Platón, la justicia y el anillo de Giges
Cuenta Platón en el libro II de La República que un día un aldeano de Lydia llamado Giges, tras una tormenta y un terremoto, encontró en una grieta del suelo un caballo de bronce hueco y vio que dentro había un cadáver en cuya mano brillaba un precioso anillo.
Giges cogió el anillo y se lo puso. Al salir fue a contar a otros aldeanos su descubrimiento, y al mostrarlo advirtió que, al mover en su mano el anillo, quienes le rodeaban dejaban de verle.
Giges comprendió que aquel era un anillo mágico, con un enorme poder: volvía invisible a su portador al girarlo en el dedo.
Rápidamente se dio cuenta de las ventajas que le daría el poder ser invisible a voluntad, pues podría cometer los mayores crímenes y robos, sin que nadie sospechara de él.
Ese mismo día Giges pidió en su ciudad que le incluyeran en la Comisión que iba a visitar al rey de Lydia para pedir ayuda tras el terremoto.
Según llegó al palacio real, Giges se volvió invisible y entró en la alcoba de la reina para seducirla. Acto seguido mató al rey sin ser visto por nadie, y al poco se casó con la reina y se convirtió en gobernante de Lydia: un hombre inmensamente rico y poderoso, pues todos sus crímenes quedaban impunes.
Para Platón, el anillo de Giges plantea el hecho de que muchos ciudadanos y gobernantes, si supieran que sus posibles fechorías iban a quedar impunes pues serían “invisibles para la Ley”, actuarían siempre de forma injusta.
Por eso es tan importante conseguir en España que el poder judicial sea realmente independiente de los partidos políticos y de los grupos de presión y que los jueces y magistrados apliquen las leyes sin estar condicionados por presiones del poder legislativo o del poder ejecutivo, aprovechando que estos designan los componentes del Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional, para convertirlos en su anillo de Giges particular que les garantiza la inmunidad de sus actos.
Los jueces han de ser la boca de una Justicia que vela por la aplicación justa de las leyes aprobadas por el poder legislativo, y no quienes las reinterpretan arteramente según la conveniencia de aquellos que les designaron para sus cargos, manchando sus togas con “el polvo del camino”. Ese camino hacia la sumisión de la justicia a intereses espurios la convierte, como advertía Platón, en el anillo de Giges.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999 - 2019
Cuenta Platón en el libro II de La República que un día un aldeano de Lydia llamado Giges, tras una tormenta y un terremoto, encontró en una grieta del suelo un caballo de bronce hueco y vio que dentro había un cadáver en cuya mano brillaba un precioso anillo.
Giges cogió el anillo y se lo puso. Al salir fue a contar a otros aldeanos su descubrimiento, y al mostrarlo advirtió que, al mover en su mano el anillo, quienes le rodeaban dejaban de verle.
Giges comprendió que aquel era un anillo mágico, con un enorme poder: volvía invisible a su portador al girarlo en el dedo.
Rápidamente se dio cuenta de las ventajas que le daría el poder ser invisible a voluntad, pues podría cometer los mayores crímenes y robos, sin que nadie sospechara de él.
Ese mismo día Giges pidió en su ciudad que le incluyeran en la Comisión que iba a visitar al rey de Lydia para pedir ayuda tras el terremoto.
Según llegó al palacio real, Giges se volvió invisible y entró en la alcoba de la reina para seducirla. Acto seguido mató al rey sin ser visto por nadie, y al poco se casó con la reina y se convirtió en gobernante de Lydia: un hombre inmensamente rico y poderoso, pues todos sus crímenes quedaban impunes.
Para Platón, el anillo de Giges plantea el hecho de que muchos ciudadanos y gobernantes, si supieran que sus posibles fechorías iban a quedar impunes pues serían “invisibles para la Ley”, actuarían siempre de forma injusta.
Por eso es tan importante conseguir en España que el poder judicial sea realmente independiente de los partidos políticos y de los grupos de presión y que los jueces y magistrados apliquen las leyes sin estar condicionados por presiones del poder legislativo o del poder ejecutivo, aprovechando que estos designan los componentes del Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional, para convertirlos en su anillo de Giges particular que les garantiza la inmunidad de sus actos.
Los jueces han de ser la boca de una Justicia que vela por la aplicación justa de las leyes aprobadas por el poder legislativo, y no quienes las reinterpretan arteramente según la conveniencia de aquellos que les designaron para sus cargos, manchando sus togas con “el polvo del camino”. Ese camino hacia la sumisión de la justicia a intereses espurios la convierte, como advertía Platón, en el anillo de Giges.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999 - 2019











