El destino llama a mi puerta
Llevo desde hace veinte años siendo colaborador del grupo La Voz de Galicia. Su diario es el cuarto en la escala nacional. Empecé escribiendo sobre política. Hoy lo hago sobre cultura y acontecimientos propios de mi tierra gallega a la que pertenezco y dónde regresé para quedarme para siempre.
Llega este verano de recuperación socio-cultural. Un joven periodista que está en prácticas me pide una entrevista. Quiere decir que mi pasado todavía puede ser objeto de una página. Es como si de alguna forma el "cartero vuelve a llamar a mi puerta".
He cumplido 75 años. Son muchos. Como le digo al joven gallego interesado en publicar mis opiniones, soy una persona con muchas historias, un presente incómodo por lo que sé y desde luego muy pesimista con ese incierto futuro mío y para los demás.
Al muchacho le interesa conocer mi visión de la política y de los políticos. No es la primera vez que me declaro exiliado de tal actividad. No encuentro personaje político actual que me atraiga. Sigo anclado en los que hicieron servicios a su país como Churchill, Golda Meir, Manuel Azaña. En España mis conversaciones de restaurante "Vilas" en Compostela con Manuel Fraga. Mi admiración por Gregorio Marañón, quien llevó al monarca Alfonso XIII a conocer las Hurdes y se negó a ser presidente de la República Española.
Siente curiosidad por saber como un médico con mi historial profesional va y se mete en política además en un lugar tan conflictivo y peligroso. Hago un silencio para asegurar lo que voy a decirle. La respuesta es por dignidad paisana adquirida entre las gentes de mi pueblo marinero de la Galicia cantábrica dónde los hombres ponían proa a los temporales.
Me quedaron algunos flecos. El más importante de todos. El enorme sacrificio al que sometí a los míos, mi familia, que vivieron siempre al borde del pánico por ellos mismos y por la noticia que hubiera dado un atentado contra mi persona.
Pronto sale a relucir cómo fue la vida de un médico que comenzó en aquel Hospital Clínico Universitario de Madrid durante cuatro años de prácticas, luego en Barcelona, para llegar a Vitoria con el encargo de poner en marcha un moderno centro hospitalario, buscando a facultativos que modernizaran la vieja práctica clínica de una ciudad entre clérigos y soldados.
Llegué a la Euskadi del terrorismo con mis alforjas repletas de conocimientos sociales, culturales y científicos; me encontré con el odio a España y a los españoles, que en las paredes de aquella moderna ciudad siempre encontraba un rincón para poner una diana dónde "español" era insulto superlativo. Supongo que algo parecido sucedería con la llegada de los romanos, su idioma latín y sus adelantadas costumbres, ante los bárbaros que vivían en otro mundo, plagado de mitos y mentiras que servían a los sacerdotes de las tribus para imponer credos y autoridad a los miembros de los clanes.
Creo firmemente que mi estancia en la Euskadi del nacionalismo me hizo más fuerte, sentirme más español y incrementar mi condición socio-cultural de gallego. De tal suerte que los espacios político y sanitario se suma el compromiso cultural, trabajar para contribuir a un mejor conocimiento del orgullo hispano por indagar y descubrir la enorme importancia que para la humanidad tuvo España.
Así, los tiempos que disfruto como jubilado los dedico a publicitar los continuos descubrimientos de Galicia como una de las riquezas hispanas, que quizá son más valoradas por aquellos que un día hicieron las maletas y construyeron el hogar en la República Argentina -caso de una parte muy importante de mis familiares Mosquera-.
Evidente que tal conocimiento me crea desasosiego y consciencia de los errores cometidos a la largo de mi vida. Al menos puedo presumir de contarlos y trasladar a mis hijos tales experiencias con la discreta intención de darles razones para evitar que ellos caigan en los mismos que cayó su padre.
Termino afirmando, y así se lo hice saber a mi interlocutor, que los amigos son pocos, pero constituyen una cofradía a la que resulta imprescindible rendir tributos.
Llevo desde hace veinte años siendo colaborador del grupo La Voz de Galicia. Su diario es el cuarto en la escala nacional. Empecé escribiendo sobre política. Hoy lo hago sobre cultura y acontecimientos propios de mi tierra gallega a la que pertenezco y dónde regresé para quedarme para siempre.
Llega este verano de recuperación socio-cultural. Un joven periodista que está en prácticas me pide una entrevista. Quiere decir que mi pasado todavía puede ser objeto de una página. Es como si de alguna forma el "cartero vuelve a llamar a mi puerta".
He cumplido 75 años. Son muchos. Como le digo al joven gallego interesado en publicar mis opiniones, soy una persona con muchas historias, un presente incómodo por lo que sé y desde luego muy pesimista con ese incierto futuro mío y para los demás.
Al muchacho le interesa conocer mi visión de la política y de los políticos. No es la primera vez que me declaro exiliado de tal actividad. No encuentro personaje político actual que me atraiga. Sigo anclado en los que hicieron servicios a su país como Churchill, Golda Meir, Manuel Azaña. En España mis conversaciones de restaurante "Vilas" en Compostela con Manuel Fraga. Mi admiración por Gregorio Marañón, quien llevó al monarca Alfonso XIII a conocer las Hurdes y se negó a ser presidente de la República Española.
Siente curiosidad por saber como un médico con mi historial profesional va y se mete en política además en un lugar tan conflictivo y peligroso. Hago un silencio para asegurar lo que voy a decirle. La respuesta es por dignidad paisana adquirida entre las gentes de mi pueblo marinero de la Galicia cantábrica dónde los hombres ponían proa a los temporales.
Me quedaron algunos flecos. El más importante de todos. El enorme sacrificio al que sometí a los míos, mi familia, que vivieron siempre al borde del pánico por ellos mismos y por la noticia que hubiera dado un atentado contra mi persona.
Pronto sale a relucir cómo fue la vida de un médico que comenzó en aquel Hospital Clínico Universitario de Madrid durante cuatro años de prácticas, luego en Barcelona, para llegar a Vitoria con el encargo de poner en marcha un moderno centro hospitalario, buscando a facultativos que modernizaran la vieja práctica clínica de una ciudad entre clérigos y soldados.
Llegué a la Euskadi del terrorismo con mis alforjas repletas de conocimientos sociales, culturales y científicos; me encontré con el odio a España y a los españoles, que en las paredes de aquella moderna ciudad siempre encontraba un rincón para poner una diana dónde "español" era insulto superlativo. Supongo que algo parecido sucedería con la llegada de los romanos, su idioma latín y sus adelantadas costumbres, ante los bárbaros que vivían en otro mundo, plagado de mitos y mentiras que servían a los sacerdotes de las tribus para imponer credos y autoridad a los miembros de los clanes.
Creo firmemente que mi estancia en la Euskadi del nacionalismo me hizo más fuerte, sentirme más español y incrementar mi condición socio-cultural de gallego. De tal suerte que los espacios político y sanitario se suma el compromiso cultural, trabajar para contribuir a un mejor conocimiento del orgullo hispano por indagar y descubrir la enorme importancia que para la humanidad tuvo España.
Así, los tiempos que disfruto como jubilado los dedico a publicitar los continuos descubrimientos de Galicia como una de las riquezas hispanas, que quizá son más valoradas por aquellos que un día hicieron las maletas y construyeron el hogar en la República Argentina -caso de una parte muy importante de mis familiares Mosquera-.
Evidente que tal conocimiento me crea desasosiego y consciencia de los errores cometidos a la largo de mi vida. Al menos puedo presumir de contarlos y trasladar a mis hijos tales experiencias con la discreta intención de darles razones para evitar que ellos caigan en los mismos que cayó su padre.
Termino afirmando, y así se lo hice saber a mi interlocutor, que los amigos son pocos, pero constituyen una cofradía a la que resulta imprescindible rendir tributos.