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Sábado, 25 de Junio de 2022 Tiempo de lectura:

40 años de "Blade Runner": la película que alumbró nuestro mundo

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A finales de este año 2022, Naves en Llamas, la revista de cultura y pensamiento de La Tribuna del País Vasco, cumplirá cinco años de vida y, a lo largo de todo este tiempo, ha habido dos preguntas que persistentemente me han dirigido lectores, suscriptores, articulistas, colaboradores y autores que se acercan a sus páginas: ¿de dónde viene el nombre de la publicación? Y, posteriormente, ¿por qué elegiste esa cabecera? Pues bien, hoy voy a contestar públicamente a ambas cuestiones, aunque sé que muchos de ustedes, queridos lectores, ya conocen las respuestas. El título de Naves en Llamas tiene su origen en una de las escenas finales de la película Blade Runner, en la que el replicante Roy Batty (Rutger Hauer) declama ante Rick Deckard (Harrison Ford), mientras llueve torrencialmente: “I've seen things you people wouldn't believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate. All those moments will be lost in time, like tears in rain. Time to die”. En el doblaje original que se preparó para la proyección del filme en España, se utilizó la siguiente traducción: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar Naves en Llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”.

 

¿Por qué elegí el título? Fundamentalmente, porque nuestra revista, tal y como reza en su subtítulo, nació impulsada por la Redacción de La Tribuna para dar testimonio y dejar constancia a través de análisis, reportajes y artículos de cómo el gran Occidente que un día fue está llegando a su fin y de cómo esta descomposición civilizacional se está produciendo mediante una quema deliberada de todos y cada uno de los principios y fundamentos que un día alumbraron el gran espacio ético y espiritual de la gran civilización greco-romana, elegantemente tamizada por el cristianismo a lo largo de los siglos. Y sí, esta permanente y global destrucción, caída y derrumbe de las esencias que nos han hecho como somos, de nuestras creencias, de nuestras tradiciones y de nuestros valores, son como naves en llamas que caen sin freno hacia ese gran agujero negro que supone el dramático y demoledor colapso civilizacional que estamos viendo, y padeciendo, en directo.

 

Sí, todo estaba ya en Blade Runner que, realmente, hace cuarenta años alumbró el mundo que hoy crepita a nuestro alrededor. Convertida en una obra de culto, en una perfecta creación visual de referencia global, cuya influencia se ha dejado sentir en los campos más variados del arte, desde la pintura a la arquitectura, pasando por la publicidad, la televisión, el cómic y, por supuesto, el cine, Blade Runner, basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas, de Phillip K. Dick, es un relato de ciencia-ficción con intensos tintes de cine negro que transcurre en un hipotético año 2019 en Los Angeles, una megaurbe que según va transcurriendo la historia se confirma como una de las protagonistas fundamentales de la película.

 

[Img #22345]En la que sin duda es su gran obra para el cine, Ridley Scott nos presenta una megalópolis despedazada e inmensa, oscura por las carencias energéticas, asolada por el ruido, sobrecargada de neones holográficos y permanentemente acogotada por una lluvia ácida que lo empapa absolutamente todo. Una megaurbe que podría representar perfectamente a cualquier de las grandes megalópolis que hoy se esparcen por el planeta. La geografía urbana en la que se desarrolla la película es un no-espacio, es un lugar diabólico, multicultural, convulso, violento, desbordado y purulento donde los edificios más espectaculares del futuro se entremezclan con antiguas y bellísimas construcciones del pasado, como el edificio Bradbury angelino. En ese cosmos fantasmal que es Blade Runner, las multitudes visten una moda intemporal y asexual, los individuos que pululan por las calles, mayormente asiáticos, hablan un inglés-español-chino muy especial, los coches voladores se entrecruzan con rudimentarios transportes a caballo, el aire es ponzoñoso, las élites políticas y económicas viven muy alejadas de los barrios envenenados y comerciantes callejeros, muchos de ellos con máscaras antigás, analizan la calidad de sus productos con sofisticados sistemas informáticos. En este sobrecargado ambiente neogótico, el que también fue director de Alien, el octavo pasajero, esboza un cuadro de futuro demasiado parecido a nuestro presente. Es “cine contemporáneo”, tal y como lo denominó el propio realizador.

 

La megaurbe, la “Los Angeles” del mañana cercano que se retrata en Blade Runner es una ciudad vieja y decadente, pero es también una ciudad infinita coronada con las arquitecturas más fastuosas y con los desarrollos urbanísticos más bellos e innovadores. Pero todo es decadente. Caracterizada por la mezcolanza racial, la superpoblación, los problemas de transporte, la violencia, el empobrecimiento de las masas, el desmoronamiento de demasiadas construcciones referenciales y el permanente y violento caos callejero, la metrópoli de pesadilla que es la esencia de Blade Runner es un ámbito fluctuante y sin límites, siempre barrido por sombras y contraluces, y siempre bañado por la miseria y la inmundicia de una gran parte de la población que apenas sobrevive en un infierno arrasado por el calor húmedo, las lluvias torrenciales, la permanente vigilancia policial, las alertas oficiales, las emergencias constantes y la nostalgia de un Dios ausente apenas paliada por la inteligencia artificial.


El universo que hace 40 años dibujó Blade Runner, con sus políticos tan desaparecidos como corruptos, sus gigantescas empresas globales dominando el planeta y el espacio exterior, con su economía arrasada, con sus masas de hombres y mujeres de género incierto viviendo en la subsistencia y del trueque callejero, con sus metrópolis devastadas y donde nadie parece poseer absolutamente nada, es el mundo que hoy nos promete la Agenda 2030. Corre el año 2019 en la película y en las megaciudades de la Tierra solamente viven ciudadanos sin poder adquisitivo para habitar en las colonias del espacio exterior. Biotecnólogos y genetistas han creado hombres y mujeres artificiales (replicantes), transhumanos, físicamente modélicos e intelectualmente supremos, dedicados a la realización de los trabajos más duros más allá de las estrellas. Temerosos de su poder, los biodiseñadores les han proporcionado solamente cuatro años de vida. A partir de este tiempo, los complejos desarrollos biotecnológicos de estas criaturas se degradan y estas “personas artificiales” mueren. En estas circunstancias, cuatro replicantes, Batty (Rutger Hauer), Pris (Daryl Hannah), Zhora (Joanna Cassidy) y Leon (Brion James) vuelven a la Tierra para localizar a su creador e intentar que éste les alargue la vida. Para evitar un enfrentamiento dramático entre el “padre” y sus criaturas se pondrá en marcha el detective Deckard (Harrison Ford), apático y cínico, encargado de “retirar” a tan molestos seres. La persecución constituye el hilo argumental del film. Pero, como todas las obras de arte con mayúsculas, Blade Runner desborda la intencionalidad de sus propios creadores. (Ad)mirando la película desde nuestro actual presente, Blade Runner fue el futuro más creíble y brutal que el cine nos ha legado y ahí radica su majestuosidad, su dramatismo y su encanto culpable. Blade Runner es un dibujo preciso de nuestro mundo actual levemente deformado por las manos diestras de un caricaturista experto que, en un momento magnífico de inspiración, previó los terroríficos derroteros, políticos, sociales, económicos, culturales y tecnocientíficos sobre los que habrían de levantarse las sociedades globales de su mañana que es, no hay olvidarlo, nuestro presente.

 

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la novela sobre la que se levanta Blade Runner, es un relato singular, frío como el acero y sorprendente como una tormenta inesperada, que arrastra al lector mucho más allá de los límites de la pura ciencia-ficción. El autor de la misma, Philip K. Dick (Chicago, 1928 - Santa Ana, 1982) fue, sin duda, un escritor extraordinario y una persona atormentada, atacada por diversos grados de paranoia y entregada al consumo compulsivo de fármacos. Pero, sobre todo, el también padre de obras magistrales como Ubik, El hombre en el castillo o Podemos recordarlo por usted al por mayor (relato corto en el que está basada la película Desafío total) fue un narrador visionario, desconcertante y poco reconocido en vida que, en sus centenares de novelas, relatos, ensayos, artículos y diarios, reflexionó sobre los más variados temas pero, especialmente, sobre todas aquellas cuestiones que atañen directamente al estudio y el reconocimiento de la conciencia humana. En este sentido, el quién soy yo o el quiénes somos nosotros son interrogantes típicos de Philip K. Dick sobre los que este creador sin igual, alabado en su época por autores de la talla de Stanislaw Lem o Robert H. Heinlein, profundiza en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?. Aunque, en el fondo, la esencia de la novela tiene muy poco que ver con la película celebérrima protagonizada por Harrison Ford (Ridley Scott siempre quiso hacer una interpretación de la historia de Dick, más que una adaptación de esta), el lector encontrará en el libro no pocos rasgos de similitud entre el protagonista de ¿Sueñan los androides...? y el Deckard de Blade Runner.

 

Cuarenta años después, las espectaculares naves en llamas que afirmó haber visto más allá de Orión ese bello transhumano que fue Roy Batty se han convertido hoy en una modesta revista que trata de denunciar, dejar constancia y analizar cómo todo lo importante parece arder a nuestro alrededor. Y en eso estamos. Porque solamente hay una cuestión en la que se equivocó Ridley Scott en el momento inicial de estrenar Blade Runner el 25 de junio de 1982 (en España, el 21 de agosto del mismo año): “Dentro de cuarenta años – explicaba entonces el director – nos pasearemos por las calles y todo será como ahora, excepto que, al doblar una esquina, de repente, nos encontraremos con algo fuera de lo común. Así me imagino el futuro cercano”.

 

Lamentablemente, Ridley, cuarenta años después, el futuro cercano es peor. Mucho peor.

 

 

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