los refugiados que están necesitados de ayuda. Todo depende de esta extremadamente importante cláusula: que necesiten ayuda. Así que la pregunta no es si debemos ayudar a los refugiados en peligro de muerte, sino a quién y cómo. Sin embargo, hay que recordar que esta política solo será una medida provisional. Para detener significativamente la hemorragia en Oriente Medio, hay que apoyar a los grupos armados que resisten al Estado Islámico y sellar nuestras fronteras con el fin de detener el efecto llamada.


[Img #21945]La verdadera división está entre aquellos que han renunciado a cualquier política digna de ese nombre, que se conforman con observar el curso de los acontecimientos –el partido de la cobardía– y aquellos que quieren ayudar eficazmente a los cristianos perseguidos –el partido de la caridad–. Pero no podemos dar ninguna ayuda sin antes reclamar nuestra soberanía, es decir, nuestra libertad de acción en el ámbito nacional e internacional. De ahí la necesidad de tener control sobre nuestras fronteras. Es la única manera de acabar con el éxodo migratorio.


EL RETORNO DE LAS IDENTIDADES
 

Estamos saliendo de un ciclo histórico. Desde el siglo XIX, la locura de las ideologías prendió fuego a Europa y al mundo. Una de esas ideologías propuso el progreso infinito de la humanidad, «el futuro brillante» como dijeron en la URSS o en la China de Mao. Con su explicación del mundo, hecha a medida, las ideologías jugaban el papel de las religiones. Pero nadie realmente cree en ellas y cada persona aspira a encontrar lo que es le familiar: sus raíces, su identidad.

 

(...)

 

Samuel Huntington aborda este tema en El choque de las civilizaciones, publicado en 1996, una obra que fue muy criticada, pero rara vez leída. «Al nivel de la sociedad, la modernización refuerza el poder económico, militar y político de la sociedad y anima a la población... a afirmar su propia identidad cultural». Pero «a nivel individual... los lazos y las relaciones sociales tradicionales se rompen, lo que lleva a crisis de identidad». El precio de este poder material es, por tanto, un seguro desarraigo moral y cultural.

 


Vemos claramente que las demostraciones de fuerza identitaria por parte de un Jefe de Estado no reflejan automáticamente la vitalidad cultural de su pueblo. Esto es especialmente cierto en China, donde la modernización forzada destruye las comunidades rurales, columna vertebral de la identidad china. China vive su revolución industrial, al igual que Europa en el siglo XIX, añadiendo la eficacia del despotismo asiático y la fuerza de represión heredada del comunismo. A pesar de la tasa de crecimiento en forma de nuevos misiles, hay cuatro intentos de suicidio cada minuto en China. Como explica el psicoanalista Huo Datong: «en los hospitales psiquiátricos vemos un montón de pacientes psicóticos debido al desarrollo económico que ha resultado en la disolución de los lazos familiares y parentales, en el aislamiento unos de otros».
 

La modernidad tecnológica y el arraigo son difícilmente compatibles.
 

La cultura no es un organismo transgénico: no crece en una probeta de laboratorio. En un mundo donde el tener buena salud se mide según la venta de tabletas táctiles, la cultura no sirve para nada. Cualquier cantante de usar y tirar da más beneficios a la industria del disco que un grupo polifónico cantando en una fiesta del pueblo. Así, la entrada de países tercermundistas en la modernidaddustrial supone la muerte de las identidades populares. Y es precisamente esta destrucción de culturas arraigadas en el nombre de la rentabilidad económica lo que suscita una fuerte necesidad de identidad.


LA NECESIDAD VITAL DEL ARRAIGO
 

Hay que reafirmar, como dijo la filósofa Simone Weil, que «el arraigo es la más importante y desconocida necesidad del alma humana». Para realizarse, el hombre debe ser coherente con su entorno. Debe «recibir prácticamente la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual a través de los círculos a los que pertenece de forma natural». Ahora, «el desarraigo es precisamente la destrucción de estos ambientes intermediarios, sociales y culturales», lo que resulta en una «fragmentación del sentido» que produce masas de desequilibrados; esos zombis de supermercado en busca de más y más.


La patria es nuestro ecosistema. No es una deidad guerrera, un ídolo en el nombre del cual la justicia y la dignidad de los más débiles deben ser sacrificadas, ya vengan de aquí o allá. La patria es un puente entre Dios y los hombres, una pasarela entre el cielo y la tierra. Por tanto, el Estado tiene el deber de «preservar cualquier ambiente, dentro o fuera del territorio, donde una pequeña o gran parte de la población encuentra vida para el alma»327.
Esta responsabilidad política deriva del principio del destino universal de los bienes, reconocido por la Iglesia en su Doctrina Social. Es un derecho natural, es decir, inherente al hombre, y no un derecho positivo: una ley que pueda ser suspendida de acuerdo a nuestros estados de ánimo. Todo hombre tiene derecho a una patria. Pero el derecho de algunos no implica que otros tengan el deber de dejarse desposeer o invadir. El destino universal de los bienes no significa, precisa el compendio de la Doctrina Social, que «la misma cuestión sirve o pertenece a uno o a todos». Es por esto por lo que reglas claras deben permitir «un ejercicio justo y ordenado de la Creación» (...)

 

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