Morir en el Ensanche
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María no se encontraba bien. Sus sesenta y cuatro años se hacían sentir en las articulaciones, especialmente en las rodillas y al bajar y subir escaleras. Y noviembre era un mal mes por partida doble; los primeros fríos y el recuerdo de su marido que murió años atrás, en aquel mes sombrío.
Comenzó con una inhabitual desgana su labor. Como secretaria del director en el periódico, su sueldo era bajo, pero lo realizaba casi siempre con extraordinario celo. Debía dar gracias a Dios por tener aquella ocupación. En apenas un mes se jubilaría y tendría asegurada una vejez digna.
Recogió la correspondencia, separándola por temas. Las cartas que se recibían en el periódico eran en su mayoría un popurrí de cobas en busca de favores y peticiones para cubrir cualquier puesto que el director ni se dignaba a mirar sin que ella hubiera abierto previamente para ver si merecían su atención. Bien sabía ella la importancia de las recomendaciones, pues fue la de su suegro la que le consiguió su trabajo. Separadas estas cartas, las dejó en una carpeta con una gran “R” bien visible sobre la cubierta para que las revisara su jefe. Contestaría solo algunas.
Otras eran para la sección de Cartas al Director: quejas vecinales o propuestas pintorescas de los lectores sobre cualquier asunto. A ella le gustaban, pues era responsabilidad suya resumirlas para publicar lo sustancial. Era la parte más divertida de su trabajo Las puso sobre su mesa.
Algunos escritos incluían artículos enviados al Director por si aceptaba su publicación. María se había acostumbrado a reconocer la intención de lo escrito. Los remitentes eran de dos clases: quienes tenían la vida resuelta, generalmente rentistas que escribían por placer porque querían ver publicado un texto suyo, y quienes escribían por el pequeño ingreso que suponía un artículo aceptado. Había mucho periodista pobre y pluriempleado en aquella España de 1962.
En algunas ocasiones, se había topado con un tercer tipo de cartas; las de aquellos que por sus ideas políticas o su simple mala suerte al estar en el lugar equivocado durante la guerra, habían sido excluidos de la profesión de periodista. No tenían carnet del sindicato y estaban vetados en prensa y radio.
Eran enormes los esfuerzos de estos últimos por ser readmitidos de facto en la profesión. Ocasionalmente enviaban escritos y reportajes con la esperanza de que alguien advirtiera en ellos su profesionalidad, pensando quizás que por el casi cuarto de siglo transcurrido desde el final de la guerra algo habría cambiado.
Como sabía María, casi siempre se equivocaban. Si hubieran sido parientes de familias ilustres o celebridades posiblemente el Régimen hubiera considerado útil para su imagen exterior readmitirlos, pero los gacetilleros desconocidos no le importaban a nadie. Eso le había dicho su jefe cuando le había insistido en recuperar alguno que consideraba literariamente interesante: era difícil que alguien se molestara en revisar su castigo.
Esa mañana llegó un sobre remitido por uno. María le conocía pues había sido vecino de su familia durante su juventud y era poco mayor que ella. Con la misiva en la mano, lo recordó con claridad. José Albelda era un hombre de bien. Periodista moderado y republicano liberal al que la mala suerte le atrapó en el lado del bando perdedor durante la guerra. Solamente por ello fue purgado y castigado con el silencio. No volvería a poder ejercer su profesión y eso era lo peor para un hombre de letras.
Miró el sobre que había abierto con el abrecartas en forma de espada toledana. Contenía una carta y un artículo. Echó una ojeada como de costumbre al título, y entonces sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal.
Cuando se tranquilizó supo que tenía que leerlo con detenimiento. Se sentó y apartó el resto de la correspondencia. Para tranquilizarse, conectó un pequeño infiernillo y se hizo una manzanilla. Luego comenzó a leer la carta.
Trataba un hecho sucedido en Bilbao cincuenta años atrás. Una tragedia que recordaba con nitidez y que había marcado muchas vidas, entre ellas la de su familia. Era un tema espinoso para un artículo, pues aquella desgracia y lo que la siguió dejaban en mal lugar a los políticos locales, a la Justicia y, porque no decirlo, al periodismo que al final había callado lo que se sabía.
María revisó la carta de presentación. Ella sabía con una ojeada si era adecuada o no.
“Sr. Director.
La Gaceta del Norte.
Oficinas.
Bilbao, 12 de noviembre de 1962.
Estimado Director:
Le adjunto un artículo con motivo del inminente 50 aniversario de la tragedia del Teatro Circo del Ensanche, de la que fui testigo, por si tuviera a bien su publicación en el diario que tan acertadamente dirige. Como sabe, he sido periodista y, aunque por diversas circunstancias en la actualidad carezco del carnet, nunca he dejado de sentirme espiritualmente parte de la profesión.
Quedando a su entera disposición, reciba Vd. un cordial saludo,
Fdo. José Albelda.”
La carta reflejaba bien la situación del firmante. A María le temblaban las manos. Albelda pedía de manera prudente el poder publicar, algo que en otro tiempo el Director le hubiera otorgado sin problema. Ella sabía que respetaba a aquel hombre. Pero en 1962 aun mandaba la censura. Ya se vería lo que se podía hacer.
Leyó el artículo. El frío en su interior la fue atenazando a medida que se adentraba en el texto. Era una historia con la que soñaba a menudo, una pesadilla del Bilbao de su infancia.
“Cincuenta años de la tragedia del Ensanche
Va a cumplirse medio siglo de la tarde de la tragedia del Teatro Circo del Ensanche. Casi olvidada, diríase que silenciada, para quienes la vivieron aquel 24 de noviembre de 1912 es un recuerdo imborrable. Aquel día, yo estuve allí.
Era un joven bachiller que soñaba con ser periodista. Nunca había pensado afrontar la muerte de mis semejantes de la manera en la que esa tarde tuve que hacerlo.
Aún recuerdo el edificio de madera. Su fachada se abría a las calles Poza, Elcano y General Concha. El inmueble, inaugurado en 1895 y cuyas condiciones no eran adecuadas, se dedicaba a actividades públicas y sala para pases del cinematógrafo.
El Teatro Circo programaba los festivos sesiones continuas desde las tres hasta las doce de la noche por una peseta la butaca de patio y sólo 10 céntimos la entrada a la galería alta. Un público sobre todo infantil llenaba el local, pues podía pasarse allí toda la tarde al resguardo, caliente y con entretenimiento.
Ese domingo proyectaban la película “¿Quién robó el millón?” y estaba a rebosar. Asistía con mi vecino, Luis Lacombe, que cumplía once años. Luis se separó de mí para estar en la galería con sus amigos. Transcurría todo con normalidad cuando, en medio de la oscuridad, una voz femenina gritó “¡fuego, fuego!”.
Tras un momento de tenso silencio, surgieron voces de preocupación de niños y de madres, exclamaciones que fueron tomadas como ratificación del peligro. De repente, en medio de la oscuridad, una parte de los espectadores se levantó y comenzó a empujar a quienes les rodeaban, buscando una salida.
A los pocos segundos dieron las luces. La claridad refrenó los movimientos y permitió apreciar rostros atemorizados. Puestos en pie, muchos no sabían qué hacer. Había gran tensión.
Cuando parecía que gracias a la luz el pánico remitía, comenzaron a escucharse débiles voces pidiendo auxilio desde la galería superior. Al estar bloqueado el acceso a las escaleras por gente que ocupaba los pasillos, varios espectadores comenzaron a trepar por las columnas del patio para alcanzar la galería y ayudar a quién lo necesitara.
Su buena intención desató la tragedia. Se interpretó su gesto como una huida y una oleada de gente se precipitó buscando escapar. La galería superior solo tenía una escalera de acceso y una masa humana comenzó a descenderla atropelladamente.
La escalera de la galería superior quedó bloqueada por una muralla humana formada por cuerpecitos de niños. Aprisionados en los peldaños iniciales, parecían hallarse en cuclillas, con las rótulas en el pecho. Los semblantes reflejaban la palidez de la muerte y los ojos parecían que iban a saltar de las órbitas.
Algo más arriba, un mar de cabezas, miembros y cuerpos aprisionados lanzaban gritos pidiendo auxilio, llamando a sus madres. Pero la marea humana continuaba presionando para descender desde las localidades altas, pasando sobre ellos, aplastándolos.
Intentamos extraer a las criaturas, pero resultaba imposible. Formaban una masa sólida y los esfuerzos para extraer a los que se estaban ahogando delante nuestro eran baldíos. Al tirar solo conseguíamos desgarrar sus miembros. El cepo mortal estaba cerrado.
Un par de minutos después se logró romper con herramientas el tabique divisorio de la escalera, pero para muchas criaturas era tarde, habían muerto aplastadas y asfixiadas.
La noticia trascendió y las calles comenzaron a llenarse. Una atmósfera de desesperación inundó Bilbao. Cuando comenzaron a depositarse los primeros cuerpos en el ambigú del Teatro, a la vista de todos, la situación se hizo dramática.
Médicos llegados de todo Bilbao atendieron a los heridos que aún respiraban y llevaron a las víctimas a la Casa de Socorro del Ensanche. Tras ayudar a trasladar los cuerpos, pude contemplar allí sobre el frío suelo, con las ropas hechas jirones, los cadáveres de decenas de niños.
Uno de ellos era Luis, mi vecino. Sus ojos azules seguían abiertos. Su piel, habitualmente clara, estaba amoratada. Quienes me rodeaban lloraban en silencio. Yo no tenía ni lágrimas. Muchos padres, faltos de noticias, sin saber si sus hijos vivían o estaban muertos, comenzaron a golpear las puertas cerradas del edificio, tratando de entrar.
Solo la llegada de refuerzos policiales frenó el asalto. Nunca olvidaré aquellos padres y madres desesperados que pedían enloquecidos por Dios y por todos los santos que les permitieran reconocer los cadáveres. En cuarenta y cuatro casos, no volverían a ver vivos a sus hijos.
¿Fue evitable aquella tragedia? Advertencias hubo. Tiempo antes, el hundimiento del escenario y el suelo de madera del Teatro durante un mitin ya provocaron una estampida que casi acabó en tragedia. Y justo diez años antes, en 1902, un gracioso lanzó -como en 1912- el grito de "¡fuego!” y la estampida faltó poco para que arrollara a decenas de niños. Pero en ambas ocasiones hubo mucha suerte y no pasó nada. En 1912 dejó de haberla.
¿Respondió alguien? ¿Hubo cárcel para los culpables? ¿Dimitieron los responsables municipales por permitir aquel uso del local dadas sus condiciones? Como siempre, se aseguró que se haría justicia. Los primeros días se organizó un fastuoso funeral y un entierro multitudinario. Se construyó un nuevo mausoleo en el cementerio municipal, que fue costeado por el Ayuntamiento.
Luego se abrió una investigación. Se iniciaron juicios. Se ordenó incluso demoler aquel Teatro de madera... Pero finalmente en la vía judicial se dio carpetazo al asunto y fue archivado. Nunca se hizo justicia. Luis Lacombe y otros cuarenta y tres niños y dos adultos murieron allí, y no hubo responsables por permitir aquella ratonera. En realidad, si los hubo, pero tenían nombres y apellidos demasiado ilustres.
Han pasado cincuenta años. La tragedia del Teatro Circo del Ensanche sigue sin que se haga justicia. Y es hora de hacerla.
Fdo. José Albelda.”
Cuando lo terminó pese a la manzanilla María había cambiado de color y se sentía desfallecer. El artículo decía la verdad, pero rememorar aquello le resultaba insoportable. Ya tenía suficiente con sus pesadillas nocturnas. Albelda tenía razón.
Puso el escrito y la carta de presentación en una carpeta con una gran “C” en la tapa, y la dejó sobre la mesa del Director. La “C” significaba que había que remitirlo a la censura para que revisara el artículo. En unos días llegaría la respuesta y, en su caso, los cambios propuestos marcados con lápiz rojo. Ojalá fueran pocos.
Una semana después María recibió a primera hora un sobre remitido por la oficina del censor. Lo abrió con nerviosismo, y a la vez con un puntito de esperanza. ¡Contenía el artículo sin un solo tachón en rojo! María sonrió.
Pero quizás su alegría había sido prematura. Había también otro folio cuidadosamente doblado en el interior del sobre.
“VALORACIÓN:
Escrito gravemente atentatorio contra la paz social. Sugiere que en nuestro país no se hace justicia.
Queda prohibida su publicación. Queda prohibida igualmente su conversión en guion radiofónico.”
María quedó consternada. Pero de pronto se dio cuenta de un error de la oficina del censor. Habían remitido de vuelta al periódico el artículo de Albelda, y no solo la instrucción denegando su publicación.
Entonces tomó una decisión: incluiría el escrito con los destinados para publicación como si la censura lo hubiera autorizado. Su riesgo personal era mínimo, pues se jubilaba en breve y podía argumentar que en el sobre solo llegó el escrito sin tachaduras, por lo que dedujo que estaba autorizado. Al final, todo se consideraría un error burocrático, el periódico no se vería perjudicado, Albelda publicaría de nuevo y, lo más importante, se recordaría la tragedia del Ensanche.
Así que volvió a meter en el sobre el artículo y lo dejó en una carpeta con una gran “P” en la portada, destinada a los textos para publicar. Luego ocultó la valoración de la censura entre unas hojas. Esa noche en su casa, la quemó en la cocina de carbón.
No podía dejar de pensar en aquella historia. Al final, aunque sabía que acabaría poniéndose triste, abrió una caja de madera que guardaba en su dormitorio con viejos papeles y fotos familiares. Vio, asomando un poco, fuera del viejo álbum, la foto de su hermano pequeño, vestido de primera comunión. Una lágrima se deslizó por su mejilla.
Recordó aquella tarde del 24 de noviembre de 1912 en la que Luis salió alegremente de casa acompañado de un vecino para ir al cine. Era domingo, y el día de su cumpleaños. Prometió volver a tiempo para cenar. María Lacombe nunca le volvió a ver.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019
María no se encontraba bien. Sus sesenta y cuatro años se hacían sentir en las articulaciones, especialmente en las rodillas y al bajar y subir escaleras. Y noviembre era un mal mes por partida doble; los primeros fríos y el recuerdo de su marido que murió años atrás, en aquel mes sombrío.
Comenzó con una inhabitual desgana su labor. Como secretaria del director en el periódico, su sueldo era bajo, pero lo realizaba casi siempre con extraordinario celo. Debía dar gracias a Dios por tener aquella ocupación. En apenas un mes se jubilaría y tendría asegurada una vejez digna.
Recogió la correspondencia, separándola por temas. Las cartas que se recibían en el periódico eran en su mayoría un popurrí de cobas en busca de favores y peticiones para cubrir cualquier puesto que el director ni se dignaba a mirar sin que ella hubiera abierto previamente para ver si merecían su atención. Bien sabía ella la importancia de las recomendaciones, pues fue la de su suegro la que le consiguió su trabajo. Separadas estas cartas, las dejó en una carpeta con una gran “R” bien visible sobre la cubierta para que las revisara su jefe. Contestaría solo algunas.
Otras eran para la sección de Cartas al Director: quejas vecinales o propuestas pintorescas de los lectores sobre cualquier asunto. A ella le gustaban, pues era responsabilidad suya resumirlas para publicar lo sustancial. Era la parte más divertida de su trabajo Las puso sobre su mesa.
Algunos escritos incluían artículos enviados al Director por si aceptaba su publicación. María se había acostumbrado a reconocer la intención de lo escrito. Los remitentes eran de dos clases: quienes tenían la vida resuelta, generalmente rentistas que escribían por placer porque querían ver publicado un texto suyo, y quienes escribían por el pequeño ingreso que suponía un artículo aceptado. Había mucho periodista pobre y pluriempleado en aquella España de 1962.
En algunas ocasiones, se había topado con un tercer tipo de cartas; las de aquellos que por sus ideas políticas o su simple mala suerte al estar en el lugar equivocado durante la guerra, habían sido excluidos de la profesión de periodista. No tenían carnet del sindicato y estaban vetados en prensa y radio.
Eran enormes los esfuerzos de estos últimos por ser readmitidos de facto en la profesión. Ocasionalmente enviaban escritos y reportajes con la esperanza de que alguien advirtiera en ellos su profesionalidad, pensando quizás que por el casi cuarto de siglo transcurrido desde el final de la guerra algo habría cambiado.
Como sabía María, casi siempre se equivocaban. Si hubieran sido parientes de familias ilustres o celebridades posiblemente el Régimen hubiera considerado útil para su imagen exterior readmitirlos, pero los gacetilleros desconocidos no le importaban a nadie. Eso le había dicho su jefe cuando le había insistido en recuperar alguno que consideraba literariamente interesante: era difícil que alguien se molestara en revisar su castigo.
Esa mañana llegó un sobre remitido por uno. María le conocía pues había sido vecino de su familia durante su juventud y era poco mayor que ella. Con la misiva en la mano, lo recordó con claridad. José Albelda era un hombre de bien. Periodista moderado y republicano liberal al que la mala suerte le atrapó en el lado del bando perdedor durante la guerra. Solamente por ello fue purgado y castigado con el silencio. No volvería a poder ejercer su profesión y eso era lo peor para un hombre de letras.
Miró el sobre que había abierto con el abrecartas en forma de espada toledana. Contenía una carta y un artículo. Echó una ojeada como de costumbre al título, y entonces sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal.
Cuando se tranquilizó supo que tenía que leerlo con detenimiento. Se sentó y apartó el resto de la correspondencia. Para tranquilizarse, conectó un pequeño infiernillo y se hizo una manzanilla. Luego comenzó a leer la carta.
Trataba un hecho sucedido en Bilbao cincuenta años atrás. Una tragedia que recordaba con nitidez y que había marcado muchas vidas, entre ellas la de su familia. Era un tema espinoso para un artículo, pues aquella desgracia y lo que la siguió dejaban en mal lugar a los políticos locales, a la Justicia y, porque no decirlo, al periodismo que al final había callado lo que se sabía.
María revisó la carta de presentación. Ella sabía con una ojeada si era adecuada o no.
“Sr. Director.
La Gaceta del Norte.
Oficinas.
Bilbao, 12 de noviembre de 1962.
Estimado Director:
Le adjunto un artículo con motivo del inminente 50 aniversario de la tragedia del Teatro Circo del Ensanche, de la que fui testigo, por si tuviera a bien su publicación en el diario que tan acertadamente dirige. Como sabe, he sido periodista y, aunque por diversas circunstancias en la actualidad carezco del carnet, nunca he dejado de sentirme espiritualmente parte de la profesión.
Quedando a su entera disposición, reciba Vd. un cordial saludo,
Fdo. José Albelda.”
La carta reflejaba bien la situación del firmante. A María le temblaban las manos. Albelda pedía de manera prudente el poder publicar, algo que en otro tiempo el Director le hubiera otorgado sin problema. Ella sabía que respetaba a aquel hombre. Pero en 1962 aun mandaba la censura. Ya se vería lo que se podía hacer.
Leyó el artículo. El frío en su interior la fue atenazando a medida que se adentraba en el texto. Era una historia con la que soñaba a menudo, una pesadilla del Bilbao de su infancia.
“Cincuenta años de la tragedia del Ensanche
Va a cumplirse medio siglo de la tarde de la tragedia del Teatro Circo del Ensanche. Casi olvidada, diríase que silenciada, para quienes la vivieron aquel 24 de noviembre de 1912 es un recuerdo imborrable. Aquel día, yo estuve allí.
Era un joven bachiller que soñaba con ser periodista. Nunca había pensado afrontar la muerte de mis semejantes de la manera en la que esa tarde tuve que hacerlo.
Aún recuerdo el edificio de madera. Su fachada se abría a las calles Poza, Elcano y General Concha. El inmueble, inaugurado en 1895 y cuyas condiciones no eran adecuadas, se dedicaba a actividades públicas y sala para pases del cinematógrafo.
El Teatro Circo programaba los festivos sesiones continuas desde las tres hasta las doce de la noche por una peseta la butaca de patio y sólo 10 céntimos la entrada a la galería alta. Un público sobre todo infantil llenaba el local, pues podía pasarse allí toda la tarde al resguardo, caliente y con entretenimiento.
Ese domingo proyectaban la película “¿Quién robó el millón?” y estaba a rebosar. Asistía con mi vecino, Luis Lacombe, que cumplía once años. Luis se separó de mí para estar en la galería con sus amigos. Transcurría todo con normalidad cuando, en medio de la oscuridad, una voz femenina gritó “¡fuego, fuego!”.
Tras un momento de tenso silencio, surgieron voces de preocupación de niños y de madres, exclamaciones que fueron tomadas como ratificación del peligro. De repente, en medio de la oscuridad, una parte de los espectadores se levantó y comenzó a empujar a quienes les rodeaban, buscando una salida.
A los pocos segundos dieron las luces. La claridad refrenó los movimientos y permitió apreciar rostros atemorizados. Puestos en pie, muchos no sabían qué hacer. Había gran tensión.
Cuando parecía que gracias a la luz el pánico remitía, comenzaron a escucharse débiles voces pidiendo auxilio desde la galería superior. Al estar bloqueado el acceso a las escaleras por gente que ocupaba los pasillos, varios espectadores comenzaron a trepar por las columnas del patio para alcanzar la galería y ayudar a quién lo necesitara.
Su buena intención desató la tragedia. Se interpretó su gesto como una huida y una oleada de gente se precipitó buscando escapar. La galería superior solo tenía una escalera de acceso y una masa humana comenzó a descenderla atropelladamente.
La escalera de la galería superior quedó bloqueada por una muralla humana formada por cuerpecitos de niños. Aprisionados en los peldaños iniciales, parecían hallarse en cuclillas, con las rótulas en el pecho. Los semblantes reflejaban la palidez de la muerte y los ojos parecían que iban a saltar de las órbitas.
Algo más arriba, un mar de cabezas, miembros y cuerpos aprisionados lanzaban gritos pidiendo auxilio, llamando a sus madres. Pero la marea humana continuaba presionando para descender desde las localidades altas, pasando sobre ellos, aplastándolos.
Intentamos extraer a las criaturas, pero resultaba imposible. Formaban una masa sólida y los esfuerzos para extraer a los que se estaban ahogando delante nuestro eran baldíos. Al tirar solo conseguíamos desgarrar sus miembros. El cepo mortal estaba cerrado.
Un par de minutos después se logró romper con herramientas el tabique divisorio de la escalera, pero para muchas criaturas era tarde, habían muerto aplastadas y asfixiadas.
La noticia trascendió y las calles comenzaron a llenarse. Una atmósfera de desesperación inundó Bilbao. Cuando comenzaron a depositarse los primeros cuerpos en el ambigú del Teatro, a la vista de todos, la situación se hizo dramática.
Médicos llegados de todo Bilbao atendieron a los heridos que aún respiraban y llevaron a las víctimas a la Casa de Socorro del Ensanche. Tras ayudar a trasladar los cuerpos, pude contemplar allí sobre el frío suelo, con las ropas hechas jirones, los cadáveres de decenas de niños.
Uno de ellos era Luis, mi vecino. Sus ojos azules seguían abiertos. Su piel, habitualmente clara, estaba amoratada. Quienes me rodeaban lloraban en silencio. Yo no tenía ni lágrimas. Muchos padres, faltos de noticias, sin saber si sus hijos vivían o estaban muertos, comenzaron a golpear las puertas cerradas del edificio, tratando de entrar.
Solo la llegada de refuerzos policiales frenó el asalto. Nunca olvidaré aquellos padres y madres desesperados que pedían enloquecidos por Dios y por todos los santos que les permitieran reconocer los cadáveres. En cuarenta y cuatro casos, no volverían a ver vivos a sus hijos.
¿Fue evitable aquella tragedia? Advertencias hubo. Tiempo antes, el hundimiento del escenario y el suelo de madera del Teatro durante un mitin ya provocaron una estampida que casi acabó en tragedia. Y justo diez años antes, en 1902, un gracioso lanzó -como en 1912- el grito de "¡fuego!” y la estampida faltó poco para que arrollara a decenas de niños. Pero en ambas ocasiones hubo mucha suerte y no pasó nada. En 1912 dejó de haberla.
¿Respondió alguien? ¿Hubo cárcel para los culpables? ¿Dimitieron los responsables municipales por permitir aquel uso del local dadas sus condiciones? Como siempre, se aseguró que se haría justicia. Los primeros días se organizó un fastuoso funeral y un entierro multitudinario. Se construyó un nuevo mausoleo en el cementerio municipal, que fue costeado por el Ayuntamiento.
Luego se abrió una investigación. Se iniciaron juicios. Se ordenó incluso demoler aquel Teatro de madera... Pero finalmente en la vía judicial se dio carpetazo al asunto y fue archivado. Nunca se hizo justicia. Luis Lacombe y otros cuarenta y tres niños y dos adultos murieron allí, y no hubo responsables por permitir aquella ratonera. En realidad, si los hubo, pero tenían nombres y apellidos demasiado ilustres.
Han pasado cincuenta años. La tragedia del Teatro Circo del Ensanche sigue sin que se haga justicia. Y es hora de hacerla.
Fdo. José Albelda.”
Cuando lo terminó pese a la manzanilla María había cambiado de color y se sentía desfallecer. El artículo decía la verdad, pero rememorar aquello le resultaba insoportable. Ya tenía suficiente con sus pesadillas nocturnas. Albelda tenía razón.
Puso el escrito y la carta de presentación en una carpeta con una gran “C” en la tapa, y la dejó sobre la mesa del Director. La “C” significaba que había que remitirlo a la censura para que revisara el artículo. En unos días llegaría la respuesta y, en su caso, los cambios propuestos marcados con lápiz rojo. Ojalá fueran pocos.
Una semana después María recibió a primera hora un sobre remitido por la oficina del censor. Lo abrió con nerviosismo, y a la vez con un puntito de esperanza. ¡Contenía el artículo sin un solo tachón en rojo! María sonrió.
Pero quizás su alegría había sido prematura. Había también otro folio cuidadosamente doblado en el interior del sobre.
“VALORACIÓN:
Escrito gravemente atentatorio contra la paz social. Sugiere que en nuestro país no se hace justicia.
Queda prohibida su publicación. Queda prohibida igualmente su conversión en guion radiofónico.”
María quedó consternada. Pero de pronto se dio cuenta de un error de la oficina del censor. Habían remitido de vuelta al periódico el artículo de Albelda, y no solo la instrucción denegando su publicación.
Entonces tomó una decisión: incluiría el escrito con los destinados para publicación como si la censura lo hubiera autorizado. Su riesgo personal era mínimo, pues se jubilaba en breve y podía argumentar que en el sobre solo llegó el escrito sin tachaduras, por lo que dedujo que estaba autorizado. Al final, todo se consideraría un error burocrático, el periódico no se vería perjudicado, Albelda publicaría de nuevo y, lo más importante, se recordaría la tragedia del Ensanche.
Así que volvió a meter en el sobre el artículo y lo dejó en una carpeta con una gran “P” en la portada, destinada a los textos para publicar. Luego ocultó la valoración de la censura entre unas hojas. Esa noche en su casa, la quemó en la cocina de carbón.
No podía dejar de pensar en aquella historia. Al final, aunque sabía que acabaría poniéndose triste, abrió una caja de madera que guardaba en su dormitorio con viejos papeles y fotos familiares. Vio, asomando un poco, fuera del viejo álbum, la foto de su hermano pequeño, vestido de primera comunión. Una lágrima se deslizó por su mejilla.
Recordó aquella tarde del 24 de noviembre de 1912 en la que Luis salió alegremente de casa acompañado de un vecino para ir al cine. Era domingo, y el día de su cumpleaños. Prometió volver a tiempo para cenar. María Lacombe nunca le volvió a ver.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019