¿Retorno a la Tierra plana?
En estos tiempos de “influencers” divinos y “youtubers” endiosados, proliferan en ciertos ámbitos gentes con mucha labia y poco seso que cada vez que hablan demuestran sin recato sus méritos para alcanzar el noble estatus de “ignorantes de solemnidad”. Basta ver ciertos programas de televisión y escuchar a ciertos tertulianos que por definición son “pro algo” o “anti algo”.
Pese a lo que pudiera parecer, sus carencias no les desacreditan ante la audiencia sino al contrario, pues siempre encuentran seguidores que abrazan encantados como “distintas”, “innovadoras”, “refrescantes” o “transgresoras” sus ideas, aunque estén ayunas de todo conocimiento y sentido. Así que siempre tienen detrás a una nutrida parroquia que les apoya en la red y en todo tipo de debates, sean políticos, económicos, sociales o culturales. Pero el mal de la estulticia no solo se extiende a las audiencias televisivas y las redes sociales, sino que aparece de forma organizada en otros ámbitos.
Un ejemplo: hace unos meses se ha reunido en Barcelona un Congreso de dos centenares de “terraplanistas”, convencidos de que “nadie puede ir al espacio a comprobar que la tierra es una esfera”. Consideran que vivimos en un planeta plano e inmóvil, un disco aislado en el espacio, limitado en todo su perímetro por los hielos de la Antártida (está es su explicación para que no se caiga el agua de los mares fuera del disco). ¿Y por qué entonces no se puede ir a ver su muralla helada (que, por cierto, sería digna de Juego de Tronos)? Su respuesta: “el hombre solo ha llegado a la latitud 60 grados norte y 60 grados sur, no más allá, a continuación están los hielos y no se puede pasar. Por ello, nadie ha accedido allí”.
Esto nos lo cuentan sin despeinarse no unos miembros de una secta medieval que viven aislados del mundo moderno en un lejano y perdido monasterio, sino unos ciudadanos de la actualidad que seguramente son normales en todos los demás aspectos de sus vidas, y que supongo habrán tenido en su juventud acceso a la educación (me temo, que sin mucho aprovechamiento).
Cuando hablamos de este tipo de crédulos excéntricos debemos recordar que son gentes que utilizan Internet y las tecnologías de hoy para lo que les conviene, pero cuando se toca el tema que les preocupa, que es en este caso la forma de la Tierra, retroceden mentalmente de golpe catorce siglos hasta parecer seguidores de Cosmas Indicopleustes, quién mantenía que la Tierra era plana y con forma de tabernáculo bíblico. Los terraplanistas de hoy, más modernos y menos religiosos, se conforman con un planeta con forma de CD.
No me escandalizo porque estos señores defiendan públicamente lo que mejor les parezca, pues la libertad de expresión ampara el proponer memeces y la libertad de opinión el creérselas, si uno quiere.
Pero lo que me preocupa es que en los últimos tiempos ha cambiado la manera en que se perciben socialmente las insensateces, pues se tiende a situarlas en pie de igualdad con las propuestas serias. Una opinión en pro o en contra de algo expuesta con razones y datos podrá ser acertada o errónea, pero siempre aportará cosas útiles a un debate. En cambio, una tontería sostenida a priori basada en la ignorancia no solo no aporta nada sino que puede tener efectos perversos. Recordemos el daño que vienen causando las falacias y mentiras de los demagogos populistas.
La tendencia a aceptar como iguales opiniones fundadas y otras que no lo son nace de una interpretación errónea del valor de las propuestas en una sociedad con libertad de expresión y opinión: como todo es opinable y cualquiera tiene derecho a opinar, se sigue que cualquier opinión es igual de válida que otra. Y eso no es así.
Hay ámbitos en los que las bobadas fácilmente se perciben como tales. Por ejemplo, cuando se afirmó por algún “animoso” local hace años que el Paraíso Terrenal estuvo en La Liébana y los valles pasiegos de Santander, la cosa quedó como una simple anécdota, porque una ocurrencia no se toma en serio por la gente, salvo que repitiéndola otra vez en los medios de comunicación se le de carta de naturaleza, como bien sabía Goebbels.
Por eso nunca se han organizado expediciones bíblicas a Cantabria para encontrar el Edén perdido y, ya de paso, el árbol del conocimiento (del que tan necesitada estaría de probar su fruta nuestra clase política). Además, de haber estado allí el Paraíso, hace tiempo que Revilla, que está a la que salta, habría montado un parque temático. Imaginen, un Cabárceno edénico con degustaciones de anchoas.
Pero hay asuntos polémicos, a veces cruciales para nuestra sociedad, para los que el debate toma otra forma. Se presenta a la ciudadanía toda opinión en pie de igualdad, dando el mismo peso al criterio de un cantante, un “famosete” o un presunto experto “autodidacta”, gentes que siempre difunden ideas sensacionalistas disparatadas y teorías “conspiranoicas”, poniéndolas al mismo nivel en el debate que a las opiniones y razones de expertos de prestigio, que respaldan sus argumentos con datos.
Lo que cuenten el artista o el “autodidacta” resultará seguro más divertido que lo que afirme el experto, porque la realidad y los datos son siempre más aburridos que una buena ración de imaginación, palabrería y conspiración.
Pero el resultado social y político de plantear así los debates, casi como un entretenimiento, es preocupante: bastante gente da crédito a memeces porque son más imaginativas o divertidas o porque las dice alguien “famoso”, o alguien que dice estar en contra la ciencia “oficial”, de la que hay que desconfiar por sistema.
Poco a poco van asentándose como respetables en nuestra sociedad, en los medios y en las redes todo tipo de supercherías, falsedades y medias verdades en pro o en contra de algo, propagadas tanto por los iluminados habituales como por nuevos grupos “pro” o “anti” organizados, de origen diverso y financiación a veces nada “santa”: hay tantos tipos de grupos pro o anti algo, que les ahorro la lista, pues es interminable, e incluye algunos tan curiosos como los pro abolición del género biológico (imposición inaceptable de la cultura patriarcal), los anti cuentos clásicos (por violentos y machistas), y los anti producción de huevos en granjas de gallinas (por ser los gallos peligrosos violadores).
Una parte de la sociedad, incluyendo por desgracia también alguna gente formada, pero con debilidad por lo “diferente” y capacidad de auto engañarse (siempre es más entretenido un bulo que la prosaica realidad), tiende a creer todo aquello que suena más conspiranoico, antisistema y anti-oficial, frente a las explicaciones más sencillas, grises y aburridas de los expertos, que en general suelen ser las acertadas. Nuestra sociedad ha olvidado la “navaja de Ockham”: la explicación más simple suele ser la más probable.
Ello no implica que no puedan ser criticadas las ideas de los expertos y, en su caso, y de demostrarse equivocadas, deban ser modificadas. Pero siempre con argumentos, evidencias y datos, no con palabrería, demagogia y alusiones sobre oscuras conspiraciones.
El daño que esta errónea forma de debatir temas en nuestra sociedad nos produce es creciente. No podemos seguir dejando debates clave sobre los problemas sociales, económicos, energéticos, políticos y de seguridad y, con ello, sobre nuestro futuro, cada vez más en manos de gentes cuya mejor definición es “cabeza de chorlito”: unos por “negacionistas” contrarios por sistema a cualquier explicación “oficial” y otros por “creyentes ciegos” de la misma, sin un mínimo sentido crítico. La realidad es siempre mucho más compleja que un eslogan.
Si en los debates seguimos dando alas a estos pájaros que opinan de todo con posturas tomadas a priori y sin tener ni la más remota idea del asunto, porque su piar es más entretenido o diferente, me temo que acabaremos creyendo en la Tierra plana, y lo que será plana es nuestra mente.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz es químico-físico. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999 – 2019.
En estos tiempos de “influencers” divinos y “youtubers” endiosados, proliferan en ciertos ámbitos gentes con mucha labia y poco seso que cada vez que hablan demuestran sin recato sus méritos para alcanzar el noble estatus de “ignorantes de solemnidad”. Basta ver ciertos programas de televisión y escuchar a ciertos tertulianos que por definición son “pro algo” o “anti algo”.
Pese a lo que pudiera parecer, sus carencias no les desacreditan ante la audiencia sino al contrario, pues siempre encuentran seguidores que abrazan encantados como “distintas”, “innovadoras”, “refrescantes” o “transgresoras” sus ideas, aunque estén ayunas de todo conocimiento y sentido. Así que siempre tienen detrás a una nutrida parroquia que les apoya en la red y en todo tipo de debates, sean políticos, económicos, sociales o culturales. Pero el mal de la estulticia no solo se extiende a las audiencias televisivas y las redes sociales, sino que aparece de forma organizada en otros ámbitos.
Un ejemplo: hace unos meses se ha reunido en Barcelona un Congreso de dos centenares de “terraplanistas”, convencidos de que “nadie puede ir al espacio a comprobar que la tierra es una esfera”. Consideran que vivimos en un planeta plano e inmóvil, un disco aislado en el espacio, limitado en todo su perímetro por los hielos de la Antártida (está es su explicación para que no se caiga el agua de los mares fuera del disco). ¿Y por qué entonces no se puede ir a ver su muralla helada (que, por cierto, sería digna de Juego de Tronos)? Su respuesta: “el hombre solo ha llegado a la latitud 60 grados norte y 60 grados sur, no más allá, a continuación están los hielos y no se puede pasar. Por ello, nadie ha accedido allí”.
Esto nos lo cuentan sin despeinarse no unos miembros de una secta medieval que viven aislados del mundo moderno en un lejano y perdido monasterio, sino unos ciudadanos de la actualidad que seguramente son normales en todos los demás aspectos de sus vidas, y que supongo habrán tenido en su juventud acceso a la educación (me temo, que sin mucho aprovechamiento).
Cuando hablamos de este tipo de crédulos excéntricos debemos recordar que son gentes que utilizan Internet y las tecnologías de hoy para lo que les conviene, pero cuando se toca el tema que les preocupa, que es en este caso la forma de la Tierra, retroceden mentalmente de golpe catorce siglos hasta parecer seguidores de Cosmas Indicopleustes, quién mantenía que la Tierra era plana y con forma de tabernáculo bíblico. Los terraplanistas de hoy, más modernos y menos religiosos, se conforman con un planeta con forma de CD.
No me escandalizo porque estos señores defiendan públicamente lo que mejor les parezca, pues la libertad de expresión ampara el proponer memeces y la libertad de opinión el creérselas, si uno quiere.
Pero lo que me preocupa es que en los últimos tiempos ha cambiado la manera en que se perciben socialmente las insensateces, pues se tiende a situarlas en pie de igualdad con las propuestas serias. Una opinión en pro o en contra de algo expuesta con razones y datos podrá ser acertada o errónea, pero siempre aportará cosas útiles a un debate. En cambio, una tontería sostenida a priori basada en la ignorancia no solo no aporta nada sino que puede tener efectos perversos. Recordemos el daño que vienen causando las falacias y mentiras de los demagogos populistas.
La tendencia a aceptar como iguales opiniones fundadas y otras que no lo son nace de una interpretación errónea del valor de las propuestas en una sociedad con libertad de expresión y opinión: como todo es opinable y cualquiera tiene derecho a opinar, se sigue que cualquier opinión es igual de válida que otra. Y eso no es así.
Hay ámbitos en los que las bobadas fácilmente se perciben como tales. Por ejemplo, cuando se afirmó por algún “animoso” local hace años que el Paraíso Terrenal estuvo en La Liébana y los valles pasiegos de Santander, la cosa quedó como una simple anécdota, porque una ocurrencia no se toma en serio por la gente, salvo que repitiéndola otra vez en los medios de comunicación se le de carta de naturaleza, como bien sabía Goebbels.
Por eso nunca se han organizado expediciones bíblicas a Cantabria para encontrar el Edén perdido y, ya de paso, el árbol del conocimiento (del que tan necesitada estaría de probar su fruta nuestra clase política). Además, de haber estado allí el Paraíso, hace tiempo que Revilla, que está a la que salta, habría montado un parque temático. Imaginen, un Cabárceno edénico con degustaciones de anchoas.
Pero hay asuntos polémicos, a veces cruciales para nuestra sociedad, para los que el debate toma otra forma. Se presenta a la ciudadanía toda opinión en pie de igualdad, dando el mismo peso al criterio de un cantante, un “famosete” o un presunto experto “autodidacta”, gentes que siempre difunden ideas sensacionalistas disparatadas y teorías “conspiranoicas”, poniéndolas al mismo nivel en el debate que a las opiniones y razones de expertos de prestigio, que respaldan sus argumentos con datos.
Lo que cuenten el artista o el “autodidacta” resultará seguro más divertido que lo que afirme el experto, porque la realidad y los datos son siempre más aburridos que una buena ración de imaginación, palabrería y conspiración.
Pero el resultado social y político de plantear así los debates, casi como un entretenimiento, es preocupante: bastante gente da crédito a memeces porque son más imaginativas o divertidas o porque las dice alguien “famoso”, o alguien que dice estar en contra la ciencia “oficial”, de la que hay que desconfiar por sistema.
Poco a poco van asentándose como respetables en nuestra sociedad, en los medios y en las redes todo tipo de supercherías, falsedades y medias verdades en pro o en contra de algo, propagadas tanto por los iluminados habituales como por nuevos grupos “pro” o “anti” organizados, de origen diverso y financiación a veces nada “santa”: hay tantos tipos de grupos pro o anti algo, que les ahorro la lista, pues es interminable, e incluye algunos tan curiosos como los pro abolición del género biológico (imposición inaceptable de la cultura patriarcal), los anti cuentos clásicos (por violentos y machistas), y los anti producción de huevos en granjas de gallinas (por ser los gallos peligrosos violadores).
Una parte de la sociedad, incluyendo por desgracia también alguna gente formada, pero con debilidad por lo “diferente” y capacidad de auto engañarse (siempre es más entretenido un bulo que la prosaica realidad), tiende a creer todo aquello que suena más conspiranoico, antisistema y anti-oficial, frente a las explicaciones más sencillas, grises y aburridas de los expertos, que en general suelen ser las acertadas. Nuestra sociedad ha olvidado la “navaja de Ockham”: la explicación más simple suele ser la más probable.
Ello no implica que no puedan ser criticadas las ideas de los expertos y, en su caso, y de demostrarse equivocadas, deban ser modificadas. Pero siempre con argumentos, evidencias y datos, no con palabrería, demagogia y alusiones sobre oscuras conspiraciones.
El daño que esta errónea forma de debatir temas en nuestra sociedad nos produce es creciente. No podemos seguir dejando debates clave sobre los problemas sociales, económicos, energéticos, políticos y de seguridad y, con ello, sobre nuestro futuro, cada vez más en manos de gentes cuya mejor definición es “cabeza de chorlito”: unos por “negacionistas” contrarios por sistema a cualquier explicación “oficial” y otros por “creyentes ciegos” de la misma, sin un mínimo sentido crítico. La realidad es siempre mucho más compleja que un eslogan.
Si en los debates seguimos dando alas a estos pájaros que opinan de todo con posturas tomadas a priori y sin tener ni la más remota idea del asunto, porque su piar es más entretenido o diferente, me temo que acabaremos creyendo en la Tierra plana, y lo que será plana es nuestra mente.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz es químico-físico. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999 – 2019.