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Domingo, 02 de Octubre de 2022 Tiempo de lectura:

¿Efecto Feijóo o error Feijóo? Las patologías de la derecha española

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No es desde luego cómodo navegar contra la corriente y marea; el ideal es llevarlo a popa. En términos generales, vivir contra la corriente no es una empresa amable, ni natural, sino más bien ingrata, forzada, ruinosa e inquietante. Pero hay tareas que sólo son auténticas poniendo entre paréntesis todos los vientos, y una de ellas es la teoría. Obstáculo serio y áspero, aunque óptimo para medir cualidades. Y es que se puede vivir, afirmar y aún escribir en la dirección del viento dominante; pero no propiamente pensar. El más seguro índice de mediocridad intelectual es navegar a vela. La genuina teoría y el genuino pensamiento se hacen noblemente a remo. Quizás por ello, y sobre todo en los ámbitos del pensamiento y de la práctica política, una de las máximas fundamentales sería la veterotestamentaria de “No seguirás a la multitud para hacer el mal, ni responder en litigio inclinándote a los más para hacer agravios” (Éxodo 23.2). O, si se quiere seguir unos planteamientos más clásicos, en sentido griego o latino, retornar a la práctica de la parresia, actualizada por Michel Foucault, basada en el coraje de decir verdades, aunque ello desafíe las convenciones más arraigadas de la sociedad o del régimen político.  Y te suponga el ostracismo o la muerte civil.

 

Vienen estas reflexiones a colación por el retorno, si es que alguna vez se fue, de la poco agraciada faz del centrismo político en los ámbitos de la derecha representada por el Partido Popular. La alternativa y la pseudoteoría que le sirve de fundamento, son ya longevas; huelen a rancio o a naftalina, pese a lo cual siguen vigentes en el imaginario de ese sector político; y, además, lo que es más grave, con nuevos bríos y fuertes apoyos. A mi modo de ver, y lo he dicho ya muchas veces, se trata de una alternativa escasamente convincente, ruinosa desde el punto de vista político y social y éticamente cínica.

 

Y es que el “centro” político no se define, en realidad, por sí mismo, sino por lo que determinan los demás; y se encuentra a merced de los movimientos ajenos. Cuando la “opinión pública”, es decir, como señaló ya Walter Lippmann, las minorías periodísticas y mediáticas, se desplazan en una dirección, el “centro” se reconvierte pasiva y automáticamente. El “centro” político no es nada sustantivo, es una localización accidental, un oportunismo resultante, una provisionalidad. Existen el fascismo, el nacional-socialismo, el comunismo, la democracia, el liberalismo, el conservadurismo, el tradicionalismo o la socialdemocracia, pero el “centrismo” no es una idea, ni tan siquiera una ideología; no es ni esto ni aquello, ni lo otro; es un residuo. Acorde con esta realidad, el autodenominado “centrista” suele ser, en la práctica política cotidiana, un ser medroso, versátil y cambiante; sin convicciones profundas, ni opinión pensamientos propios. Es el “hollow men”, el “hombre hueco”, que satirizó T.S. Eliot en uno de sus poemas, “los hombres de peluche, apoyados unos a otros, con la cabeza llena de paja”. “Figuras sin forma, sombras sin color/fuerza detenida/gesto sin movimiento”. Como decía el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, en su novela Las lanzas coloradas, al hacer referencia a la figura de Francisco Miranda, es el político al que se “le enfría el jarapo”.  Su estrategia política es, por lo tanto, el engaño, la hipocresía y la irracionalidad. Y es que, dejémoslo claro, el “centrismo” es la consagración del oportunismo político. No es casualidad que sea la opción favorita de los empresarios, que conciben la sociedad en términos exclusivamente de mercado. Para el “centrista”, el campo político aparece como una gigantesca Bolsa, donde se compran y se venden votos sin miedo ni vergüenza; donde los ciudadanos, o más bien súbditos, son embaucados por políticos intrigantes, banqueros despiadados, hombres de negocios sin escrúpulos, abogados, periodistas, lanzados a la rebatiña en pos del dinero, el prestigio y el poder en un mundo de idiotas despreciables y sinvergüenzas astutos, de estafados y estafadores, viviendo a costa de las clases medias y trabajadoras explotadas.

 

Las consecuencias prácticas de este modelo político ya las conocemos; y no pueden ser más negativas. Como señaló el gran politólogo Julien Freund: “La política es una cuestión de decisión y eventualmente de compromiso (…) Lo que se llama “centrismo” es una manera de anular, en nombre de una idea no conflictual de la sociedad, no sólo al enemigo interior, sino a las opiniones divergentes. Desde este punto de vista, el centrismo es históricamente el agente latente que, con frecuencia, favorece la génesis y la formación de conflictos que pueden degenerar ocasionalmente en enfrentamientos violentos”. En el mismo sentido se expresa Chantal Mouffe, cuando afirma que el “centrismo”, al impedir la distinción entre izquierda y derecha, socava “la creación de identidades colectivas diferenciadas en torno a posturas claramente diferenciadas, así como la posibilidad de escoger entre auténticas alternativas”. Y concluye: “Si este marco no existe o se ve debilitado, el proceso de transformación del antagonismo en agonismo es entorpecido y eso puede tener graves consecuencias para la democracia”.

 

Sólo en una sociedad de mediocres se ha podido mitificar a personajes como Adolfo Suárez o Juan Carlos I

 

La experiencia “centrista” es España ha sido, al menos a mi modo de ver, muy negativa. Pionera en este orden de cosas fue, en el reinado de Isabel II, la Unión Liberal, liderada por el general Leopoldo O´Donnell, donde tuvieron cobijo todos los resellados de los antiguos partidos, el moderado y el progresista. Pretendió representar una vía media entre moderados, progresistas y demócratas. Su hegemonía duró poco y acabó sumándose a los insurrectos que, en septiembre de 1868, destruyeron el régimen moderado y a la propia Isabel II, aunque no, por desgracia, a la dinastía. Algunos de sus miembros tendrían un papel importante posteriormente en el corrupto régimen de la Restauración que igualmente se presentó como una vía media entre la democracia, el liberalismo progresista y el tradicionalismo. En la práctica, el sistema tuvo sus fundamentos en la oligarquía y el caciquismo que denunciaron los regeneracionistas, y en particular Joaquín Costa. Se trató de un régimen de pluralismo restringido, que murió de pura vejez e ineficacia en septiembre de 1923. Tras la caída de la Dictadura de Primo de Rivera, Francecs Cambó intentó fletar, con los restos de algunos partidos de derecha dinástica, el denominado Centro Constitucional, que no llegó a fructificar por la enfermedad del líder catalanista. Durante la II República, el Partido Radical, acaudillado por el viejo extremista Alejandro Lerroux, intentó de nuevo encarnar el mirífico “centro” político, sin excesivo éxito, a causa de su oportunismo político y su corrupción económica. Especialmente grotesca fue la iniciativa del presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, de crear un partido de “centro” desde el poder, bajo el mando de su acólito Manuel Portela Valladares, valiéndose, como en tiempos de la Restauración, de las redes clientelares y caciquiles, que podían aún manejarse desde el ministerio de la Gobernación. Como era de esperar, ese intento fracasó; pero arañó algunos votos y escaños a los partidos de la derecha. Lo de siempre. Muchos años después, y con su habitual tosquedad expresiva, Manuel Fraga Iribarne intentó teorizar sobre el “centro”, tras su salida del Ministerio de Información y Turismo, con resultados no especialmente fructíferos desde el punto de vista especulativo. Vaguedad de vaguedades, sin un contenido doctrinal preciso, “objetivos moderados, realistas y graduales”, haciendo hincapié en el “sentido común”.  Nada menos. Prototipo del conservador autoritario, Fraga tan sólo podía pasar como “moderado” y “centrista” ante Luis Carrero Blanco o Blas Piñar. Lo del “centro”, por aquellas fechas, nadie se lo tomó demasiado en serio, salvo el interesado. Con el advenimiento del nuevo sistema político partitocrático, Fraga pasó a engrosar, sin solución de continuidad, con la fundación de Alianza Popular, el elenco de los ilustres miembros de la “extrema derecha” hispánica. Quien encarnó el “centro” no fue el tosco Fraga, sino un oportunista de pura cepa, Adolfo Suárez González, nada menos que el antiguo ministro-secretario general del Movimiento Nacional. Hombre sin el menor escrúpulo, carente de cultura y de pensamiento político, alguien que se enorgullecía de no haber leído un libro en su vida, Suárez logró acaudillar un remedo de partido, asombrosamente plural, que se denominó Unión del Centro Democrático, un curioso ente donde, al albur del poder y del presupuesto, pudieron coexistir, aunque no por mucho tiempo, democristianos, socialdemócratas, conservadores, franquistas, liberales y antiguos falangistas. Gigantesca proeza, digna de un Hércules del pragmatismo político, pero que no podía durar y no duró. Con la UCD, se produjo en España el ascenso de lo que el politólogo galo Alain Deneault ha denominado la “mediocracia”, es decir, el dominio político de los mediocres, un síndrome del que aún no hemos salido. Sólo ocupando el poder y dominando las redes clientelares construidas por el Movimiento Nacional durante el régimen de Franco podía durar.  El propio Suárez, típico mediócrata, arquetipo del “hollow men”, carecía de talla como líder político. Sólo en una sociedad de mediocres se ha podido mitificar a personajes como Suárez o Juan Carlos I. Ya es hora de someter sus figuras a una concienzuda revisión histórica. Por fortuna, el anterior Jefe del Estado, ya no levanta cabeza. Pese a lo efímero de su paso por la política, la UCD dejó al conjunto de la derecha por largo tiempo –aún estamos en ello, repito- una pesada herencia de inercia, de contradicciones y oscilaciones a nivel doctrinal, de desprecio absoluto y consciente por la cultura y por la figura del intelectual. Suárez acaudilló otra efímera experiencia política, el Centro Democrático y Social. Por supuesto, careció de doctrina; y osciló entre el apoyo a los socialistas y a la derecha representada por Alianza Popular. Desapareció pronto, no sin caer una vez más Adolfo Suárez en la más profunda abyección cuando afirmó, él y alguno de sus acólitos, que el Ejército español seguía siendo una fuerza militar de ocupación en el País Vasco. ¡El antiguo ministro-secretario general del Movimiento Nacional!

 

Y es que el “centrismo” no sólo es incompatible con la reflexión política y filosófica, su antítesis, sino con el decoro político.  Por lo cual, al conjunto de su defectos habría que añadir el cinismo; es la consagración de la “razón cínica”, como dice Peter Sloterdijk, del todo vale porque ya todo está desmitificado y en crisis. Sólo queda la gestión de la economía.

 

En esta hora baja de España, la derecha no puede ser conservadora de un aberrante ‘statu quo’ como el actual; ha de ser revolucionaria, precisamente en defensa de los valores tradicionales

 

Inútil hacer alguna referencia a Ciudadanos, quizás el partido político más inútil y estéril de la reciente historia política de España. Aquí la estupidez se sumó a la mediocracia en un cóctel explosivo que les llevó al suicidio, a la autodestrucción. Más grave ha sido, por su influencia política, el caso del Partido Popular. Bajo la férula del mediócrata José María Aznar, el PP hizo suyo el diagnóstico de Francis Fukuyama sobre el “fin de la Historia” y el triunfo del liberalismo a nivel global; lo que le permitió hacer lo que más le gusta a este partido, es decir, no pensar. En ese sentido, su tristemente célebre FAES no sirvió ni sirve para nada; ni una idea nueva ha aportado al acervo intelectual de la derecha española; ni una. En el fondo, su ideología realmente operativa ha dejado de ser la del humanismo cristiano; es la que la filósofa marxista norteamericana Nancy Frazer ha denominado, para caracterizar el proyecto del Partido Demócrata en Estados Unidos, el “neoliberalismo progresista”, es decir, liberalismo económico a ultranza, globalismo a tope, y políticas de “reconocimiento” hacia gays, lesbianas, LGTBI, aborto, memoria histórica, etc. Se dirá, por algún incauto, que el Partido Popular se ha opuesto a estas últimas políticas; lo cual no es cierto. En la Comunidad de Madrid, las leyes de “renocimiento”, bajo la férula de Cristina Cifuentes, han sido más duras que las del PSOE; y nadie las ha derogado. Rajoy consolidó toda la legislación de José Luis Rodríguez Zapatero. E Isabel Díaz Ayuso, no sólo no ha derogado ninguna de las leyes de Cifuentes, sino que se ha declarado proabortista. Está en su derecho; pero que no engañe al pueblo conservador, presentándose poco menos que como la Meloni española. Hasta el cinismo del Partido Popular ha de tener unos límites. Esta senda “centrista” fue seguida a rajatabla por los distintos líderes del Partido Popular, Mariano Rajoy –que se nos muestra en su libro Política para adultos, como un seguidor tardío del despotismo ilustrado-, Pablo Casado y su más reciente figura, Alberto Núñez Feijóo, un “centrista” químicamente puro. Y un error químicamente puro. Lo vamos a ver.

 

La profunda decepción provocada por la inacción del gobierno “centrista” de Mariano Rajoy ante el desafío separatista en Cataluña y ante los contenidos de la legislación socialista anterior, se vio agravada por su escasamente heroica caída provocada por la moción de censura defendida por el líder socialista Pedro Sánchez. Su vida política terminó en una fétida melopea de restaurante; y en un bolso colocado en su escaño. Algo que debería recordarse por algunos. Todo ello sumió al Partido Popular en una profunda crisis, de la que aún, pese a las apariencias, no ha salido. Conjeturo que si Feijóo no gana las próximas elecciones el Partido Popular estallará. Ya veremos. Su penúltimo líder, Pablo Casado Blanco, pretendió dar un barniz más conservador al proyecto de su partido. No lo consiguió, y pronto reculó hacia la vieja táctica “centrista”. Para colmo, no logró controlar en ningún momento el aparato del poder; y sucumbió no sólo ante la díscola y no menos cínica Díaz Ayuso, sino ante el sinuoso y opaco Núñez Feijóo. Por un momento, parecía que iba a producirse el ansiado óbito de esa máquina nihilista de poder que es el Partido Popular. Pero no; aún tiene sus reservas, y muchas. La prensa y los medios conservadores salieron en ayuda de Feijóo y su cuadrilla. Y pronto comenzó a hablarse, viniera o no al cuento, del “efecto Feijóo”. Casi por arte de magia, el político gallego se convirtió en una especie de taumaturgo que sanaba, con su sola presencia, no ya las llagas, las escrófulas, del Partido Popular, sino las del cuerpo social español. El nuevo líder sufrió un cierto quebranto existencial cuando su partido tuvo que pactar con VOX en Castilla-León; tanto es así que ni se molestó en asistir a la toma de posesión de su acólito Alfonso Fernández Mañueco. Sin embargo, su triunfo fue absoluto en Andalucía, donde Juan Manuel Moreno Bonilla, hollow men sin par, mediócrata arquetípico, logró mayoría absoluta. Desde entonces, el horizonte de Núñez Feijóo se ensanchó hasta límites insospechados. Y es que, como decía el untuoso e insoportable Francisco Marhuenda, cuyo diario La Razón vive de subvenciones, “Juanma Moreno no molesta a nadie”. Es decir, no hace nada, salvo conservar su poder y subvencionar a las redes caciquiles construidas por los socialistas y ahora controladas por el Partido Popular. En lo demás, gestiona y se pone de perfil. No otra cosa hace Feijóo, esperar a que Pedro Sánchez caiga como fruta madura, sin mancharse las manos, sin lucha ni polémica. Lo que hizo igualmente Rajoy. Así le fue luego. No aprenden.

 

Pero, ¿quién es Alberto Núñez Feijóo?. En realidad, sabemos poco de su trayectoria vital. Tan sólo tenemos sobre su figura una hagiografía de encargo debida a la pluma del periodista Fran Balado, El viaje de Feijóo, en cuyas páginas hay más silencio que información. El hagiógrafo nos lo describe como un niño “guiadiño”, es decir, obediente y responsable, nacido en una recoleta aldea orensana Os Peares, alumno de los maristas, licenciado en Derecho, mano derecha de Romay Beccaría, en la Xunta. Sin embargo, tardó en afilarse al Partido Popular; y en su juventud votó a Felipe González y se considera admirador del difunto Alfredo Pérez Rubalcaba. Dice que lo volvería a hacer, lo de votar a González, añado.  Dicen  que fue un buen gestor en Insalud y Correos, capaz de llevarse bien con los sindicatos hegemónicos, UGT y CCOO. Dentro del Partido Popular gallego, pertenece al grupo de los “birretes” frente a los “boinas”, es decir, universitarios frente a “paletos”. Feijóo es una especie de conservador burocrático que se autodefine como “galleguista”. Tras conseguir la dirección del partido, ha conseguido en cuatro ocasiones la mayoría absoluta en las elecciones autonómicas; lo cual no ha suscitado sospecha ni crítica alguna en la prensa conservadora. Por lo visto, a diferencia de Andalucía, esto nada tiene que ver con redes clientelares y subvenciones y control de medios de comunicación. Algún día nos enteraremos, aunque será tarde. En España, todo se hace tarde y, por lo general, mal, muy mal. Y es que una hegemonía tan prolongada en el tiempo del Partido Popular en Galicia resulta cuando menos sospechosa. En ese sentido, resultó muy difundida la foto del hoy líder popular con el conocido narcotraficante Marcial Dorado, en el yate de éste último; algo hoy olvidado, incluso por la más influyente prensa de izquierdas. Me refiero a El País, sapos semiclandestinos como El Plural, Eldiario, Infolibre o Diario Público apenas cuentan; y son de risa.

 

Por otra parte, Feijóo dista mucho de ser un líder carismático. No es un hombre físicamente atractivo. Es una persona de aspecto corvino, cuya faz siempre me hace recordar el célebre poema de Edgar Allan Poe, The Raven, en el que aparece “un pájaro azabache, con sus aires fatuos, graves”, “huraño y mustio”, “la funesta ave ancestral”, “exagüe, enjuta, agónica”, que siempre pronuncia la misma palabra: “Nunca más”. Y es que Feijóo tampoco es un orador fácil; le falta elegancia expresiva e incluso vocaliza con una cierta dificultad fonética; su empleo del idioma español resulta penoso; y es que Feijóo habla y piensa en gallego, o más bien en castrapo. Se trata de un político periférico, particularista, sin una visión global de la nación española. En el fondo, su visión no es, en la práctica, autonomista, ni tan siquiera federalista; es confederal. De ahí la propia organización del Partido Popular a nivel español, convertido en un conjunto de “taifas”. Su europeísmo es fundamentalista y acrítico. Sus preocupaciones culturales nos son desconocidas. Y nada sustancial ha dicho sobre la Ley de Memoria Democrática. En realidad, el silencio es su seña de identidad.  Coherentemente, sus turiferarios han centrado la construcción de su imagen, a falta de otros elementos, en su faceta de “gestor” eficaz, que todo lo centra en el factor económico. Como Rajoy. Ignoro, y no me importa lo más mínimo, si Feijóo tiene convicciones religiosas, pero, en cualquier caso, habría que recordarle la célebre frase de Jesucristo ante el diablo tentador, en pleno desierto: “No sólo de pan vive el hombre” (San Mateo, 4, 3-4). España no es una fábrica. Y si algo necesita España, aparte desde luego de una buena gestión de carácter social y económico, es de una profunda reforma intelectual y moral, como la que propugnaba Ernest Renan, tras los desastres de Sedán y de la Comuna de París en la Francia posnapoleónica.

 

Y es que Feijóo, que se parece muy poco al ilustrado y activo benedictino dieciochesco de su mismo apellido, es incapaz de interpretar lo que Wilhelm Dilthey denominaba el  “espíritu del tiempo”. Parece vivir no ya en los tiempos de Rajoy, sino en los de Aznar y en los del “fin de la historia” diagnosticado por el inefable Francis Fukuyama. En realidad, ocurrió todo lo contrario. Todos sabemos que ese tiempo pesadillesco pasó a mejor vida.  El 11 de septiembre de 2001 supuso, en ese sentido, un cambio cualitativo. Como señaló el politólogo Robert Kagan, se produjo un auténtico desquite de la Historia. El mundo no se había transformado en el sentido señalado por Fukuyama. En todas partes, el Estado-nación seguía siendo tan fuerte como antes, al igual que las ambiciones nacionalistas, las pasiones y las competencias entre naciones. Estado Unidos quedó, sin duda, como la potencia hegemónica; pero emergían de nuevo Rusia y China; escalaban posiciones Japón, India e Irán. La exportación del modelo liberal fracasaba plenamente en Oriente Medio. El viejo antagonismo entre liberalismo y autocracia resurgía nuevamente. Y se revivía la disputa aún más antigua entre islamistas y las potencias modernas y laicas. La conclusión era obvia: “Hemos entrado en una era de divergencia”. Lo estamos viendo en la guerra entre Rusia y Ucrania, que esconde el antagonismo entre Estados Unidos, China y el conjunto de las nuevas potencias emergentes. La democracia liberal padece una profunda crisis, producto de los ataques globalistas al modelo de Estado-nación, la decadencia de las clases medias, a causa de las sucesivas crisis financieras, y la digitalización de las sociedades desarrolladas, que conduce a la “infocracia” (Byung CHul Han), los problemas medioambientales y la integración de las minorías. La democracia liberal ha dejado de convertirse en el modelo por antonomasia de régimen político legítimo. Y no solo en Oriente Medio, África o Asia. Incluso en Europa y América han surgido como alternativa las denominadas “democracias iliberales”, cuyas características fundamentales son el culto al poder fuerte, el populismo, la exaltación nacional y religiosa y una acentuación del control de las autoridades políticas en la sociedad.  Autores como Andrea Ricardi vislumbran en países como Hungría o Polonia un nuevo auge del “nacional-catolicismo”; y lo mismo ocurre en la islámica Turquía o en la Rusia ortodoxa. Por el contrario, el modelo democristiano ha entrado en una irreversible decadencia. Y ha surgido como respuesta al cuestionamiento del Estado-nación, el proceso de globalización económico-financiero y la decadencia de las clases medias, lo que he denominado “derecha identitaria”, que no cuestiona los fundamentos de la democracia, pero que defiende la vigencia del Estado-nación, apela a política económicas proteccionistas y aboga por la conservación de la identidad tradicional de sus respectivas sociedades. Todo ello pone en cuestión el desarrollo del proyecto globalista de una Europa federal, que hoy padece una profunda crisis social, económica y de legitimidad.

 

En España, la situación comenzó a cambiar, sobre todo a partir de la crisis financiera de 2008, que puso en cuestión o sólo el modelo económico, sino el bipartidismo dominante durante treinta años. La aparición de Podemos, como representación de la izquierda radical, fue igualmente una clara manifestación de los cambios experimentados en el campo político español. El PSOE dejaba de ser el único representante de la izquierda en la sociedad española, ante los nuevos retos. Tampoco la cuestión de la forma de gobierno escapó al nuevo giro de los tiempos. En junio de 2014, Juan Carlos I, cuya figura hasta entonces parecía poco menos que intocable, se vio obligado a abdicar en su hijo Felipe VI. La institución y la propia figura del monarca no pudieron soportar la erosión de las críticas de que fueron objeto, a causa de su escandalosa vida privada y la corrupción económica que había caracterizado a no pocos miembros de la familia real. Se asistía al final del denominado tabú real. Más grave aún resultaba el evidente fracaso del modelo de descentralización política vigente desde 1978 sobre todo con la insurrección del nacionalismo catalán en septiembre de 2017.  Resulta obvio que el Estado de las autonomías ha favorecido las tendencias centrífugas; y que, además, implica unos costes económicos excesivos, que lo hacen, a medio plazo, inviable. Por otra parte, el sistema político actual ha sido incapaz de crear una simbología integradora como expresión de la unidad nacional. En relación con el modelo económico no sólo la crisis del euro y de la Unión Europea, que fomentó un creciente euroescepticismo, cuya culminación fue el Brexit, sino del Estado benefactor salió dañado a la hora de garantizar el nivel de empleo y de evitar las disfunciones más dolorosas debidas al paro, la enfermedad, la invalidez o la vejez. Al mismo tiempo, España era igualmente uno de los países europeos que más se había desindustrializado, desde finales de los años setenta, pasando de un 39% del PIB en 1975 a un 19% en la actualidad. Junto a ello, el denominado “invierno demográfico” español, que pone en cuestión, entre otras cosas, la continuidad social, cultural y los fundamentos del Estado benefactor.  La epidemia del covid-19 ha puesto aún más de relieve nuestras carencias.  En este contexto social, político y cultural, surgió un nuevo partido, VOX, como representación de la modalidad española de la derecha identitaria europea. El Partido Popular tenía ya, por fortuna, un competidor por su derecha. Ya era hora.

 

Durante varios años, intelectuales y numerosos foros de debate han denunciado, desde la derecha y desde la izquierda, la crisis política y social que experimenta la sociedad española sin que se tomen, por parte de las elites políticas, medida alguna de reforma y regeneración. Se ha insistido, sobre todo, en la degeneración del Estado de las autonomías. Ahí están los nombres de Francisco Sosa Wagner, Andrés de Blas, Ignacio Sotelo, Fernando Savater, Dalmacio Negro Pavón, Gustavo Bueno, organizaciones como el Foro de la Sociedad Civil, el Instituto de Estudios de la Democracia, Neos, Valores y Sociedad, etc, Sin embargo, Feijóo y la nueva dirección del Partido Popular han hecho oídos sordos a cualquier iniciativa de carácter reformista o simplemente regeneradora.

 

Y aquí entramos en la profundidad del error Feijóo. Sin duda, el líder popular puede ganar las próximas elecciones, incluso, como Mariano Rajoy en 2011, por mayoría absoluta. Sin embargo, el problema no es únicamente ganar o perder unas elecciones. Ese es, en el fondo, un problema menor. Puede haber victorias pírricas, es decir, que, con el tiempo, se convierten en absolutas derrotas; y aparentes derrotas que se convierten en victorias. Es lo que ocurrió con Rajoy. Gane o pierda, el político gallego puede ser un error. En este caso, error y efecto pueden ir juntos y ser paralelos. Y aquí no podemos por menor que recordar el célebre artículo de José Ortega y Gasset, “El error Berenguer”, publicado en El Sol el 15 de noviembre de 1930. Como es sabido, para el filósofo madrileño la elección y la ejecutoria del general Dámaso Berenguer como sucesor de Miguel Primo de Rivera fue un error, porque había incurrido en la “ficción política de que aquí no ha pasado nada”. O sea, intentar que el conjunto de los españoles se olvidase de la crisis endémica del sistema de la Restauración y de los siete años de dictadura primorriverista. Berenguer pretendía retornar a los usos y costumbres de la Restauración como si tal cosa, como si nada hubiera pasado anteriormente. Según se deduce de sus gestos y declaraciones, el opaco Feijóo sigue por esa linde, sin ser consciente de sus límites. En ese sentido, el error Feijóo y de Feijóo lo es por partida doble. Parece operar como si viviésemos en otro siglo. El y su partido parecen incapaces, repito, de captar e interpretar el nuevo “espíritu del tiempo”, en el mundo y en España.

 

Por ello, resulta especialmente repugnante la actitud de Feijóo ante los nacionalismos periféricos. El líder popular no ha dudado en señalar que le resulta más fácil hablar con el PNV que con VOX, ya que éste cree en las autonomías como el Partido Popular, y VOX, no. Bastaría con esta declaración para que el Partido Popular desapareciera del campo político; pero mucho me temo que le seguirán votando, algunos por convicción y otros, como diría Etienne de La Boétie, por servidumbre voluntaria. En cualquier caso, la opinión de Feijóo sobre el PNV es superlativamente grave, gravísima. El líder popular calla, u olvida, que el PNV no votó la Constitución de 1978; que utiliza la autonomía como plataforma para el privilegio primero, y luego, cuando pueda, para la independencia; que es profundamente antiespañol y; que gracias a su apoyo se encuentra hoy Pedro Sánchez en el gobierno. Y algo históricamente mucho más grave; su actitud ante la crisis provocada por el asesinato de Miguel Ángel Blanco, el Pacto de Estella y el Plan Ibarretxe. ¿Es de fiar el PNV? No parece. Sin embargo, Feijóo parece dejar de lado el tema. Y luego se quejan de que nadie recuerde ya el asesinato de Miguel Ángel Blanco, ¿Quién es el culpable? El Partido Popular, que olvida a sus mártires por intereses políticos.  El gallego, eso dicen, se lleva muy bien con Íñigo Urkullu y va a entrevistarse con el impresentable Andoni Ortuzar, ese antiespañol visceral, quien dijo que “algo habría que hacer con VOX”. No menos inquietantes han sido las visitas de Feijóo a Cataluña, rindiendo pleitesía a la burguesía antiespañola en el Círculo de Economía y a La Vanguardia, órgano del secesionismo catalán.  En ese sentido, señaló que el Partido Popular debía ocupar el espacio de Convergencia Democrática de Cataluña. Hizo referencia, además, a un inexistente catalanismo constitucionalista y a un mirífico “bilingüismo cordial”. Feijóo se negó a asistir a la manifestación en defensa del español en Cataluña a mediados de septiembre. Y no votó en el Parlamento una moción de VOX en el mismo sentido. ¿Qué tipo de táctica es esta? Una locura, ya que el Partido Popular es irrelevante tanto en el País Vasco como en Cataluña. Y, sin duda, desaparecerá en ambas comunidades. ¿Qué partido catalanista le apoyará en un hipotético gobierno del Partido Popular en 2023? Misterios; pero de todo habrá en la viña del señor. Vamos, digo yo.

 

En contraste, su actitud hacia VOX no puede ser más desdeñosa. Si para Pablo Casado el partido verde se convirtió en una pesadilla, la táctica de Feijóo es, primero, desdeñarlo, ignorando su existencia; luego, si procede, aislarlo, mediante una especie de cordón sanitario mediático y político; y, posteriormente, acabar con su existencia. En el fondo, ese es uno de sus grandes proyectos, no acabar con los nacionalistas, sino con VOX, su principal enemigo. A ello haremos referencia en otro artículo.  Feijóo nunca ha ocultado su abierta enemistad hacia VOX. Se vanagloria de que el partido verde no logre representación en su feudal Galicia. El gallego intenta presentarse, como su antecesor Rajoy, como adalid de la política para adultos, presentando a Abascal y los suyos como unos adolescentes diletantes, ayunos de capacidad de gestión. Es el típico razonamiento del mandarín. Lo utilizaron Fraga y los suyos contra el PSOE del joven Felipe González en 1982. El periodista Jaime Campmany solía referirse a los socialistas como “esos chicos”. Sin embargo, aquellos jóvenes disfrutaron y abusaron del poder durante catorce años; y Fraga hubo de conformarse con la presidencia de su comunidad autónoma natal. Y es que el recurso a la mera gestión dista de ser convincente, porque depende de muchas variables a nivel nacional e internacional. Aznar pudo llevar a cabo una aceptable gestión económica por la bonanza de la coyuntura internacional, y la previa labor de Pedro Solbes.  Además, no puede existir una gestión económica y social eficaz sin una racionalización y reforma del Estado de las autonomías, sin un planteamiento serio de la educación y sus contenidos, sin una política natalista que responda a los problemas del invierno demográfico español, sin una reforma de la ley electoral y sin una alternativa convincente a la partitocracia dominante en la vida política española. En definitiva, sin una profunda reforma intelectual y moral de la sociedad española. Nada de eso ha sido planteado por Alberto Núñez Feijóo. Por eso, su efecto en la política nacional española tendrá como consecuencia la reproducción del actual desorden establecido, es decir, un profundo error. Efecto y error se unifican y proyectan hacia una misma realidad, la decadencia de España como nación. Y es que hoy, en esta hora baja de España, la derecha no puede ser conservadora de un aberrante ‘statu quo’ como el actual; ha de ser revolucionaria, precisamente en defensa de los valores tradicionales.

 

(*) Pedro Carlos González Cuevas es uno de los más destacados historiadores españoles, especializado en el estudio del pensamiento conservador. Autor de numerosos libros, con La Tribuna del País Vasco ha publicado Vox. Entre el liberalismo conservador y la derecha identitaria

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