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Arturo Aldecoa Ruiz
Jueves, 24 de Noviembre de 2022 Tiempo de lectura:

Jaun Zuriaga

[Img #23263]

 

Advertencias de los científicos sobre una mortífera pandemia global había habido muchas. Pero, como suele suceder, los problemas a corto plazo pesaban más en la agenda de los políticos que una amenaza difusa y sin fecha fija. Un riesgo que, además, apenas interesaba al público, muy entretenido con los escándalos de famosos y los avatares deportivos. Por ello, ni los ciudadanos ni los gobiernos hicieron el menor caso.

 

Pero Jon Zuriaga sí se tomó en serio el asunto. Y cuando Jon tomaba algo en serio, lo hacía de verdad. Si el mundo se aproximaba a su fin, él sobreviviría. Y los demás, ¡pues allá ellos!

 

Jon precisaba construir un refugio unipersonal secreto, herméticamente aislado y con todo lo necesario para hibernar una década. Calculaba que en diez años el resto de la humanidad habría desaparecido, y con ella el virus. Entonces podría regresar tranquilamente al exterior y convertirse en el último hombre. Tendría todo el planeta para él, pensaba. ¡Qué gozada!

 

Pero, ¿dónde encontrar en el País Vasco un sitio apartado de las miradas curiosas, en el cual excavar secretamente un subterráneo, aislarse al llegar la pandemia y pasar encerrado diez años hasta que volviera a salir?

 

Al final, tras años de búsqueda, halló el lugar perfecto: la isla de Izaro. Un islote rocoso y estéril, batido por el viento norte y las olas del Cantábrico. Un lugar inhóspito lleno de gaviotas del cual hacía cuatro siglos que se habían marchado, acosados por los piratas, los monjes que lo habitaron.

 

Tenía que comprobarlo. Lo visitó una noche sin luna de un frío otoño. Le costó la de Dios desembarcar y subir, por unos peldaños casi inexistentes, hasta la empinada cumbre. Oculta por la maleza y derrumbes, en medio de las ruinas del monasterio, su radar de penetración detectó una cripta. Aquel subterráneo desconocido sería su refugio. Así que, armado de sus conocimientos, medios materiales y la tecnología más moderna, durante varios meses fue montando en secreto su particular Arca de Noé.

 

Llegó la pandemia y los primeros contagios masivos. La misma noche en que se anunciaba la cuarentena total en el país, Jon Zuriaga accedió a la isla y se encerró en el subterráneo. Tras clausurar herméticamente la cripta, entró en hibernación en un sarcófago especial creado por él. En una década, cuando despertara, el mundo sería suyo.

 

Pasaron diez años y Jon despertó. Deseando ver su nuevo reino, activó los sensores exteriores. Las cámaras que había colocado por la isla le mostraron unas imponentes murallas defensivas y los torreones de una gran fortaleza. Diez años antes nada de eso estaba allí. A Jon le recordaban vagamente a algo que había visto, pero no sabía a qué.

 

Tras cavilar un rato, dedujo que la pandemia no había acabado con toda la humanidad, pero había llevado al mundo a una nueva Edad Media. No importaba, Jon tenía un plan b: ya no sería el último hombre, sino el jefe de los supervivientes. Con sus conocimientos y la tecnología de la que disponía se convertiría en el gobernante del castillo y de toda la costa y, ya puestos a mandar, en el nuevo Señor de Vizcaya. Hasta eligió un nombre: Jaun Zuriaga.

 

Jon abrió la puerta y salió de la cripta vestido, como precaución por el virus, con un uniforme aislante plateado con un gran casco con visera cerrada y reflejos metálicos. Parecía un auténtico caballero medieval. Muy apropiado, pensó. 

 

Justo en ese preciso instante un enorme dragón rojo apareció volando sobre los muros y un brillante chorro de fuego verde barrió la zona. A Jon solo le dio tiempo a exclamar asombrado “¡Pero qué...!”, antes bracear mientras empezaba a evaporarse.

 

Esa mañana, un diario local contaba los pormenores de la grabación en Izaro de nuevas escenas de batalla para la vigésimo primera secuela de Juego de Tronos. Se utilizarían dragones robots, que volaban de verdad y escupían chorros de auténtico fuego valirio. En el rodaje se abrasarían los impresionantes decorados que recreaban la fortaleza de Harrenhal, defendida por figurantes robotizados cuyo destino era igualmente vaporizarse.

 

Un mes más tarde, mientras revisaba las imágenes, un técnico advirtió que había un robot de más en la toma. Llevaba un uniforme un poco raro, pero no desentonaba y quedaba muy realista mientras movía frenéticamente los brazos en medio del fuego verde. Un robot que casi parecía vivo, pensó.

 

El capítulo resultó espectacular y un éxito mundial. Su tituló fue “El último hombre”, justo el papel que Jon pretendía lograr aprovechando la pandemia e irónicamente el que le mató en vez del virus.

 

(*) Apoderado en las Juntas Generales de Vizcaya 1999 -2019.

 

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