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Domingo, 16 de Abril de 2023 Tiempo de lectura:
Extracto del libro "La traición de los europeos", de Guillermo Mas Arellano

Arqueología de un malestar contemporáneo

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Existen tres cortes profundos formulados desde Occidente (y contra Occidente) que atentan gravemente contra sus valores tradicionales más profundos. En ellos se fundamenta la Modernidad, que Baudelaire definió con acierto como un “flujo”, opuesto por completo a lo eterno y sus asideros: el primero es la Reforma luterana, de 1517; el segundo lo son tanto la Revolución Francesa, de 1789, como la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, en 1776; y el tercero es la Revolución apolítica post-sesenta-y-ocho, incoada en 1968 y ramificada en dos vertientes: la económico-liberal y la cultural-progresista. Su dominio todavía sigue vigente.

 

Tras el humanismo aristocrático nacido del Renacimiento, las revoluciones liberal-burguesas de los siglos XVIII y XIX supusieron el asesinato literal de la casta aristocrática (un lejano eco de la confluencia entre dos castas de origen indoeuropeo: la sacerdotal y la guerrera), para imponer un Nuevo Orden Mundial de signo materialista. El declive de los individuos supuso el arranque de la época de las masificaciones: aquello que, paradójicamente, derivaría alcanzado el siglo XX en lo que Ignacio Gómez de Liaño denominó, superando a Ortega, como “el nuevo hombre-masa”. Una burguesía, nacida de la Segunda Guerra Mundial, entregada al culto consumista y hedonista del deseo eliminó los valores de la burguesía anterior a los dos grandes conflictos armados que destruyeron Europa y que, con la disolución del Imperio Austrohúngaro, terminaron de aniquilar ese “mundo de ayer” recreado con brillantez por la pluma de Stefan Zweig. Al humanismo, tanto en su vertiente racional-cientificista como en su vertiente ideal-ocultista, le sucedió el liberalismo. El asesinato del Padre es el signo más característico de lo moderno. Al liberalismo, a su vez, se le opuso tanto el socialismo como el nacionalismo, dos intentos de reacción anti-liberal finalmente fallidos, hasta terminar desembocando en un capitalismo transnacional que propone el desarraigo como modelo existencial extrapolable a casi todos los ámbitos de la vida humana y de la política mundial. La Modernidad ha negado sus propias bases al destilar un posthumanismo que resulta del todo antihumanista. Más aún: anti-humano, según unos estándares tradicionales. La Revolución moderna, antes que política, siempre ha sido antropológica.

 

Esos tres cortes suponen, sin lugar a la duda, las mayores muestras que ha habido en la historia, antes del siglo XXI, de ingeniería social. Cuya consecuencia más tangible es un insoportable malestar del ser que resulta infinitamente peor que la más injusta de las cuestiones políticas imaginables. Tras el tercer momento antes citado, la deconstrucción que del Renacimiento en adelante había operado exteriormente devino interior. Un desarraigo profundo y desértico, como el augurado por Nietzsche, comenzó a crecer en los corazones de los hombres. En apenas unas décadas se ha operado un cambio antropológico y moral digno de siglos. Entre dos generaciones surgidas en ese tiempo hay un abismo comparable al de dos especies animales distintas. Algunas zonas del mundo han transitado desde la Edad Media a la Edad Posmoderna en el transcurso de una década. El hedonismo consumista sustentado sobre la experiencia de la transgresión ha dejado en la cuneta, bajo la apariencia de la droga, la confusión, la perversión y la enfermedad mental, más muertos que la más sanguinaria de las guerras jamás concebidas. No hay posibilidad de esperanza o consuelo.

 

El Espectáculo de Debord y el Simulacro de Baudrillard nacieron entonces: la realidad fue sustituida por una imagen perfectamente diseñada de la misma. La representación suplió al relato heredado de la Tradición. Con el Mayo del 68 los hombres dejamos de ser hombres, para comenzar a adentrarnos en el universo virtual de la Mátrix. A partir de ese momento, curiosamente, el imaginario de la mayoría de los pueblos de la tierra pasó a devenir yanqui, esto es, norteamericano: renunciando a todo aquello que antaño conformaba la identidad autóctona de cada población y lugar. En todos los ámbitos: la separación entre signo, significado y símbolo, al decir de Sebastián Porrini, es total. Así lo confirma la deriva del arte moderno: completamente desapegado de la realidad, empeñado en convencer de que el mundo es como se cree, desde ciertas élites, que debería ser; y no como realmente es. La industria del entretenimiento, además, constituye el dulce sabor etílico con el que drogar a la población: su “chocolate”, su heroína, su ketamina, su ácido lisérgico de diseño; es por eso que lleva en constante expansión desde la Caída del Muro de Berlín y, con ello, de la desaparición de todo proyecto político moderno alternativo. Con el marco de consenso irrevocable establecido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (una actualización de la ilustrada Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789), elevado a la categoría de dogma universal indiscutible, al tiempo que sometido a una constante ampliación, se comienza a definir qué cosa es lo humano. En contraste, por supuesto, con aquello que no lo es. Así se deconstruye desde el interior lo humano delimitando y expulsando todo aquello que no es considerado tal: generalmente, lo popular y lo tradicional. El enemigo del déspota ilustrado es, una vez más, el pueblo, todo pueblo, y quien pretenda ponerse de su parte en términos políticos será calificado por ello de populista, reaccionario o de fascista. Porque los valores del pueblo son los valores de la Tradición adaptados a cada cultura y circunstancia.

 

No ha surgido nada tan relevante desde la rueda como la implementación de la cibernética. La hegemonía cultural, política y económica nacida del 68 parisino es posthumanista, en cuanto que pretende trastocar la esencia, el corazón, de lo humano. Una Europa post-europea, en manos de mercaderes ansiosos por ver multiplicada su fortuna mientras el mundo arde. Movimientos tales como el feminismo pretenden borrar la efigie histórica de lo que tradicionalmente caracterizaba a la mujer. La así llamada “ideología de género”, por su parte, cuestiona la fundamentación biológica de los sexos: ya no hay hombres ni mujeres, se nos dice, todo es fluido como a la manera del Capital deslocalizado. Los movimientos de masas propios de la sociedad de consumo han acabado por cuestionar, en nombre del placer y del consumo, la validez moral del concepto comúnmente aceptado de familia. Lo teológico, reconvertido en ideológico, ha dado el salto a lo antropológico: la intimidad ya no está a salvo; mostrando, así, toda la dimensión de su proyecto. Amparándose en el relativismo y en la deconstrucción, el mundo posterior a 1948 ha establecido unos dogmas líquidos que, bajo el manto de la corrección política, la ausencia de libertades en el escenario público y las nuevas formas de censura, resultan inamovibles e incuestionables para la mayoría aplastante de la población mundial.

 

Esa etapa post-sesenta-y-ocho ha sido denominada como “sociedad abierta”, “el fin de la historia”, la “post-historia”, “el fin de los grandes relatos” o la “posmodernidad”. Se trata de un proyecto diseñado a modo de fase final de un proceso histórico. Desde el principio de la Modernidad, la pulsión utópica renacentista ha sido la piedra de toque del pensamiento moderno; posteriormente fue trasladada a la dialéctica por pensadores mesiánicos como Hegel o Marx. Para ellos la Historia sería una cuestión de fases, a modo de distintas etapas en el desarrollo de una Idea o ideas encarnadas en la Historia. Su mito es el del Progreso: la Edad de Oro, transitando de una heteronimia a autonomía, ya no se encuentra situada en el pasado, a modo de Paraíso Perdido, sino que entraña la culminación de un proyecto ideológico: es la consecución del total de los objetivos sociales y políticos previamente demarcados. Frente a ellos: quien apuesta por categorías atemporales. En otros términos: el mito, la poesía, lo bello, el espíritu. Nada. Todo. Nimiedades decisivas para toda vida digna. Ninguna puerta o puente concebible propone un acceso mayor al Ser individual o comunitario que la imaginación.

 

¿Cómo hemos llegado a este tiempo post-europeo? ¿De qué forma la mayor Cultura jamás alumbrada ha acabado en este estado de descomposición? ¿En qué momento la civilización que hizo de lo sublime un motivo épico y de la Verdad, la Bondad y, sobre todo, la Belleza sus valores fundamentales ha acabado sepultada bajo toneladas de Mentiras, Maldad y, muy especialmente, Fealdad? Todo eso desapareció tiempo atrás. Como apunta acertadamente Frank G. Rubio, la posmodernidad y sus aledaños inmediatamente posteriores no son más que el retorno a un pasado pre-moderno. Pareciera que hemos alcanzado la cumbre de la Torre de Babel. Resta aguardar la Caída y el retorno de los dioses en el exilio.

 

Regreso al pasado, retorno al futuro. El legado intelectual de Stefan Zweig, encerrado en las sublimes páginas de El mundo de ayer (1941), suponen el único libro comparable a La marcha Radetzky (1932), de su amigo y compatriota, Joseph Roth; a las Consideraciones de un apolítico (1918), de Thomas Mann; y a El gatopardo (1958), de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, que nos permite entender la tragedia social, política y cultural producida en la primera mitad del siglo XX en toda su hondura. Es la mejor introducción posible para quien quiera adentrarse en la Historia del siglo XX desde una perspectiva meramente literaria, sin esas abstrusas disquisiciones filosóficas que únicamente importan a una pequeña minoría lectora. Lo que hizo Zweig fue levantar una memoria del mundo al que pertenecía, cuya generación de excepcionales literatos cerraron y culminaron, con una crónica del pasado y el presente, en previsión del futuro.

 

El aviso que lanza también al porvenir es digno de ser tenido en cuenta y conecta con otro tema tratado en su texto: atender al pasado es necesario para cuidar el presente y dar continuidad a lo recibido. Proyectando su legado en el futuro: Zweig apunta a los nacionalismos como drama del siglo pasado. A diferencia del patriotismo, el nacionalismo no es más que una ideología moderna que, como tal, pretende ocupar el lugar dejado por la religión. El peligro, pues, sigue latente: en España, basta con atender a la actualidad referente a Cataluña o al País Vasco para constatar la pervivencia de dicho sustrato tribal en nuestra cultura. El nacionalismo pretende reducir la Historia a un conjunto de historias despojadas de toda su sacralidad, pero elevadas a la categoría de mito. Su método de identificación parte de la diferenciación con el Otro. Se trata de un proceso negativo de construcción: no alienta valor alguno. Se basa en categorías positivistas propias de la antropología cientificista del siglo XIX, relacionadas con la etnia y la sangre. Siguiendo a Ignacio Gómez de Liaño, el abismo ideológico entre Sabino Arana y Adolf Hitler es mínimo.

 

Zweig señala como el retroceso moral contrasta con el avance técnico e intelectual. Luis Racionero diseccionó éste asunto en su libro El progreso decadente (2000). Como señala en la introducción: “Visto desde lo material es un período de progreso indiscutible —en innovaciones tecnológicas, en nivel de vida—; mirado desde lo intelectual es un siglo de estancamiento en la filosofía y en el arte, que no en la ciencia; para lo moral es un siglo detestable, bárbaro, inhumano, con dos guerras globales, dictaduras, racismo y terrorismo. La ciencia ha progresado, la ética ha regresado y el arte titubea”. Así es el mundo nacido de la muerte de Europa: aquel que ha dejado de controlar la técnica para empezar a ser controlado por ella. Donde los hombres ya no usan las máquinas, sino que son utilizados por las máquinas. De nuevo la lucidez de Zweig pasma: haciendo una reflexión aún válida para las puertas del siglo XXI. Post-Europa es todo eso: un vulgar cementerio.

 

Adiós a ese mundo de ayer desaparecido: “Y sabía que una vez más todo lo pasado estaba prescrito y todo lo realizado, destruido: Europa, nuestra patria, por la que habíamos vivido, sería devastada más allá de nuestras propias vidas. Comenzaba algo diferente, una época nueva pero, ¡Cuántos infiernos y purgatorios había que recorrer todavía para llegar hasta ella!”. Esa época ha llegado, ¿y ahora qué? Para Zweig, solo la muerte. Sombra. El silencio final del materialista hundido: “Veía la sombra de otra guerra detrás de la actual. Durante todo ese tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizás su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de éste libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y solo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo ese ha vivido de verdad”. Con la muerte de los europeos llega ya la muerte de Europa. Una vida que se apaga llevando consigo al abismo una forma de vida milenaria.

 

Para el pensador español Antonio Hernández Pérez, los grandes valores europeos son: “Honor, Fidelidad, Justicia, Orden, Bien, Verdad y Belleza”. El libro de Zweig recoge mejor que ningún otro de qué forma la pira europea del siglo XX periclita ese mundo. Más allá de la necesidad de matizar ciertas aristas, de remarcar ciertas diferencias, de enmarcar ciertos datos biográficos y perspectivas subjetivas, las memorias del autor austríaco suponen el mejor testimonio que conocemos sobre la caída de un Imperio y la llegada de los bárbaros. Hemos nacido al tiempo que nacía un tiempo nuevo. Insólito y terrible. Cómo es y en qué se caracteriza no lo podemos decir aún con certeza; mucho menos aún podemos decir como será, aunque ciertamente lo podemos intuir encajando un justificado escalofrío. En cualquier caso, distará mucho de ese mundo europeo tradicional contenido ya solo en los libros antes citados, en los restos endebles materiales que tanto fascinaban a Mario Praz y otros coleccionistas de escombros.

 

La gran enseñanza de la generación vienesa que me ha fascinado es una lección metafísica para vivir con serenidad al borde de un acantilado. Escribiendo, como dice a menudo Ángel Faretta, entre las ruinas. La época de Zweig vivió precisamente, en consonancia con cierto romanticismo tardío que evoca nombres como Bruckner o Mahler, al borde de un acantilado histórico porque estaba acabando. Nuestra época, por el contrario, está al borde de otro porque sobre el que se acaba de precipitar. Cualquier ser humano en cualquier época, vive siempre al borde de un acantilado porque la muerte le puede asaltar en cualquier instante, sin previo aviso, apagando igualmente las precarias luces de nuestra frágil existencia. Armarse para aprender a vivir con dignidad manteniendo la mirada clavada en esa perspectiva es la máxima aspiración posible para la que nos puede preparar la Cultura. Con esperanza y realismo, manteniendo ese extraño equilibrio mental que compone la gloria de Occidente. En eso consiste la Civilización, después de todo.

 

La Unión Europea es el culmen de la anti-Europa, puesto que  niega la soberanía nacional de sus componentes. T.S. Eliot estudió, en cuanto que ensayista, a los grandes representantes de dicha Cultura: Dante, Cervantes, Shakespeare. Como Homero, Virgilio u Horacio, ellos son la mejor representación de lo que Europa es. La auténtica patria. Nuestra ingenuidad pueril, la inocencia con la que mucha gente mira tontamente al horizonte, hace pensar que no estaremos preparados para defendernos cuando inevitablemente toque. La fragilidad geopolítica de la Unión Europea y su zozobra moral, materializada en un relativismo que sólo esconde vacío, y que supone una ocasión regalada para aquellos que están siempre dispuestos a inmolarse por sus tótems, que lo están aún más para exterminar al prójimo. Europa se encuentra atrapada entre el fundamentalismo islámico de muchos países árabes, la fragilidad de unas democracias depauperadas desde dentro por la oclocracia masificada y la oligarquía plutocrática, y la aproximación a las dictaduras abiertamente intolerantes como la de China. Rodeados de fieras, son muchos los que dormitan en una pacífica fantasía de Disney.

 

Las democracias europeas nunca han estado bien asentadas, puesto que la propia cultura europea es de naturaleza aristocrática, y los nacionalismos no permiten hoy una idea de nación o patria (con la definición horaciana de la misma) sin anacronismos positivistas del siglo XIX. Difícilmente podrá Europa defenderse de los ataques exteriores. Hay algo incluso peor: Europa va camino de vivir de las limosnas arrojadas por nuevas latitudes emergentes, como un gran museo conservado en formol, a modo de parque temático veraniego del pasado, prostituida para un mundo frenético orientado hacia el futuro. Cifras, datos y demás signos de un Apocalipsis perpetuo. Quizás sea debido a que, por primera vez desde el nacimiento de la cultura griega clásica, los europeos vamos a estar muy lejos del epicentro de la acción y de las decisiones, despojados ya de una identidad fuerte y definida acorde a las posibilidades políticas, económicas, culturales y tecnológicas reales. Veremos los toros desde la barrera de la irrelevancia, el miedo y el hastío. Es nuestra miseria: la que hemos heredado como signo de los tiempos; la que merecemos como traidores de la tradición europea. Esa será nuestra miseria. Y la pregunta fundamental es de qué forma se puede sobrevivir emboscado a la debacle.

 

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