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Guillermo Mas Arellano
Sábado, 17 de Diciembre de 2022 Tiempo de lectura:

Cartografías del amor (I): Por el camino Rosa-Cruz

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Podríamos denominar el culto secreto de los Rosa-Cruz como el de una orden dedicada a la transmisión del conocimiento (o gnosis) por medio del amor. Para ello, se han valido de mitos, símbolos y poemas durante siglos. En la mayoría de esos relatos se cuenta, bajo la apariencia de un sueño, el tránsito que el héroe, en el caso Odiseo; del poeta, en el caso de Dante; o del caballero andante, en el caso de Don Quijote; realiza desde las sombras de la ignorancia hasta la luz del conocimiento. La leyenda dice que fue en 1378 cuando Christian Rosenkreuz reveló la gnosis de origen egipcio –fundamentada en el culto a Isis y a Osiris– que se encuentra en el corazón de la doctrina Rosa-Cruz. Se trata de una sabiduría que deriva directamente del Evangelio de Juan, cuyas máximas supo inmortalizar Fernando Pessoa en un poema: “El Verbo de este Mundo, humano y ungido, Rosa Perfecta, en Dios crucificada”. Es una tradición esotérica.

 

El término “tradición esotérica” compone, al tiempo, un pleonasmo y un oxímoron. Porque todo esoterismo se inscribe en una tradición mayor y toda Tradición Sapiencial o Doctrina Perenne es, por necesidad, esotérica. Lejos del ocultismo o del sincretismo, muchos han sido los autores que en el siglo XX han estudiado los rastros ocultos en la cultura popular de esa misma tradición esotérica que ha permanecido al margen, muchas veces incluso proscrita, de las grandes doctrinas religiosas en Occidente. Sin embargo, no se trata de nada nuevo: mucho antes encontramos, en el seno de Europa, otras tentativas similares de manos de autores como Johan Valentin Andreae, Eliphas Levi, John Dee, Guido Cavalcanti, Cagliosto, Nicolas Flamel, el Conde de Saint Germain, Michel Maier, Paracelso, Karl von Erkthathausen, Fulcanelli y el legendario Christian Rosenkreuz. El trabajo con arcanos, la alquimia y la meditación son las principales prácticas que las obras de estos autores ocultan.

 

Según Epicteto, “La mayor y primera tarea del filósofo es poner a prueba las representaciones”. De nuevo la pregunta por el Origen, el asombro por el Ser nacido en tiempo de Parménides, pugnando mitopoéticamente por abrirse. Pensar supone erigirse como agente del caos, cuestionando las interpretaciones cerradas que ofrecen sosiego mental a la tribu. Empédocles dividía el cosmos entre el Amor, que según él tiende a la unión, y el Odio, que tiende a la disgregación. Hay todo un saber hermético antiguo, que en la Modernidad ha pervivido bajo los símbolos empleados por el arte moderno, para el cual tanto lo material como lo intelectivo; esto es, tanto lo carnal como lo espiritual, emanan del Uno. Y del conocimiento de ese “Uno” tan similar al dios de los místicos se ha encargado históricamente una ciencia que se ocupa de lo sagrado y cuyos orígenes se remontan a las relaciones entre Cultos Pitagóricos y Misterios Eleusinos, situados ambos en torno al Oráculo de Delfos.

 

A partir del Renacimiento, sobre todo en la actual Italia, se desarrolla una doctrina artística que es, al tiempo, moderna y antimoderna; tradicional, gnóstica y esotérica. Se trata de una lectura profunda, hermética, en clave mística, del Evangelio de San Juan. Algo que se debe poner en común con el Logos alejandrino y la Cábala hebrea. Dando como resultado la alquimia entendida como operación mágica de transformación interior y de la realidad a partir de la manipulación de arcanos. El verdadero saber oculto de Occidente se puede resumir, a su vez, en aquello que Fernando Sánchez Dragó denominó como “el camino del corazón”: una prueba constante dentro del laberinto de la existencia, de la que debemos salir victoriosos forjando un camino individual e intransferible. Más allá de la simple ortodoxia cristiana, existe la doctrina de un Cristo interior que alude a la intuición intelectiva que cada uno porta consigo. Alan Watts denominó a ese saber profundo como “el arte de ser Dios”. La auténtica religión, como la verdadera magia, alude a una psicología profunda que nos permite indagar en el Ser que somos: “conócete a ti mismo”, como en el Templo de Delfos, es el único mandato; y “haz lo que quieras”, como en la Abadía de Thélema, es toda la Ley. Sin Amo, sin Ley, sin Libro. Puliendo nuestra naturaleza animal mediante la destrucción del ego, tomando conciencia de nuestra Caída, es como despertamos el alma divina que nos insufla espíritu. Obedeciendo solamente a la Verdad, la Voluntad, el Valor y la Virtud como única brújula existencial.

 

Para Angelus Silesius, el amor místico es el que nos permite profundizar en el Árbol de la Sabiduría: “Aunque Cristo naciera mil veces en Belén, y no dentro de ti mismo, tu alma estará perdida, en vano mirarás a la Cruz del Gólgota, a menos que dentro de ti se haya levantado”. La contemplación de la Donna angelicata como encarnación de la Divina Sapienza, permite, de nuevo según Silesius, alcanzar la beatitud: “La sabiduría es la mejor mujer. Si anhelas que una mujer sea rica, espléndida y bella: toma únicamente a la Sabiduría; ella lo será todo para ti”. Sabiduría y Belleza encarnadas en una dama carnal y solar permiten el amor místico que nos habilita a penetrar en la Realidad Divina. Así lo entiende también Antonio Medrano: “La concepción de la Sabiduría como mujer constituye un leitmotiv de la doctrina tradicional. En todas las tradiciones podemos encontrar una entidad femenina que personifica simbólicamente la Gnosis o Sabiduría integral, la Inteligencia divina o la Luz iluminadora de lo alto”. Ella es Minerva, es Saraswati, es Sophia, y también es la Donna gentile de los Fieles de Amor retratada poéticamente en, por ejemplo, los versos de Juan Boscán y Garcilaso de la Vega.

 

En ese sentido, Juan el Bautista, decapitado por Salomé, representa aquello que debe ser destruido, en forma de sacrificio iniciático, para que los siete velos de la existencia se vayan retirando y, así, pueda emerger el Cristo interior que nos promete la resurrección. No en vano el Cuarto Evangelista, también llamado Juan, de rasgos algo aniñados e incluso andróginos, fue el discípulo favorito de Jesús, el más lírico y misterioso de sus biógrafos, aquel que anuncia la preeminencia de la Luz y de la Palabra sobre las tinieblas de la existencia y del mal. Es el tao, la conexión con el mundo interior, el abandono contemplativo con lo trascendente, a través de la meditación profunda, lo que permite trascender lo psíquico para entrar, así, en comunión mística algo mucho más verdadero que el yo: la divinidad.

 

En los últimos siglos, con la vulgarización de este conocimiento a través de la cultura popular, se ha producido un cambio civilizatorio de dimensiones gigantescas. Las musas del arte, esa Diosa Blanca femenina y de carácter dionisíaco, es la Rosa Mística de Dante, de Milton, de Paracelso y de Borges, que ahora se abre también para nosotros. El Eterno Femenino alude a un concepto cultural de la mujer ajeno al del mundo judeocristiano, puramente misógino, y que nos habla de civilizaciones previas como los minoicos. Las religiones del desierto proponen una horizontalización que reduce la sacralidad a burocracia. El paso de una Roma pagana a una Roma cristiana es, en ese sentido, terrible. Sobre todo si tenemos en cuenta lo que los cristianos heredan de la ortodoxia judía, de las deidades solares masculinas como Moloch, Baal o Yahvé, y de uno de los cultos anteriores de los que más bebe: el mitraísmo. Seguimos siendo judíos, mitraístas, cristianos, mahometanos, puritanos y, por ende, políticamente correctos.

 

Frente a ello, los arquetipos femeninos se han repetido en todas las culturas desde el inicio de los tiempos, manifestándose de muchas maneras y casi siempre a través del arte. La mayoría de cultos actuales a las vírgenes del cristianismo y que tienen siglos de antigüedad son, como el propio Jesús, manipulaciones de esos cultos originarios a diosas primitivas. El sexo es un poder demónico (de daimon), es decir, algo irracional, inconsciente incluso, que alude al mundo oculto y oscuro del deseo. En ese contexto, el Eterno Femenino aludiría a todo un culto, que las sociedades patriarcales han tratado de ocultar, a la belleza de las mujeres que se repite y se reinterpreta a través de los tiempos. Esa potencia femenina es puramente nocturna, en contraposición a los dioses solares, y está directamente relacionada con el Eterno Femenino reprimido en Occidente y condenado al paganismo de figuras como las brujas; o divinidades de culto ampliamente extendido como Kali o como Ishtar. En nuestra época estamos acostumbrados a percibir esa belleza bajo la lupa decadente del romanticismo rastreable en las poesías de Blake y Keats o en los cuadros de Dante Gabriel Rossetti, pero la mayor manifestación que este arquetipo ha tenido en la cultura occidental apareció en el Renacimiento. Una manifestación moderna, en definitiva, que coincide con la llamada “doctrina de la mano izquierda” (o vāmāchāra en sánscrito) y que hace referencia a un poder femenino. Es una vertiente dionisiaca de lo espiritual para unos tiempos donde los dioses antiguos del patriarcado desértico se han demostrado impotentes.

 

Todo ello, como sucedía ya en el propio Renacimiento, tiene su dimensión (meta)política y (contra)cultural. En su libro La diosa blanca, Robert Graves defiende que la poesía de los pueblos mediterráneos estuvo consagrada del paleolítico en adelante a la Luna o a la Musa hasta la llegada del culto a la razón socrático: “El estudio de la mitología se basa firmemente en el conocimiento de los árboles y en la observación de la vida en los campos durante las distintas estaciones del año. El desprecio a los poetas y a los mitos platónicos habría sido antipopular pero finalmente se habría impuesto. Se trata de un dominio de lo apolíneo y de lo racionalista que reduce la búsqueda del autoconocimiento a una autosuficiencia represiva de la sexualidad. El llamado amor platónico, la huida del filósofo del poder de la Diosa hacia la homosexualidad intelectual, era realmente el amor socrático”. La imposición de lo socrático, doctrina ésta que fue derrotada en la vida pero que resultó vencedora en el terreno político, a través del triunfo filosófico de Platón, nos ha traído hoy, después de siglos de hegemonía escolástica, primero, y dominación académica, después, hasta el desolado panorama intelectual de nuestros días.

 

Mientras que, de manera oficial, los pueblos europeos pasaron a ser cristianos, secretamente conservaron su paganismo oculto en mitos o festividades populares que el cristianismo se quiso apropiar y revestir de cultos virginales. El culto al dinero y el sometimiento al Estado comenzaron inmediatamente después de que se impusiera la racionalidad socrática. La mujer, entonces, se vio subyugada junto con todo lo que ella representaba arquetípicamente, especialmente el Caos, bajo el enorme aparato político del proto-totalitarismo. Quien ha jurado lealtad al Papa ya no puede servir con provecho al Emperador. Para Graves, en la línea de Culianu y  Rougemont, lo fáustico supone una síntesis perfecta de lo apolíneo y de lo dionisiaco; de lo trágico y de lo satírico; de lo solar y de lo lunar. Es, de nuevo, la entrada de lo Rosa-Cruz en Occidente. Hoy todavía por hacer: cuando el sueño de amor que conduce a la gnosis ha trocado irremisiblemente en pesadilla. La decadencia es evidente: los poetas modernos han olvidado ese saber antiguo porque desconocen los mitos. Por todo ello, decimos que hoy el amor está en crisis.

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