¿Regreso al Antiguo Régimen?
Han pasado casi dos siglos y medio desde el final del Antiguo Régimen y la era del absolutismo. Los Estados del mundo que hoy llamamos occidental, sean monarquías o repúblicas, son constitucionales, los gobiernos son democráticos y representativos, se respeta a las minorías y no existen autócratas, al menos aparentemente.
Por desgracia en los últimos tiempos asistimos a una cierta involución: la semilla de la autocracia aún subsistía bajo nuestro suelo político, y la vemos brotar actualmente, abonada por el populismo, la demagogia y la desfachatez de muchos de nuestros líderes y lideresas, que en cuestión de tener cara dura practican la autocracia con manifiesta igualdad.
Aunque lo vemos casi a diario, sin embargo, apenas reaccionamos como ciudadanos a tanto esperpento en partidos y gobiernos. Y quienes tiene prestigio y autoridad y podrían actuar tampoco lo hacen casi nunca.
Asistimos a una suerte de sumisa aceptación por instituciones y medios que debían ser guardianes de la libertad frente a los comportamientos autocráticos de gentes aupadas a puestos de poder, actuando con servil sometimiento a sus caprichos. Se les presupone el derecho a hacer y deshacer a su antojo, no solo gobiernos y leyes, sino en listas electorales y estructuras internas de organizaciones políticas, como si el haber sido elegidas en un proceso de elecciones primarias les otorgara poder absoluto y les eximiera de tener que guardar respeto a las minorías.
Naturalmente, cuando una sociedad se llena de pequeños autócratas, sus estructuras dejan de ser representativas, pues solo reflejan la voluntad de esos pequeños dictadores que las gobiernan. Esta amenaza sobre el carácter representativo de las organizaciones se manifiesta cada vez con mayor claridad en nuestros partidos políticos. Aunque son todos legalmente de carácter democrático, se están transmutando en simples plataformas electorales cimentadas en el culto al líder. Poco a poco, van dejando de ser espacios donde agruparse los afines a unas ideas y proyectos, sino meras estructuras de marketing.
El “viejo estilo” de participar en política a través de la militancia y el debate de ideas ha dejado de ser la espina dorsal de la vida política. Ahora, en nuestra sociedad mediática basta tener notoriedad por alguna causa para parecer un potencial líder político. Recuerden que Belén Esteban, “la Princesa del Pueblo”, llegó a tener en las encuestas hace unos años casi un 15% del voto.
El líder, una vez elegido, sea a nivel local, provincial, autonómico o nacional, se transforma en una especie de Mesías todopoderoso de la organización en ese nivel. Todo gira s su alrededor. Hombre o mujer, preferentemente joven, sonriente, verboso y “televisivo”, se presenta como el “Ungido por el destino”, que “salvará” a su partido. Y trae con él naturalmente un “paquete completo”: sus propios evangelios (programa que le ha sido “revelado” de antemano, y llevará al éxito a sus siglas) apóstoles (guardia de corps de fieles, futuros cargos de confianza) y adoradores (propagandistas de base).
No necesita ayuda de nadie: ya tiene su programa, su guardia pretoriana y su equipo de fieles servidores. Sus ideas y opiniones son las que cuentan a partir de resultar elegido, al fin y al cabo es casi divino.
A quienes sin ser sus adversarios no le han “ayudado” a alcanzar el puesto de líder se les da una opción: pueden adorarle y quedarse en el partido, al menos por un tiempo; o pueden no hacerlo e irse. Pero para el oponente “a su advenimiento” solo hay persecución interna o tinieblas exteriores. Solo se admite del militante su adoración y sumisión. Cualquier otra cosa supone ser desafecto y hereje.
Piensen los lectores con qué naturalidad venimos aceptando de unos años a esta parte que en muchas organizaciones políticas, en cualquiera de sus niveles, el ganador de un proceso electoral interno, que representa solo a una parte de los miembros de la organización y que debiera respetar a quienes son parte de otros sectores, amparando el necesario pluralismo interno, se transmute de hecho en líder todopoderoso que barre de cualquier órgano interno y de todo puesto electivo interno externo a todos aquellos que pertenecen a otras corrientes, a quienes simplemente no le apoyaron o, incluso, a quienes le apoyaron, pero no actúan luego con el debido entusiasmo y se han vuelto “sospechosos”.
Compruebe el lector la colección de pequeños “faraones” y “faraonas” con plenos poderes internos que pueblan las direcciones de los partidos y gobiernos a nivel municipal, provincial, regional y nacional. Y vea como ejercen una autoridad autocrática dentro de la organización política o grupo de electos con cualquier compañero que discrepe o alce la voz.
Pues las purgas, una vez desatadas, van cayendo en cascada hasta el último rincón. Precisamente su carácter indiscriminado y el miedo que difunden sirve de excelente fermento de apoyo al líder que las desencadena. Todo vale como excusa para iniciar una purga de militantes: un mal resultado electoral, un presunto desacuerdo ideológico, organizativo o personal, una aparente desviación de las instrucciones, un simple comentario, una foto desafortunada.
Y el resultado es siempre el mismo, ser apartado de la dirección del partido y, si se trata de grupos de electos, caerse de las listas para las siguientes elecciones y ser sustituido por alguien “más fiel”.
Quizás el líder y su equipo no ganen elecciones, pero encontrar desafectos y echarlos del partido es una batalla mediática fácil de ganar pues genera mucha atención y curiosidad de los medios de comunicación y permite al líder demostrar su poder.
Para justificar la labor de eliminación de “desafectos”, hay que vestirla con ropajes literario-ideológicos. Y nada mejor que el uso repetido hasta la saciedad en los discursos y declaraciones de varios conceptos de significado tan difuso como aparentemente positivo. Por ejemplo, hablar de la necesaria “renovación”, “actualización”, “apertura”, “cambio” o “relevo”, apelar a la “unidad” e “identidad” de la organización, o anteponer a cualquier otra estrategia la adopción de un “discurso ganador”... En realidad, ¿qué significan estas palabras en esta era de líderes políticos divinizados mediáticamente?
Las cinco primeras palabras se aplican para laminar a quien no es claramente un partidario incondicional, y por tanto sobra en el “nuevo proyecto”.
Las tres últimas recuerdan que el que se mueve no sale en la foto, que el que discrepa tampoco y que el que dice algo que no sea lo que predica el líder no cuenta. Ocho palabras para administrar al adversario real o imaginario, al disidente, al tibio o al no claramente sometido una suerte de excomunión laica en la vida interna de los partidos.
Y ya se sabe, “Extra Ecclesiam nulla salus”, fuera del partido no hay vida política ni salvación. Ni prebendas tampoco, claro. Así que los melifluos y ambiciosos corren a adorar al líder.
Poco a poco, los partidos políticos se están transformando, como he dicho, en simples plataformas electorales de líderes que, según conquistan el poder interno, hacen tabula rasa con todo y con todos, se rodean solo de fieles, colocan en los puestos públicos a sus adictos y se aseguran, con ayuda del aparato, el control de todos los escalones de poder interno, creando una red clientelar que asegura la fidelidad al líder incluso en momentos de debacles electorales.
Gracias a ello, al líder (o lideresa) no se le pedirá que dimita por más que sea derrotado en sucesivas elecciones: quién lo pida, ya puede buscar la puerta de salida, se ha transformado en desafecto. El líder ya no es solo el alma del partido, es su personificación.
Temo que, si como sociedad no cortamos estas tendencias, si no exigimos el mantenimiento de la democracia real en los partidos, el respeto la representatividad proporcional interna y el respeto a las minorías, acabaremos eligiendo dirigentes de nuestros ayuntamientos, diputaciones, gobiernos autonómicos y gobierno central a auténticos “pajarracos” y “pajarracas” autócratas. Y habremos regresado al Antiguo Régimen.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019
Han pasado casi dos siglos y medio desde el final del Antiguo Régimen y la era del absolutismo. Los Estados del mundo que hoy llamamos occidental, sean monarquías o repúblicas, son constitucionales, los gobiernos son democráticos y representativos, se respeta a las minorías y no existen autócratas, al menos aparentemente.
Por desgracia en los últimos tiempos asistimos a una cierta involución: la semilla de la autocracia aún subsistía bajo nuestro suelo político, y la vemos brotar actualmente, abonada por el populismo, la demagogia y la desfachatez de muchos de nuestros líderes y lideresas, que en cuestión de tener cara dura practican la autocracia con manifiesta igualdad.
Aunque lo vemos casi a diario, sin embargo, apenas reaccionamos como ciudadanos a tanto esperpento en partidos y gobiernos. Y quienes tiene prestigio y autoridad y podrían actuar tampoco lo hacen casi nunca.
Asistimos a una suerte de sumisa aceptación por instituciones y medios que debían ser guardianes de la libertad frente a los comportamientos autocráticos de gentes aupadas a puestos de poder, actuando con servil sometimiento a sus caprichos. Se les presupone el derecho a hacer y deshacer a su antojo, no solo gobiernos y leyes, sino en listas electorales y estructuras internas de organizaciones políticas, como si el haber sido elegidas en un proceso de elecciones primarias les otorgara poder absoluto y les eximiera de tener que guardar respeto a las minorías.
Naturalmente, cuando una sociedad se llena de pequeños autócratas, sus estructuras dejan de ser representativas, pues solo reflejan la voluntad de esos pequeños dictadores que las gobiernan. Esta amenaza sobre el carácter representativo de las organizaciones se manifiesta cada vez con mayor claridad en nuestros partidos políticos. Aunque son todos legalmente de carácter democrático, se están transmutando en simples plataformas electorales cimentadas en el culto al líder. Poco a poco, van dejando de ser espacios donde agruparse los afines a unas ideas y proyectos, sino meras estructuras de marketing.
El “viejo estilo” de participar en política a través de la militancia y el debate de ideas ha dejado de ser la espina dorsal de la vida política. Ahora, en nuestra sociedad mediática basta tener notoriedad por alguna causa para parecer un potencial líder político. Recuerden que Belén Esteban, “la Princesa del Pueblo”, llegó a tener en las encuestas hace unos años casi un 15% del voto.
El líder, una vez elegido, sea a nivel local, provincial, autonómico o nacional, se transforma en una especie de Mesías todopoderoso de la organización en ese nivel. Todo gira s su alrededor. Hombre o mujer, preferentemente joven, sonriente, verboso y “televisivo”, se presenta como el “Ungido por el destino”, que “salvará” a su partido. Y trae con él naturalmente un “paquete completo”: sus propios evangelios (programa que le ha sido “revelado” de antemano, y llevará al éxito a sus siglas) apóstoles (guardia de corps de fieles, futuros cargos de confianza) y adoradores (propagandistas de base).
No necesita ayuda de nadie: ya tiene su programa, su guardia pretoriana y su equipo de fieles servidores. Sus ideas y opiniones son las que cuentan a partir de resultar elegido, al fin y al cabo es casi divino.
A quienes sin ser sus adversarios no le han “ayudado” a alcanzar el puesto de líder se les da una opción: pueden adorarle y quedarse en el partido, al menos por un tiempo; o pueden no hacerlo e irse. Pero para el oponente “a su advenimiento” solo hay persecución interna o tinieblas exteriores. Solo se admite del militante su adoración y sumisión. Cualquier otra cosa supone ser desafecto y hereje.
Piensen los lectores con qué naturalidad venimos aceptando de unos años a esta parte que en muchas organizaciones políticas, en cualquiera de sus niveles, el ganador de un proceso electoral interno, que representa solo a una parte de los miembros de la organización y que debiera respetar a quienes son parte de otros sectores, amparando el necesario pluralismo interno, se transmute de hecho en líder todopoderoso que barre de cualquier órgano interno y de todo puesto electivo interno externo a todos aquellos que pertenecen a otras corrientes, a quienes simplemente no le apoyaron o, incluso, a quienes le apoyaron, pero no actúan luego con el debido entusiasmo y se han vuelto “sospechosos”.
Compruebe el lector la colección de pequeños “faraones” y “faraonas” con plenos poderes internos que pueblan las direcciones de los partidos y gobiernos a nivel municipal, provincial, regional y nacional. Y vea como ejercen una autoridad autocrática dentro de la organización política o grupo de electos con cualquier compañero que discrepe o alce la voz.
Pues las purgas, una vez desatadas, van cayendo en cascada hasta el último rincón. Precisamente su carácter indiscriminado y el miedo que difunden sirve de excelente fermento de apoyo al líder que las desencadena. Todo vale como excusa para iniciar una purga de militantes: un mal resultado electoral, un presunto desacuerdo ideológico, organizativo o personal, una aparente desviación de las instrucciones, un simple comentario, una foto desafortunada.
Y el resultado es siempre el mismo, ser apartado de la dirección del partido y, si se trata de grupos de electos, caerse de las listas para las siguientes elecciones y ser sustituido por alguien “más fiel”.
Quizás el líder y su equipo no ganen elecciones, pero encontrar desafectos y echarlos del partido es una batalla mediática fácil de ganar pues genera mucha atención y curiosidad de los medios de comunicación y permite al líder demostrar su poder.
Para justificar la labor de eliminación de “desafectos”, hay que vestirla con ropajes literario-ideológicos. Y nada mejor que el uso repetido hasta la saciedad en los discursos y declaraciones de varios conceptos de significado tan difuso como aparentemente positivo. Por ejemplo, hablar de la necesaria “renovación”, “actualización”, “apertura”, “cambio” o “relevo”, apelar a la “unidad” e “identidad” de la organización, o anteponer a cualquier otra estrategia la adopción de un “discurso ganador”... En realidad, ¿qué significan estas palabras en esta era de líderes políticos divinizados mediáticamente?
Las cinco primeras palabras se aplican para laminar a quien no es claramente un partidario incondicional, y por tanto sobra en el “nuevo proyecto”.
Las tres últimas recuerdan que el que se mueve no sale en la foto, que el que discrepa tampoco y que el que dice algo que no sea lo que predica el líder no cuenta. Ocho palabras para administrar al adversario real o imaginario, al disidente, al tibio o al no claramente sometido una suerte de excomunión laica en la vida interna de los partidos.
Y ya se sabe, “Extra Ecclesiam nulla salus”, fuera del partido no hay vida política ni salvación. Ni prebendas tampoco, claro. Así que los melifluos y ambiciosos corren a adorar al líder.
Poco a poco, los partidos políticos se están transformando, como he dicho, en simples plataformas electorales de líderes que, según conquistan el poder interno, hacen tabula rasa con todo y con todos, se rodean solo de fieles, colocan en los puestos públicos a sus adictos y se aseguran, con ayuda del aparato, el control de todos los escalones de poder interno, creando una red clientelar que asegura la fidelidad al líder incluso en momentos de debacles electorales.
Gracias a ello, al líder (o lideresa) no se le pedirá que dimita por más que sea derrotado en sucesivas elecciones: quién lo pida, ya puede buscar la puerta de salida, se ha transformado en desafecto. El líder ya no es solo el alma del partido, es su personificación.
Temo que, si como sociedad no cortamos estas tendencias, si no exigimos el mantenimiento de la democracia real en los partidos, el respeto la representatividad proporcional interna y el respeto a las minorías, acabaremos eligiendo dirigentes de nuestros ayuntamientos, diputaciones, gobiernos autonómicos y gobierno central a auténticos “pajarracos” y “pajarracas” autócratas. Y habremos regresado al Antiguo Régimen.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019