Sinistrismo en las derechas españolas
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En Occidente, desde la Revolución Francesa hasta hoy mismo, el poder político, y sobre todo el intelectual, se ha ido desplazando, aunque con retrocesos temporales, hacia la denominada izquierda, es decir, los proyectos políticos han ido aproximándose cada vez más a los límites del izquierdismo clásico: igualitarismo y secularización. Es lo que el politólogo y escritor francés Albert Thibaudet, denominó, en su libro Les idées politiques de la France, “sinistrismo”. Consciente de este hecho, René Renoult, político radical, pronunció la célebre frase: “Pas d´ennemi a gauche”. Y no es sorprendente que muchos oportunistas tan pronto como se convencieron de que permanecer en la derecha amenazaba a condenarlos a una jubilación prematura iniciaron una carrera hacia la izquierda que contribuyó a la aceleración del proceso sinistrista del que Francia ofreció un ejemplo arquetípico con el paso de la II a la III República y luego en la IV. Tras el final de la II Guerra Mundial, el sinistrismo continuó imponiéndose hasta bien entrado el siglo XX. Y quizás, como veremos, seguimos insertos en su universo simbólico. En ese sentido, el historiador francés René Rémond, en su célebre obra Les Droites en France, observó que después de 1924 el término “derecha” había desaparecido del glosario de la política dominante en su país, de tal manera que en las elecciones presidenciales de 1974, sólo un candidato, Jean Marie Le Pen, se declaró perteneciente a la derecha.
En España, el sinistrismo comenzó a hacerse visible en las postrimerías del régimen de Franco, durante el denominado tardofranquismo. Desde el mismo régimen, se hizo referencia a la emergencia de una “izquierda nacional”. Torcuato Fernández Miranda, secretario general del Movimiento, mencionó la posibilidad de un “socialismo nacional integrador”. “Todos tenemos algo de socialistas”, afirmó José Solís Ruíz. “Mis simpatías se proyectan hacia el socialismo de Pablo Iglesias, Julián Besteiro, De los Ríos, y al sindicalismo de Ángel Pestaña”, dijo Manuel Cantarero del Castillo. “La socialdemocracia es lo que yo votaría si fuese italiano o alemán”, sostuvo Fernando Suárez González. Con el advenimiento de la democracia liberal, podemos decir que el proceso se generalizó. Y es que “derecha” venía a ser ya, en el imaginario social, sinónimo de autoritarismo, cerrazón mental, egoísmo e injusticia social; mientras que “izquierda” lo era de libertad, cultura, apertura de miras y búsqueda de la justicia social. A la altura de 1976, el historiador Ricardo de la Cierva, en su opúsculo ¿Qué son las derechas?, afirmaba que, en aquellos momentos, nadie, salvo la extrema derecha, se autodefinía como “derecha”, prefiriendo, en su lugar, la más ambigua denominación de “centro”. Pionero en esta estrategia fue Manuel Fraga, aún en vida de Franco, tras su salida del Ministerio de Información y Turismo. Sin embargo, la máxima concreción de esta estrategia semántico-política tuvo lugar en un partido de aluvión, como fue la Unión del Centro Democrático, que, bajo la égida de un antiguo franquista como Adolfo Suárez González, aglutinó a democristianos, antiguos “azules”, liberales, conservadores; y, lo que es aún más significativo, a socialdemócratas, acaudillados por Francisco Fernández Ordóñez, antiguo presidente del Instituto Nacional de Industria y, durante los gobiernos presididos por Suárez, fautor de las leyes de reforma fiscal y del divorcio. Con la crisis de la Unión del Centro Democrático, Fernández Ordóñez formó su propio grupúsculo socialdemócrata, el Partido de Acción Democrática, que acabó integrándose en el PSOE. Felipe González premió a Fernández Ordóñez con el ministerio de Asuntos Exteriores.
Tras el período protagonizado por Manuel Fraga en Alianza Popular y el advenimiento del Partido Popular, bajo la dirección de José María Aznar López, el término “derecha”, como ya había ocurrido en Francia, desapareció prácticamente del vocabulario de la política española. Como sustituto, se impuso en el Partido Popular el término “centro reformista”. A su llegada al gobierno, tras el largo período socialista, el Partido Popular conservó la fundamental de la legislación anterior. Y es que el Partido Popular estaba muy mal equipado intelectualmente y carecía de autonomía ideológica respecto de la izquierda. Su asunción explícita del diagnóstico de Francis Fukuyama sobre el pretendido “Fin de la Historia” y su acrítica reivindicación de Manuel Azaña le incapacitaron para articular un proyecto político-cultural alternativo a la izquierda. Incluso Aznar y sus acólitos se sintieron seducidos por el proyecto de “Tercera Vía” de Tony Blair y Anthony Giddens. Durante todo el período aznarista la hegemonía cultural de la izquierda no sólo permaneció incólume, sino que se extendió. Una de sus consecuencias fue el desenlace de los sucesos del 11 de marzo de 2004, con la victoria del PSOE contra todo pronóstico. La inanidad político-cultural del Partido Popular llegó al paroxismo bajo el liderazgo de Mariano Rajoy Brey, tras las derrotas en las elecciones de 2004 y 2008. Lo cual generó un cierto debate en el seno del partido, a cargo sobre todo de Esperanza Aguirre, que, finalmente, no fructificó. El XVI Congreso del Partido Popular, celebrado en Valencia en la primavera de 2008, significó el triunfo del inmovilismo. Incluso Mariano Rajoy se permitió la licencia de invitar a conservadores y liberales a al abandono del partido; lo cual no tardaron en hacer. Con tan escaso bagaje cultural, el Partido Popular fue incapaz de hacer frente a la ofensiva socialista, con sus leyes de género y de “memoria histórica”. La prueba es que, a su llegada al gobierno en 2011, no derogó ninguna de las leyes promulgadas durante los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero. En la práctica, las asumió acríticamente, como se demostró en la Comunidad de Madrid durante la etapa de Cristina Cifuentes, modelo de política posmoderna. De la misma forma, el Partido Popular no supo, salvo en la construcción de estereotipos falaces, ofrecer una interpretación rigurosa del ascenso de la nueva izquierda representada por Podemos, la nueva situación internacional tras el 11 de septiembre de 2001, las disfunciones y anomalías del proceso de globalización, la crisis de la Unión Europea o el proceso secesionista catalán. En ese sentido, la célebre Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES) no sirvió absolutamente para nada. Rajoy y sus acólitos fueron unos políticos unidimensionales que cifraron su interés exclusivamente en la gestión económica. De muy inciertas consecuencias, por cierto.
Visto todo lo anterior, podría pensarse, con toda legitimidad, que el oficio del intelectual y la militancia en el Partido Popular de Mariano Rajoy era una contradictio in adjecto, un oxímoron. Sin embargo, en el Partido Popular todo parece posible, salvo la coherencia. Y, lo que son las cosas, Rajoy Brey tuvo su propio intelectual en la figura de José María Lassalle Ruiz, arquetipo, como veremos, del sinistrismo ideológico. Santanderino de 1966, Lassalle Ruíz es doctor en Derecho por la Universidad de Cantabria y fue profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid, dentro del área de Filosofía del Derecho dirigida por el socialista Gregorio Peces-Barba. Bajo el manto de Mariano Rajoy, fue nombrado Secretario de Estado de Cultura. Incluso para un diario afín a su persona como El País, su gestión en el cargo fue una catarata de fracasos. Se enemistó no sólo con el mundo de la cultura, siempre afín a la izquierda en España, sino con el ministro de Hacienda Cristóbal Montoro y con los de Cultura Juan Ignacio Wert e Iñigo Méndez de Vigo. En consecuencia, fue incapaz de llevar a buen puerto la Ley de Propiedad Intelectual, la Ley de Mecenazgo y el canon digital. Lo cual no impidió que Rajoy -partidario de lo que denomina “política para adultos”, es decir, una especie de despotismo ilustrado con pocas ideas- le otorgara la Secretaría de Estado para la Sociedad y Agenda Digital de España.
Sin embargo, no nos interesa aquí tratar la eficacia o ineficacia gestora del señor Lassalle Ruiz, sino su labor como intelectual afín al Partido Popular y su asunción explícita de los supuestos del sinistrismo ideológico más elemental. Lassalle Ruíz es autor de numerosos libros dedicados a la historia del pensamiento político y al análisis de la actualidad: John Locke y los fundamentos modernos de la propiedad; Locke, liberalismo y propiedad; Liberales. Compromiso cívico con la virtud; Contra el populismo. Cartografía de un totalitarismo posmoderno; Ciberleviatán. El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital; y El liberalismo herido. Reivindicación de la libertad frente a la nostalgia del autoritarismo. Unos libros que yo, personalmente calificaría de “chistosísimos”, como hacía Miguel de Unamuno con las obras apologéticas de Fray Zeferino González. Además, colabora asiduamente en diarios tan conservadores y partidarios de la unidad nacional como El País y La Vanguardia. Y es habitual tertuliano en RTVE y en la Cadena Ser.
Lassalle Ruiz se autodefine como liberal. De hecho, como portavoz de Rajoy, intervino en las polémicas previas del XVI Congreso del Partido Popular, de 2008, contra los liberal-conservadores, en particular contra Esperanza Aguirre, cuyas posiciones calificó de “liberalismo antipático”, afirmando que el proyecto político del Partido Popular debería basarse en “un espacio de encuentro para los que comparten una longitud de onda moderada y centrada en torno a un liberalismo igualitario que trate de sintonizar con la compleja fisonomía ideológica y afectiva que irradian las sociedades abiertas después del derribo del Muro de Berlín”. Como todo el mundo sabe, el liberalismo no es una doctrina política homogénea; hay diversas tradiciones en pugna que reivindican su legado y significación. En su libro Liberalismo triste, el sociólogo y politólogo Carlo Gambescia ha distinguido cuatro tradiciones o tendencias en el liberalismo actual: la microárquica, la anárquica, la árquica y la macroárquica. La primera está representada por la Escuela Austríaca, con Hayek y Von Mises a la cabeza, que se caracteriza por su defensa del “Estado mínimo”. La segunda, representada por Murray Rothbard, Hans Hermann Hoppe y Walter Bluck, que rechaza el “Estado mínimo”, que ha de ser sustituido por el libre ejercicio prepolítico de los derechos individuales. La tercera, cuyo precedente en la obra Edmund Burke, y que se desarrolla con figuras como Tocqueville, Pareto, Mosca, Ferrero, Croce, Ortega y Gasset o Raymond Aron, y cuyo fundamento es el realismo político. Y la cuarta, basada sobre todo en el utilitarismo de Benthan, y luego en las aportaciones de Stuart Mill, Keynes y Rawls, y que podemos calificar de social-liberal. En nuestra opinión, Lassalle Ruíz se identifica claramente con esta última tendencia, la macroárquica o social-liberal. En realidad, Lassale Ruíz es más un socialdemócrata que un liberal. Es admirador de Hans Kelsen; demoniza, como cualquier izquierdista vulgar, a Carl Schmitt; rechaza la obra de Eric Voegelin; y ensalza a Norberto Bobbio. Ignora por completo a Roger Scruton, Augusto del Noce, Alasdair MacIntyre o John Gray. Difumina los claros perfiles conservadores de Raymond Aron, gran maestro del realismo político; y tergiversa a Ortega y Gasset. Es decir, descalifica o desconoce a sectores importantes de la derecha cultural occidental. Todo lo cual nos lleva a su rechazo de cualquier crítica al proceso de hipermodernidad dominante, que asume y ensalza. Mucho nos preguntamos por las razones de la militancia de Lassalle Ruíz en un partido representante, al menos en parte, de la derecha social, y no en Ciudadanos o el PSOE.
En sus libros, Lassalle Ruiz ha elaborado una arbitraria genealogía del liberalismo positivo, que, según él, arranca de Baruch Spinoza, John Locke, Immanuel Kant, Montesquieu, Adam Smith, que se desarrolla con Tocqueville y Stuart Mill, y que culmina en Harold Lasky, los fabianos, Russell, Kelsen, Bobbio, Keynes, Popper o Rawls. Se trata de un proceso intelectual que conduce, según él, desde la Revolución Gloriosa inglesa de 1688, hasta la Revolución Francesa y las revoluciones atlánticas; y que concluye en la socialdemocracia. Se trata, pues, de un “liberalismo autocrítico”, un “humanitarismo liberal”, convertido en “herencia común de liberales y socialdemócratas”. Frente a esta tradición de liberalismo positivo y benéfico, se alza lo que denomina “neoliberalismo”, al que nuestro autor relaciona, contra cualquier racionalidad y evidencia, con el “neofascismo”, como “un proyecto autoritario de vigilancia, control y desigualdad al servicio de la autonomización empresarial del mundo y la consumación acelerada de la revolución digital como nueva estructura del mundo”. Leyendo esta definición, se diría que ya no estamos ante un liberal-social o macroárquico, sino ante un discípulo de Michel Foucault, que ha asimilado defectuosamente los postulados de Vigilar y castigar. Sus antecedentes se encuentran, según Lassalle Ruiz, en el librecambismo de Frederic Bastiat y Juan Bautista Say, la Escuela de Manchester, culmina en los economistas austríacos, Hayek y Von Mises, y en las políticas de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, en el Tea Party y en la figura de Donald Trump.
En definitiva, Lassalle Ruiz lo mezcla todo sin un criterio vertebrador mínimamente coherente. Relaciona tradiciones liberales difícilmente compatibles. ¿Qué papel tienen aquí figuras como Tocqueville, Ortega y Gasset o Aron?. ¿No le dicen nada los planteamientos de Edmund Burke, al fin y al cabo un whig?. En su construcción genealógica, resulta imposible distinguir las diferencias entre autores y tradiciones. Claro es que, en el fondo, de lo que se trata es de legitimar ideológicamente, ad aeternum, la alianza bipartidista entre Partido Popular y PSOE; ni más ni menos. Sinistrismo puro y duro. Y es que resulta evidente que desde la invención de la tradición desarrollada por Lassalle Ruiz es imposible una buena relación entre el Partido Popular y Vox. Ahí se encuentra la almendra de todos sus razonamientos, sin duda. Lassalle Ruiz ha sido, y es, desde el principio, un enemigo encarnizado, absoluto, del partido político liderado por Santiago Abascal. Sin originalidad alguna, Lassalle Ruiz califica a Vox de “fascista”. Incluso lo relaciona con la anticristiana y paganizante Nouvelle Droite, de Alain de Benoist, pensador interesante, pero equivocado. Pretende ver en Vox una especie de “ontología fanática” y lo relaciona con la “brutalidad política” característica del denominado período de entreguerras, tergiversando los análisis de George L. Mosse, el gran historiador de la cultura política fascista. ¿Ha leído Lassalle Ruíz a Benoist o a Mosse?. Parece que no. Habla de oídas. Lo cual es superlativamente grave. Porque hay cosas que pueden disculparse en las opiniones de una Adriana Lastra, Gabriel Rufián, incluso en las de Pedro Sánchez, al fin y al cabo políticos profesionales o gregarios de sus respectivos partidos sin una formación cultural sólida; pero no a un intelectual y profesor universitario, al que es preciso exigible un mínimo de rigor argumentativo y metodológico y, sobre todo, honradez personal. En ese sentido, podemos preguntarnos si ha existido en el Partido Popular una selección adecuada y rigurosa de sus elites políticas e intelectuales; o si se trata de un mero partido de aluvión, en el que cada uno va por libre. Sinceramente, mas parece lo segundo. Y es que no deja de ser significativo que durante los mandatos de Aznar y Rajoy, el pensamiento neoliberal fuera hegemónico en el Partido Popular, cuyas políticas económicas han favorecido la globalización y las privatizaciones. Sin duda, para Lassalle Ruiz, Hayek debe ser un liberal antipático, aliado con un neofascismo imaginario. En ese aspecto, su sinistrismo llega demasiado lejos; es prácticamente una caricatura, porque ni los izquierdistas más radicales se han atrevido a tanto.
Tras la caída de Mariano Rajoy y el ascenso del pretendidamente conservador Pablo Casado Blanco, Lassalle Ruiz abandonó la política activa y el Partido Popular. Sin embargo, continúa publicando libros y colaborando en diarios como El País y La Vanguardia. Su odio hacia Vox adquiere perfiles cartagineses. Sigue pensando que la misión del Partido Popular es impedir su ascenso e influencia política. Llevado de su sinistrismo, no tiene inconveniente en participar en debates con Pablo Iglesias Turrión, coincidiendo con el líder de Podemos en la virtualidad política de la mesa de diálogo entre el Gobierno y los separatistas catalanes. “Hay que bajar la emotividad”, dijo. Además, ambos compartían que el actual período político tenía algunas características de la época de Weimar, sobre todo por la amenaza “fascista”, que seguramente, desde su presbicia política, encarna Vox. ¿Qué encarna Podemos, según Lassalle Ruiz?. En un programa televisivo, Santiago Abascal se vio obligado a soportar algunas preguntas tópicas e insidiosas por parte de Lassalle Ruíz; pero su respuesta resultó tan nítida como exacta e inapelable: “Usted representa un problema para la derecha española, porque es una de esas personas que ha convencido a un partido que representó a mucha gente que tenía que pedir perdón a la izquierda por existir”.
Últimamente, Lassalle Ruiz se ha mostrado tan mal analista político como historiador de las ideas. Y es que hace pocos meses, profetizaba, en la Cadena Ser, que Vox dejaría gobernar en solitario al Partido Popular en Castilla-León y Andalucía, para “seguir marcando agenda” y que los problemas políticos de la gestión los siguiera asumiendo su antiguo partido político. Cuando estas líneas se escriben, Vox y Partido Popular han llegado a un acuerdo en Castilla-León. En ese sentido, ¿el advenimiento de Núnez Feijóo, tras la caída de Pablo Casado, supone un cambio en la trayectoria del Partido Popular?. Sinceramente, creemos que no. Se trata de un viraje táctico, obligado por las circunstancias, por un contexto político muy determinado. Núñez Feijóo es de la escuela de Rajoy Brey: mucha gestión y pocas ideas. Por eso, la tentación sinistrista permanece incólume en su sector del Partido Popular. De ahí que la función de los conservadores críticos sea la de observar y analizar atentamente sus intenciones y tácticas, sus cambios en las ideas; seguirle en sus estados de ánimo y en la evolución de sus intereses, no dejándose engañar por apariencias mudables y falaces.
(*) Pedro Carlos González Cuevas es uno de los principales historiadores españoles. Autor de numerosos libros, artículos y estudios, recientemente ha publicado dos importantes ensayos con La Tribuna del País Vasco Ediciones: Vox. Entre el liberalismo conservador y de la derecha identitaria y Antifascismo: Mitos y falsedades.
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En Occidente, desde la Revolución Francesa hasta hoy mismo, el poder político, y sobre todo el intelectual, se ha ido desplazando, aunque con retrocesos temporales, hacia la denominada izquierda, es decir, los proyectos políticos han ido aproximándose cada vez más a los límites del izquierdismo clásico: igualitarismo y secularización. Es lo que el politólogo y escritor francés Albert Thibaudet, denominó, en su libro Les idées politiques de la France, “sinistrismo”. Consciente de este hecho, René Renoult, político radical, pronunció la célebre frase: “Pas d´ennemi a gauche”. Y no es sorprendente que muchos oportunistas tan pronto como se convencieron de que permanecer en la derecha amenazaba a condenarlos a una jubilación prematura iniciaron una carrera hacia la izquierda que contribuyó a la aceleración del proceso sinistrista del que Francia ofreció un ejemplo arquetípico con el paso de la II a la III República y luego en la IV. Tras el final de la II Guerra Mundial, el sinistrismo continuó imponiéndose hasta bien entrado el siglo XX. Y quizás, como veremos, seguimos insertos en su universo simbólico. En ese sentido, el historiador francés René Rémond, en su célebre obra Les Droites en France, observó que después de 1924 el término “derecha” había desaparecido del glosario de la política dominante en su país, de tal manera que en las elecciones presidenciales de 1974, sólo un candidato, Jean Marie Le Pen, se declaró perteneciente a la derecha.
En España, el sinistrismo comenzó a hacerse visible en las postrimerías del régimen de Franco, durante el denominado tardofranquismo. Desde el mismo régimen, se hizo referencia a la emergencia de una “izquierda nacional”. Torcuato Fernández Miranda, secretario general del Movimiento, mencionó la posibilidad de un “socialismo nacional integrador”. “Todos tenemos algo de socialistas”, afirmó José Solís Ruíz. “Mis simpatías se proyectan hacia el socialismo de Pablo Iglesias, Julián Besteiro, De los Ríos, y al sindicalismo de Ángel Pestaña”, dijo Manuel Cantarero del Castillo. “La socialdemocracia es lo que yo votaría si fuese italiano o alemán”, sostuvo Fernando Suárez González. Con el advenimiento de la democracia liberal, podemos decir que el proceso se generalizó. Y es que “derecha” venía a ser ya, en el imaginario social, sinónimo de autoritarismo, cerrazón mental, egoísmo e injusticia social; mientras que “izquierda” lo era de libertad, cultura, apertura de miras y búsqueda de la justicia social. A la altura de 1976, el historiador Ricardo de la Cierva, en su opúsculo ¿Qué son las derechas?, afirmaba que, en aquellos momentos, nadie, salvo la extrema derecha, se autodefinía como “derecha”, prefiriendo, en su lugar, la más ambigua denominación de “centro”. Pionero en esta estrategia fue Manuel Fraga, aún en vida de Franco, tras su salida del Ministerio de Información y Turismo. Sin embargo, la máxima concreción de esta estrategia semántico-política tuvo lugar en un partido de aluvión, como fue la Unión del Centro Democrático, que, bajo la égida de un antiguo franquista como Adolfo Suárez González, aglutinó a democristianos, antiguos “azules”, liberales, conservadores; y, lo que es aún más significativo, a socialdemócratas, acaudillados por Francisco Fernández Ordóñez, antiguo presidente del Instituto Nacional de Industria y, durante los gobiernos presididos por Suárez, fautor de las leyes de reforma fiscal y del divorcio. Con la crisis de la Unión del Centro Democrático, Fernández Ordóñez formó su propio grupúsculo socialdemócrata, el Partido de Acción Democrática, que acabó integrándose en el PSOE. Felipe González premió a Fernández Ordóñez con el ministerio de Asuntos Exteriores.
Tras el período protagonizado por Manuel Fraga en Alianza Popular y el advenimiento del Partido Popular, bajo la dirección de José María Aznar López, el término “derecha”, como ya había ocurrido en Francia, desapareció prácticamente del vocabulario de la política española. Como sustituto, se impuso en el Partido Popular el término “centro reformista”. A su llegada al gobierno, tras el largo período socialista, el Partido Popular conservó la fundamental de la legislación anterior. Y es que el Partido Popular estaba muy mal equipado intelectualmente y carecía de autonomía ideológica respecto de la izquierda. Su asunción explícita del diagnóstico de Francis Fukuyama sobre el pretendido “Fin de la Historia” y su acrítica reivindicación de Manuel Azaña le incapacitaron para articular un proyecto político-cultural alternativo a la izquierda. Incluso Aznar y sus acólitos se sintieron seducidos por el proyecto de “Tercera Vía” de Tony Blair y Anthony Giddens. Durante todo el período aznarista la hegemonía cultural de la izquierda no sólo permaneció incólume, sino que se extendió. Una de sus consecuencias fue el desenlace de los sucesos del 11 de marzo de 2004, con la victoria del PSOE contra todo pronóstico. La inanidad político-cultural del Partido Popular llegó al paroxismo bajo el liderazgo de Mariano Rajoy Brey, tras las derrotas en las elecciones de 2004 y 2008. Lo cual generó un cierto debate en el seno del partido, a cargo sobre todo de Esperanza Aguirre, que, finalmente, no fructificó. El XVI Congreso del Partido Popular, celebrado en Valencia en la primavera de 2008, significó el triunfo del inmovilismo. Incluso Mariano Rajoy se permitió la licencia de invitar a conservadores y liberales a al abandono del partido; lo cual no tardaron en hacer. Con tan escaso bagaje cultural, el Partido Popular fue incapaz de hacer frente a la ofensiva socialista, con sus leyes de género y de “memoria histórica”. La prueba es que, a su llegada al gobierno en 2011, no derogó ninguna de las leyes promulgadas durante los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero. En la práctica, las asumió acríticamente, como se demostró en la Comunidad de Madrid durante la etapa de Cristina Cifuentes, modelo de política posmoderna. De la misma forma, el Partido Popular no supo, salvo en la construcción de estereotipos falaces, ofrecer una interpretación rigurosa del ascenso de la nueva izquierda representada por Podemos, la nueva situación internacional tras el 11 de septiembre de 2001, las disfunciones y anomalías del proceso de globalización, la crisis de la Unión Europea o el proceso secesionista catalán. En ese sentido, la célebre Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES) no sirvió absolutamente para nada. Rajoy y sus acólitos fueron unos políticos unidimensionales que cifraron su interés exclusivamente en la gestión económica. De muy inciertas consecuencias, por cierto.
Visto todo lo anterior, podría pensarse, con toda legitimidad, que el oficio del intelectual y la militancia en el Partido Popular de Mariano Rajoy era una contradictio in adjecto, un oxímoron. Sin embargo, en el Partido Popular todo parece posible, salvo la coherencia. Y, lo que son las cosas, Rajoy Brey tuvo su propio intelectual en la figura de José María Lassalle Ruiz, arquetipo, como veremos, del sinistrismo ideológico. Santanderino de 1966, Lassalle Ruíz es doctor en Derecho por la Universidad de Cantabria y fue profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid, dentro del área de Filosofía del Derecho dirigida por el socialista Gregorio Peces-Barba. Bajo el manto de Mariano Rajoy, fue nombrado Secretario de Estado de Cultura. Incluso para un diario afín a su persona como El País, su gestión en el cargo fue una catarata de fracasos. Se enemistó no sólo con el mundo de la cultura, siempre afín a la izquierda en España, sino con el ministro de Hacienda Cristóbal Montoro y con los de Cultura Juan Ignacio Wert e Iñigo Méndez de Vigo. En consecuencia, fue incapaz de llevar a buen puerto la Ley de Propiedad Intelectual, la Ley de Mecenazgo y el canon digital. Lo cual no impidió que Rajoy -partidario de lo que denomina “política para adultos”, es decir, una especie de despotismo ilustrado con pocas ideas- le otorgara la Secretaría de Estado para la Sociedad y Agenda Digital de España.
Sin embargo, no nos interesa aquí tratar la eficacia o ineficacia gestora del señor Lassalle Ruiz, sino su labor como intelectual afín al Partido Popular y su asunción explícita de los supuestos del sinistrismo ideológico más elemental. Lassalle Ruíz es autor de numerosos libros dedicados a la historia del pensamiento político y al análisis de la actualidad: John Locke y los fundamentos modernos de la propiedad; Locke, liberalismo y propiedad; Liberales. Compromiso cívico con la virtud; Contra el populismo. Cartografía de un totalitarismo posmoderno; Ciberleviatán. El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital; y El liberalismo herido. Reivindicación de la libertad frente a la nostalgia del autoritarismo. Unos libros que yo, personalmente calificaría de “chistosísimos”, como hacía Miguel de Unamuno con las obras apologéticas de Fray Zeferino González. Además, colabora asiduamente en diarios tan conservadores y partidarios de la unidad nacional como El País y La Vanguardia. Y es habitual tertuliano en RTVE y en la Cadena Ser.
Lassalle Ruiz se autodefine como liberal. De hecho, como portavoz de Rajoy, intervino en las polémicas previas del XVI Congreso del Partido Popular, de 2008, contra los liberal-conservadores, en particular contra Esperanza Aguirre, cuyas posiciones calificó de “liberalismo antipático”, afirmando que el proyecto político del Partido Popular debería basarse en “un espacio de encuentro para los que comparten una longitud de onda moderada y centrada en torno a un liberalismo igualitario que trate de sintonizar con la compleja fisonomía ideológica y afectiva que irradian las sociedades abiertas después del derribo del Muro de Berlín”. Como todo el mundo sabe, el liberalismo no es una doctrina política homogénea; hay diversas tradiciones en pugna que reivindican su legado y significación. En su libro Liberalismo triste, el sociólogo y politólogo Carlo Gambescia ha distinguido cuatro tradiciones o tendencias en el liberalismo actual: la microárquica, la anárquica, la árquica y la macroárquica. La primera está representada por la Escuela Austríaca, con Hayek y Von Mises a la cabeza, que se caracteriza por su defensa del “Estado mínimo”. La segunda, representada por Murray Rothbard, Hans Hermann Hoppe y Walter Bluck, que rechaza el “Estado mínimo”, que ha de ser sustituido por el libre ejercicio prepolítico de los derechos individuales. La tercera, cuyo precedente en la obra Edmund Burke, y que se desarrolla con figuras como Tocqueville, Pareto, Mosca, Ferrero, Croce, Ortega y Gasset o Raymond Aron, y cuyo fundamento es el realismo político. Y la cuarta, basada sobre todo en el utilitarismo de Benthan, y luego en las aportaciones de Stuart Mill, Keynes y Rawls, y que podemos calificar de social-liberal. En nuestra opinión, Lassalle Ruíz se identifica claramente con esta última tendencia, la macroárquica o social-liberal. En realidad, Lassale Ruíz es más un socialdemócrata que un liberal. Es admirador de Hans Kelsen; demoniza, como cualquier izquierdista vulgar, a Carl Schmitt; rechaza la obra de Eric Voegelin; y ensalza a Norberto Bobbio. Ignora por completo a Roger Scruton, Augusto del Noce, Alasdair MacIntyre o John Gray. Difumina los claros perfiles conservadores de Raymond Aron, gran maestro del realismo político; y tergiversa a Ortega y Gasset. Es decir, descalifica o desconoce a sectores importantes de la derecha cultural occidental. Todo lo cual nos lleva a su rechazo de cualquier crítica al proceso de hipermodernidad dominante, que asume y ensalza. Mucho nos preguntamos por las razones de la militancia de Lassalle Ruíz en un partido representante, al menos en parte, de la derecha social, y no en Ciudadanos o el PSOE.
En sus libros, Lassalle Ruiz ha elaborado una arbitraria genealogía del liberalismo positivo, que, según él, arranca de Baruch Spinoza, John Locke, Immanuel Kant, Montesquieu, Adam Smith, que se desarrolla con Tocqueville y Stuart Mill, y que culmina en Harold Lasky, los fabianos, Russell, Kelsen, Bobbio, Keynes, Popper o Rawls. Se trata de un proceso intelectual que conduce, según él, desde la Revolución Gloriosa inglesa de 1688, hasta la Revolución Francesa y las revoluciones atlánticas; y que concluye en la socialdemocracia. Se trata, pues, de un “liberalismo autocrítico”, un “humanitarismo liberal”, convertido en “herencia común de liberales y socialdemócratas”. Frente a esta tradición de liberalismo positivo y benéfico, se alza lo que denomina “neoliberalismo”, al que nuestro autor relaciona, contra cualquier racionalidad y evidencia, con el “neofascismo”, como “un proyecto autoritario de vigilancia, control y desigualdad al servicio de la autonomización empresarial del mundo y la consumación acelerada de la revolución digital como nueva estructura del mundo”. Leyendo esta definición, se diría que ya no estamos ante un liberal-social o macroárquico, sino ante un discípulo de Michel Foucault, que ha asimilado defectuosamente los postulados de Vigilar y castigar. Sus antecedentes se encuentran, según Lassalle Ruiz, en el librecambismo de Frederic Bastiat y Juan Bautista Say, la Escuela de Manchester, culmina en los economistas austríacos, Hayek y Von Mises, y en las políticas de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, en el Tea Party y en la figura de Donald Trump.
En definitiva, Lassalle Ruiz lo mezcla todo sin un criterio vertebrador mínimamente coherente. Relaciona tradiciones liberales difícilmente compatibles. ¿Qué papel tienen aquí figuras como Tocqueville, Ortega y Gasset o Aron?. ¿No le dicen nada los planteamientos de Edmund Burke, al fin y al cabo un whig?. En su construcción genealógica, resulta imposible distinguir las diferencias entre autores y tradiciones. Claro es que, en el fondo, de lo que se trata es de legitimar ideológicamente, ad aeternum, la alianza bipartidista entre Partido Popular y PSOE; ni más ni menos. Sinistrismo puro y duro. Y es que resulta evidente que desde la invención de la tradición desarrollada por Lassalle Ruiz es imposible una buena relación entre el Partido Popular y Vox. Ahí se encuentra la almendra de todos sus razonamientos, sin duda. Lassalle Ruiz ha sido, y es, desde el principio, un enemigo encarnizado, absoluto, del partido político liderado por Santiago Abascal. Sin originalidad alguna, Lassalle Ruiz califica a Vox de “fascista”. Incluso lo relaciona con la anticristiana y paganizante Nouvelle Droite, de Alain de Benoist, pensador interesante, pero equivocado. Pretende ver en Vox una especie de “ontología fanática” y lo relaciona con la “brutalidad política” característica del denominado período de entreguerras, tergiversando los análisis de George L. Mosse, el gran historiador de la cultura política fascista. ¿Ha leído Lassalle Ruíz a Benoist o a Mosse?. Parece que no. Habla de oídas. Lo cual es superlativamente grave. Porque hay cosas que pueden disculparse en las opiniones de una Adriana Lastra, Gabriel Rufián, incluso en las de Pedro Sánchez, al fin y al cabo políticos profesionales o gregarios de sus respectivos partidos sin una formación cultural sólida; pero no a un intelectual y profesor universitario, al que es preciso exigible un mínimo de rigor argumentativo y metodológico y, sobre todo, honradez personal. En ese sentido, podemos preguntarnos si ha existido en el Partido Popular una selección adecuada y rigurosa de sus elites políticas e intelectuales; o si se trata de un mero partido de aluvión, en el que cada uno va por libre. Sinceramente, mas parece lo segundo. Y es que no deja de ser significativo que durante los mandatos de Aznar y Rajoy, el pensamiento neoliberal fuera hegemónico en el Partido Popular, cuyas políticas económicas han favorecido la globalización y las privatizaciones. Sin duda, para Lassalle Ruiz, Hayek debe ser un liberal antipático, aliado con un neofascismo imaginario. En ese aspecto, su sinistrismo llega demasiado lejos; es prácticamente una caricatura, porque ni los izquierdistas más radicales se han atrevido a tanto.
Tras la caída de Mariano Rajoy y el ascenso del pretendidamente conservador Pablo Casado Blanco, Lassalle Ruiz abandonó la política activa y el Partido Popular. Sin embargo, continúa publicando libros y colaborando en diarios como El País y La Vanguardia. Su odio hacia Vox adquiere perfiles cartagineses. Sigue pensando que la misión del Partido Popular es impedir su ascenso e influencia política. Llevado de su sinistrismo, no tiene inconveniente en participar en debates con Pablo Iglesias Turrión, coincidiendo con el líder de Podemos en la virtualidad política de la mesa de diálogo entre el Gobierno y los separatistas catalanes. “Hay que bajar la emotividad”, dijo. Además, ambos compartían que el actual período político tenía algunas características de la época de Weimar, sobre todo por la amenaza “fascista”, que seguramente, desde su presbicia política, encarna Vox. ¿Qué encarna Podemos, según Lassalle Ruiz?. En un programa televisivo, Santiago Abascal se vio obligado a soportar algunas preguntas tópicas e insidiosas por parte de Lassalle Ruíz; pero su respuesta resultó tan nítida como exacta e inapelable: “Usted representa un problema para la derecha española, porque es una de esas personas que ha convencido a un partido que representó a mucha gente que tenía que pedir perdón a la izquierda por existir”.
Últimamente, Lassalle Ruiz se ha mostrado tan mal analista político como historiador de las ideas. Y es que hace pocos meses, profetizaba, en la Cadena Ser, que Vox dejaría gobernar en solitario al Partido Popular en Castilla-León y Andalucía, para “seguir marcando agenda” y que los problemas políticos de la gestión los siguiera asumiendo su antiguo partido político. Cuando estas líneas se escriben, Vox y Partido Popular han llegado a un acuerdo en Castilla-León. En ese sentido, ¿el advenimiento de Núnez Feijóo, tras la caída de Pablo Casado, supone un cambio en la trayectoria del Partido Popular?. Sinceramente, creemos que no. Se trata de un viraje táctico, obligado por las circunstancias, por un contexto político muy determinado. Núñez Feijóo es de la escuela de Rajoy Brey: mucha gestión y pocas ideas. Por eso, la tentación sinistrista permanece incólume en su sector del Partido Popular. De ahí que la función de los conservadores críticos sea la de observar y analizar atentamente sus intenciones y tácticas, sus cambios en las ideas; seguirle en sus estados de ánimo y en la evolución de sus intereses, no dejándose engañar por apariencias mudables y falaces.
(*) Pedro Carlos González Cuevas es uno de los principales historiadores españoles. Autor de numerosos libros, artículos y estudios, recientemente ha publicado dos importantes ensayos con La Tribuna del País Vasco Ediciones: Vox. Entre el liberalismo conservador y de la derecha identitaria y Antifascismo: Mitos y falsedades.
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