El pan de Navidad
De todos los recuerdos de mi infancia, quizás el más entrañable es el de la abuela Francisca, Mabu para mí. Con más de ochenta años a sus espaldas, era una mujer dulce y paciente, criada en caserío y que chapurreaba un castellano lleno de cantarines giros en “vascuence”, como entonces se llamaba al euskera.
Nacida cuando Bizkaia era aún una tierra religiosa y foral, su vida había transcurrido junto a su familia, dedicada a las labores de la casa y a las oraciones mientras el mundo crecía aceleradamente y la industrialización cambiaba la faz del Señorío. En 1919, ya entrada en la cuarentena, tuvo que venir a Bilbao a cuidar los hijos de una prima fallecida por la gripe. Al año, se había tenido que casar con mi abuelo para evitar “comentarios” en la maledicente sociedad bilbaína de aquella época.
Pero a mi abuela aquellas cosas no le importaban, su alegría interior era inquebrantable.
La abuela siempre me parecía llena de sorpresas. Sus rezos y jaculatorias en euskera, los misales llenos de estampas, los rosarios cuajados de medallas, la bolsa calientapiés de lana llena de objetos caídos y olvidados quién sabe cuándo… Todo parecían maravillas para mi imaginación infantil. Mabu era además diferente. Nada que ver con las visitas siempre serias que algunas tardes se dejaban caer por casa para merendar, y que llevaban habitualmente cara de velatorio.
Por eso, un día con la inocencia directa de niño se me ocurrió preguntarle “Mabu, ¿por qué tu siempre estás alegre y otros mayores no?”. Mi abuela me miró y me dijo con su voz suave “Laztana, tengo un secreto, sé que Jainkoa (Dios) puede hacer milagros, que no nos olvida, y por eso estoy contenta...”. Luego me contó una historia que nunca he olvidado.
Cuando era joven, semanas antes de Navidad, una hermana suya enfermó de los pulmones. De nada sirvió el auxilio del médico, la joven falleció. Esa Navidad su familia estaba desolada, pero aun así celebraron la Nochebuena en el caserío. Mabu no podía olvidar a su hermana y se dijo para sí: “Jainkoa, si me escuchas, ya que no la has salvado, al menos haz un milagro para que pueda creer que estás con nosotros y te importamos”.
Al comenzar la cena, la familia rezó un Padrenuestro por los difuntos y, como cada año, su aita marcó con el cuchillo una cruz en la base del pan, besándola con devoción. Luego, antes de repartirlo cortó con cuidado un primer currusco, una porción del pan que dejó aparte bajo el mantel. Más tarde lo guardaría en el arca.
Era el pan de Navidad, el “ogi saludatore” bendito, que milagrosamente permanecería sin enmohecer doce meses hasta que, en la noche de Navidad del año siguiente, al acabar la cena fuera mostrado a todos y repartido en pequeños trozos para dar salud y bendiciones a todos.
Los meses pasaron. Llegó la siguiente la noche de Navidad. Mi abuela estaba triste. No había visto ningún milagro, ni siquiera uno pequeño. ¿Por qué Dios guardaba silencio? Como siempre, al acabar la cena su padre la mandó buscar en el arca el pan bendito del año anterior. Cuando Mabu sacó del arca el humilde currusco, su corazón dio un vuelco: no solo no había enmohecido, sino que seguía tierno y flexible... Era el milagro que había pedido. Jainkoa la había escuchado.
Cuando fue repartida, guardó sin consumirla su pequeña porcioncita del pan bendito y la conservó desde entonces.
Mabu se levantó con dificultad apoyándose en su bastón y trajo de su dormitorio una cajita de palo santo. Tras abrirla, me enseñó un trocito de pan. Seguía tierno como cincuenta años antes. Nunca enmohecía ni secaba. “Artutxu”, me dijo, “este pan es mi secreto. Es la prueba que pedí a Jainkoa de que Él nunca nos olvida”.
Meses más tarde, mi abuela enfermó. Iba a morir. El último día, rodeada de familiares, me miró y sonriéndome me dijo muy bajito en su vizcaíno melodioso:
“Artutxu, ogia, ogia mesedez.” Nadie entendió lo que quería, salvo yo. En un momento que la familia estaba distraída, busqué la cajita, extraje el trocito de pan y acercándome al lecho se lo puse en su fría mano.
Mabu me sonrió de nuevo, lo llevó a su boca y lo fue masticando lentamente mientras su conciencia se apagaba. No volvió a despertar. Falleció esa noche.
La familia estaba desolada. El único que estaba sereno era yo, un niño de pocos años. Sabía que mi abuela, allá donde estuviera, estaría bien. Jainkoa no la había olvidado.
Ha pasado más de medio siglo. Cada Nochebuena guardo bajo el mantel el pan de Navidad, el “ogi saludatore”. Al acabar la cena guardo el currusco en el fondo de un cajón hasta el año siguiente, cuando lo muestro a mi familia y lo reparto. Como dijo Mabu, nunca encanece.
(*) Arturo Aldecoa. Apoderado de las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019
De todos los recuerdos de mi infancia, quizás el más entrañable es el de la abuela Francisca, Mabu para mí. Con más de ochenta años a sus espaldas, era una mujer dulce y paciente, criada en caserío y que chapurreaba un castellano lleno de cantarines giros en “vascuence”, como entonces se llamaba al euskera.
Nacida cuando Bizkaia era aún una tierra religiosa y foral, su vida había transcurrido junto a su familia, dedicada a las labores de la casa y a las oraciones mientras el mundo crecía aceleradamente y la industrialización cambiaba la faz del Señorío. En 1919, ya entrada en la cuarentena, tuvo que venir a Bilbao a cuidar los hijos de una prima fallecida por la gripe. Al año, se había tenido que casar con mi abuelo para evitar “comentarios” en la maledicente sociedad bilbaína de aquella época.
Pero a mi abuela aquellas cosas no le importaban, su alegría interior era inquebrantable.
La abuela siempre me parecía llena de sorpresas. Sus rezos y jaculatorias en euskera, los misales llenos de estampas, los rosarios cuajados de medallas, la bolsa calientapiés de lana llena de objetos caídos y olvidados quién sabe cuándo… Todo parecían maravillas para mi imaginación infantil. Mabu era además diferente. Nada que ver con las visitas siempre serias que algunas tardes se dejaban caer por casa para merendar, y que llevaban habitualmente cara de velatorio.
Por eso, un día con la inocencia directa de niño se me ocurrió preguntarle “Mabu, ¿por qué tu siempre estás alegre y otros mayores no?”. Mi abuela me miró y me dijo con su voz suave “Laztana, tengo un secreto, sé que Jainkoa (Dios) puede hacer milagros, que no nos olvida, y por eso estoy contenta...”. Luego me contó una historia que nunca he olvidado.
Cuando era joven, semanas antes de Navidad, una hermana suya enfermó de los pulmones. De nada sirvió el auxilio del médico, la joven falleció. Esa Navidad su familia estaba desolada, pero aun así celebraron la Nochebuena en el caserío. Mabu no podía olvidar a su hermana y se dijo para sí: “Jainkoa, si me escuchas, ya que no la has salvado, al menos haz un milagro para que pueda creer que estás con nosotros y te importamos”.
Al comenzar la cena, la familia rezó un Padrenuestro por los difuntos y, como cada año, su aita marcó con el cuchillo una cruz en la base del pan, besándola con devoción. Luego, antes de repartirlo cortó con cuidado un primer currusco, una porción del pan que dejó aparte bajo el mantel. Más tarde lo guardaría en el arca.
Era el pan de Navidad, el “ogi saludatore” bendito, que milagrosamente permanecería sin enmohecer doce meses hasta que, en la noche de Navidad del año siguiente, al acabar la cena fuera mostrado a todos y repartido en pequeños trozos para dar salud y bendiciones a todos.
Los meses pasaron. Llegó la siguiente la noche de Navidad. Mi abuela estaba triste. No había visto ningún milagro, ni siquiera uno pequeño. ¿Por qué Dios guardaba silencio? Como siempre, al acabar la cena su padre la mandó buscar en el arca el pan bendito del año anterior. Cuando Mabu sacó del arca el humilde currusco, su corazón dio un vuelco: no solo no había enmohecido, sino que seguía tierno y flexible... Era el milagro que había pedido. Jainkoa la había escuchado.
Cuando fue repartida, guardó sin consumirla su pequeña porcioncita del pan bendito y la conservó desde entonces.
Mabu se levantó con dificultad apoyándose en su bastón y trajo de su dormitorio una cajita de palo santo. Tras abrirla, me enseñó un trocito de pan. Seguía tierno como cincuenta años antes. Nunca enmohecía ni secaba. “Artutxu”, me dijo, “este pan es mi secreto. Es la prueba que pedí a Jainkoa de que Él nunca nos olvida”.
Meses más tarde, mi abuela enfermó. Iba a morir. El último día, rodeada de familiares, me miró y sonriéndome me dijo muy bajito en su vizcaíno melodioso:
“Artutxu, ogia, ogia mesedez.” Nadie entendió lo que quería, salvo yo. En un momento que la familia estaba distraída, busqué la cajita, extraje el trocito de pan y acercándome al lecho se lo puse en su fría mano.
Mabu me sonrió de nuevo, lo llevó a su boca y lo fue masticando lentamente mientras su conciencia se apagaba. No volvió a despertar. Falleció esa noche.
La familia estaba desolada. El único que estaba sereno era yo, un niño de pocos años. Sabía que mi abuela, allá donde estuviera, estaría bien. Jainkoa no la había olvidado.
Ha pasado más de medio siglo. Cada Nochebuena guardo bajo el mantel el pan de Navidad, el “ogi saludatore”. Al acabar la cena guardo el currusco en el fondo de un cajón hasta el año siguiente, cuando lo muestro a mi familia y lo reparto. Como dijo Mabu, nunca encanece.
(*) Arturo Aldecoa. Apoderado de las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019