La extraña
![[Img #23155]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/11_2022/3313_tying-hair-g49e1b69c3_1920.jpg)
Cuando le pedí a Ana que se casara conmigo sabía que para ella vivir en Portugalete no iba a ser fácil, pues aceptaba salir de su confortable mundo londinense para entrar en otro muy distinto.
El país estaba en una situación política y económica muy difícil tras la guerra civil, agravada por la guerra mundial y el aislamiento que la siguió. Para Ana, tan amante de las formas y las leyes, nuestras autoridades no se parecían en nada a las de su Inglaterra natal, no solo porque allí se las se elegía democráticamente mientras que en España estaban prohibidos todos los partidos y sindicatos, salvo los oficiales. Mucho cambio para una chica tan equilibrada como Ana.
Sin embargo, y para mi sorpresa, ese no fue el peor problema que afrontamos. Mi esposa tenía muchas virtudes, entre ellas la paciencia, la cual demostró con creces durante los meses que cada año, como capitán mercante, navegaba y la dejaba sola.
Tampoco mi excéntrica familia fue la causa directa de lo que luego nos sucedió. Mis padres y hermanos, que residían en un pueblo cercano, eran gente reconcentrada en sí misma, descendientes de pobres campesinos pasiegos que tuvieron que trabajar duro en las Encartaciones para sobrevivir. Por ello, mis familiares heredaron una cierta desconfianza hacia los extraños. Ana les gustó por su dulzura, y eso resolvió mi mayor preocupación inicial, el posible rechazo de mi familia.
En cuanto a mis amigos y sus esposas, todos muy “de aquí” en lo bueno, y también en lo malo, no tuvieron problemas con Ana. A los hombres Ana directamente les agradó (Ana es muy guapa) y a las mujeres, que podían no haberla admitido bien, como enseguida vieron que Ana no tenía vueltas ni iba a pretender embarullar a sus parejas, la aceptaron sin reticencias.
Si todo lo anterior estaba a favor para nosotros ¿qué podía torcerse para impedirnos lograr una vida tranquila y feliz en el Portugalete donde nací y crecí, en el lugar que más quería y que creía conocer? Quizás fue ese mi error: no lo conocía de verdad. La represión que se vivía iba mucho más allá de la simple política y tenía raíces muy profundas.
Un mediodía, Ana se sentó frente a mí y me miró largamente en silencio. Yo no supe cómo interpretar su actitud, y permanecí callado. Al final y haciendo un esfuerzo, Ana me habló con su castellano lento y pausado, incluso más lento que otras veces, como pensando más cada palabra que decía, pues sabía que me iban a doler:
- “Bruno, no puedo más. De verdad, no puedo más”.
- “Pero ¿qué sucede, cariño? ¿Qué pasa?”
- “Debemos marcharnos, lo he intentado todo desde hace un año y medio, no he querido preocuparte, pero estas gentes no me admiten, soy para ellas algo nocivo, me señalan por la calle, se paran en grupitos para observarme, me miran con odio. Día tras día, en cualquier lugar, soy un cuerpo extraño. Así no puedo vivir.”
- “Pero Ana, ¿quiénes te tratan así?”
- “Son todos, Bruno, tú no lo ves porque estás fuera mucho tiempo, y cuando vienes nos centramos en tu familia y en tus amigos, pero yo lo sufro el resto del tiempo, día tras día, en la escalera de esta misma casa, en la calle, en las tiendas, en el mercado, en todo lugar, y no tiene remedio. Bruno, yo sobro aquí.”
- “Pero cariño, hay mucha gente que te queremos. Además de mí están mi familia y mis amigos. ¿Les has pedido ayuda?”
- “Ya sé que me quieren, Bruno, pero de nada sirve. No puedo aislarme y relacionarme solo con vosotros. A lo que me enfrento cada día es al desprecio de la gente, que no me conoce, que no sabe nada de mí, pero que está empapada de un odio con profundas raíces históricas. No solo es la religión, ni vuestra actitud sobre mi gente, Bruno, sino la propia tradición de tu tierra. Así que la gente me odia sencillamente por ser lo que soy. No hay remedio Bruno, el odio existe sin porqué, simplemente está ahí. Nos tenemos que marchar.”
- “Pero Ana, ¿has dicho algo a esa gente? ¿Te han dado alguna razón para lo que hacen?”
- “Si, se lo he preguntado. Algunos me lo han dicho a la cara. Tu ya sabes la respuesta, Bruno: aquí, aunque hayan pasado siglos, tenemos prohibido vivir.”
No le insistí más a mi esposa, no podía argumentarle nada, ella tenía razón. El odio puede existir sin necesidad de razones, como acabábamos de vivir en España y el País Vasco pocos años antes y, más recientemente, en toda Europa. Así que pocos meses después nos trasladamos a Londres.
Hace unas semanas, en un viaje de cabotaje entré con mi buque al Abra y, durante la escala en tierra, pasé a saludar a mi familia en Galdames. Mi hermano Primi estaba aún más extraño que de costumbre y, aprovechando un momento en el que estábamos solos, me tomó del brazo y me llevó a su habitación. “Bruno, te tengo que enseñar algo”, me dijo.
Primi sacó un recorte de periódico, hasta entonces oculto bajo unos papeles. Me lo alargó diciéndome a la vez con voz triste “Léelo, así sabrás la realidad que vivimos.”
Lo leí varias veces, pues no daba crédito. El texto de la noticia, una gacetilla de un periódico local, hacía referencia indirecta a Ana. Con el mayor descaro, escribía el periodista: “Portugalete. Estos días ha sido muy comentada en nuestra villa la partida de la pareja formada por una judía inglesa casada con un vecino, marino de profesión, de familia emigrante. Parece que han marchado a Londres, lugar donde están más acostumbrados a la presencia de este tipo de gentes y de parejas. Que les aproveche.”
Nunca se lo he contado a mi esposa, han pasado los años y no hemos vuelto a Portugalete. Prefiero que olvide, si es posible, el sufrimiento y humillación que sin darme cuenta le hice pasar al llevarla allí. Estoy seguro de que las cosas cambiarán con el tiempo, caerá el gobierno actual, tendremos una democracia, se olvidarán los prejuicios y el odio al diferente desaparecerá.
Pero sé que nunca podré borrar el recuerdo de que mi esposa Hannah fue, en pleno siglo XX, la última judía expulsada de Bizkaia
(*) Arturo Aldecoa Ruiz (Apoderado las Juntas Generales de Vizcaya 1999 - 2019)
Cuando le pedí a Ana que se casara conmigo sabía que para ella vivir en Portugalete no iba a ser fácil, pues aceptaba salir de su confortable mundo londinense para entrar en otro muy distinto.
El país estaba en una situación política y económica muy difícil tras la guerra civil, agravada por la guerra mundial y el aislamiento que la siguió. Para Ana, tan amante de las formas y las leyes, nuestras autoridades no se parecían en nada a las de su Inglaterra natal, no solo porque allí se las se elegía democráticamente mientras que en España estaban prohibidos todos los partidos y sindicatos, salvo los oficiales. Mucho cambio para una chica tan equilibrada como Ana.
Sin embargo, y para mi sorpresa, ese no fue el peor problema que afrontamos. Mi esposa tenía muchas virtudes, entre ellas la paciencia, la cual demostró con creces durante los meses que cada año, como capitán mercante, navegaba y la dejaba sola.
Tampoco mi excéntrica familia fue la causa directa de lo que luego nos sucedió. Mis padres y hermanos, que residían en un pueblo cercano, eran gente reconcentrada en sí misma, descendientes de pobres campesinos pasiegos que tuvieron que trabajar duro en las Encartaciones para sobrevivir. Por ello, mis familiares heredaron una cierta desconfianza hacia los extraños. Ana les gustó por su dulzura, y eso resolvió mi mayor preocupación inicial, el posible rechazo de mi familia.
En cuanto a mis amigos y sus esposas, todos muy “de aquí” en lo bueno, y también en lo malo, no tuvieron problemas con Ana. A los hombres Ana directamente les agradó (Ana es muy guapa) y a las mujeres, que podían no haberla admitido bien, como enseguida vieron que Ana no tenía vueltas ni iba a pretender embarullar a sus parejas, la aceptaron sin reticencias.
Si todo lo anterior estaba a favor para nosotros ¿qué podía torcerse para impedirnos lograr una vida tranquila y feliz en el Portugalete donde nací y crecí, en el lugar que más quería y que creía conocer? Quizás fue ese mi error: no lo conocía de verdad. La represión que se vivía iba mucho más allá de la simple política y tenía raíces muy profundas.
Un mediodía, Ana se sentó frente a mí y me miró largamente en silencio. Yo no supe cómo interpretar su actitud, y permanecí callado. Al final y haciendo un esfuerzo, Ana me habló con su castellano lento y pausado, incluso más lento que otras veces, como pensando más cada palabra que decía, pues sabía que me iban a doler:
- “Bruno, no puedo más. De verdad, no puedo más”.
- “Pero ¿qué sucede, cariño? ¿Qué pasa?”
- “Debemos marcharnos, lo he intentado todo desde hace un año y medio, no he querido preocuparte, pero estas gentes no me admiten, soy para ellas algo nocivo, me señalan por la calle, se paran en grupitos para observarme, me miran con odio. Día tras día, en cualquier lugar, soy un cuerpo extraño. Así no puedo vivir.”
- “Pero Ana, ¿quiénes te tratan así?”
- “Son todos, Bruno, tú no lo ves porque estás fuera mucho tiempo, y cuando vienes nos centramos en tu familia y en tus amigos, pero yo lo sufro el resto del tiempo, día tras día, en la escalera de esta misma casa, en la calle, en las tiendas, en el mercado, en todo lugar, y no tiene remedio. Bruno, yo sobro aquí.”
- “Pero cariño, hay mucha gente que te queremos. Además de mí están mi familia y mis amigos. ¿Les has pedido ayuda?”
- “Ya sé que me quieren, Bruno, pero de nada sirve. No puedo aislarme y relacionarme solo con vosotros. A lo que me enfrento cada día es al desprecio de la gente, que no me conoce, que no sabe nada de mí, pero que está empapada de un odio con profundas raíces históricas. No solo es la religión, ni vuestra actitud sobre mi gente, Bruno, sino la propia tradición de tu tierra. Así que la gente me odia sencillamente por ser lo que soy. No hay remedio Bruno, el odio existe sin porqué, simplemente está ahí. Nos tenemos que marchar.”
- “Pero Ana, ¿has dicho algo a esa gente? ¿Te han dado alguna razón para lo que hacen?”
- “Si, se lo he preguntado. Algunos me lo han dicho a la cara. Tu ya sabes la respuesta, Bruno: aquí, aunque hayan pasado siglos, tenemos prohibido vivir.”
No le insistí más a mi esposa, no podía argumentarle nada, ella tenía razón. El odio puede existir sin necesidad de razones, como acabábamos de vivir en España y el País Vasco pocos años antes y, más recientemente, en toda Europa. Así que pocos meses después nos trasladamos a Londres.
Hace unas semanas, en un viaje de cabotaje entré con mi buque al Abra y, durante la escala en tierra, pasé a saludar a mi familia en Galdames. Mi hermano Primi estaba aún más extraño que de costumbre y, aprovechando un momento en el que estábamos solos, me tomó del brazo y me llevó a su habitación. “Bruno, te tengo que enseñar algo”, me dijo.
Primi sacó un recorte de periódico, hasta entonces oculto bajo unos papeles. Me lo alargó diciéndome a la vez con voz triste “Léelo, así sabrás la realidad que vivimos.”
Lo leí varias veces, pues no daba crédito. El texto de la noticia, una gacetilla de un periódico local, hacía referencia indirecta a Ana. Con el mayor descaro, escribía el periodista: “Portugalete. Estos días ha sido muy comentada en nuestra villa la partida de la pareja formada por una judía inglesa casada con un vecino, marino de profesión, de familia emigrante. Parece que han marchado a Londres, lugar donde están más acostumbrados a la presencia de este tipo de gentes y de parejas. Que les aproveche.”
Nunca se lo he contado a mi esposa, han pasado los años y no hemos vuelto a Portugalete. Prefiero que olvide, si es posible, el sufrimiento y humillación que sin darme cuenta le hice pasar al llevarla allí. Estoy seguro de que las cosas cambiarán con el tiempo, caerá el gobierno actual, tendremos una democracia, se olvidarán los prejuicios y el odio al diferente desaparecerá.
Pero sé que nunca podré borrar el recuerdo de que mi esposa Hannah fue, en pleno siglo XX, la última judía expulsada de Bizkaia
(*) Arturo Aldecoa Ruiz (Apoderado las Juntas Generales de Vizcaya 1999 - 2019)