Regreso a Benidorm
![[Img #24408]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/06_2023/2741_bem3.jpg)
Aquí estoy, de vuelta en Benidorm, donde hace muchos años, demasiados, comenzó mi pasión viajera. Benidorm. Una metrópolis del Mediterráneo que surge como un faro ineludible en medio de la costa española. Un prodigio de urbanismo desenfrenado y una explosión de turismo masivo. Un lugar donde las torres de hormigón desafían a las olas del mar y se alzan hacia el cielo azul como desafiantes gigantes de cristal y acero.
Al adentrarse en esta urbe vertical, uno es abrumado por un festín de impresiones para los sentidos. Los colores chillones de los letreros luminosos destellan como luciérnagas electrónicas, anunciando bares, discotecas y hoteles que prometen una fiesta eterna. Las calles rebosan de vida, con multitudes bulliciosas que se pasean con atuendos extravagantes y pieles bronceadas, persiguiendo la ilusión de la eterna juventud.
Las playas de Benidorm, siempre tan kitsch, son un símbolo del exceso y el hedonismo moderno. Aquí, los cuerpos desnudos se aglomeran como piezas vibrantes de un rompecabezas humano, mientras los turistas aprovechan cada centímetro de arena para adorar al dios sol. Las sombrillas se alinean como un ejército de coloridas setas azuladas, ofreciendo un respiro temporal a aquellos que ansían proteger su tez dorada de los implacables rayos. Mientras tanto, la música retumba en cada esquina, una eterna cacofonía que mezcla géneros y estilos. El sonido de los chiringuitos se funde con el ritmo ensordecedor de los clubes nocturnos y el bullicio, sobre todo alrededor de la Playa de Levante, se extiende hasta el amanecer, cuando los espíritus noctámbulos buscan saciar sus apetitos desenfrenados en un frenesí de baile y desinhibición.
Entre la extravagancia y el desenfreno, Benidorm alberga historias de sueños y esperanzas rotas. Los trabajadores del turismo, ocultos tras sus uniformes y con los rostros cansados, almacenan en sus espaldas agotadas las cargas de las largas jornadas de labor. Los contrastes se hacen evidentes a medida que uno se adentra en el laberinto de calles comerciales del barrio viejo, donde los visitantes deslumbrados por los escaparates de lujo comparten el espacio con vendedores ambulantes que luchan por sobrevivir día a día. El auténtico Benidorm se oculta tras un velo de neones y arquitecturas futuristas, donde destaca, entre otros muchos, el perfil impresionante del Edificio Intempo, que en su planta 46 cuenta con la piscina spa más elevada de Europa. En cada rincón de Benidorm, los contrastes se manifiestan en una vorágine vertiginosa. Millonarios y buscavidas, turistas y lugareños, mujeres veladas y mujeres casi desnudas, fiestas y melancolía se entrelazan y mezclan en las calles de esta ciudad repleta de excesos.
Mientras paseo por su impresionante bahía, pienso que Benidorm, como Las Vegas en Estados Unidos, es una fábrica de ilusiones, un microcosmos excepcional que revela los anhelos y las contradicciones de una sociedad en una constante búsqueda de escape y placer. En esta jungla de cristal y hormigón, el espíritu humano se enfrenta a su propia naturaleza, atrapado entre el deseo de libertad y la necesidad de la lucha por la supervivencia.
En un rincón tranquilo del Poniente de Benidorm, lejos del bullicio de las calles principales, veo un pequeño bar. El aroma del café recién hecho y el murmullo de las conversaciones llenan el aire. En una mesa junto a la ventana, dos amigos charlan mientras se toman un respiro del caos que bulle en el exterior. Escucho mientras me refresco con un té helado.
"¿Puedes creer todo esto?", pregunta Roberto señalando al horizonte. Es un hombre de mediana edad con una mirada cansada en sus ojos. "Esta ciudad está descontrolada. Ha crecido más de lo que puede soportar".
Juan, su compañero de confianza, asiente mientras bebe un trago de su cerveza y observa a la multitud pasar. "Es cierto, Roberto. Benidorm ya no es la ciudad que conocimos, pero nosotros tampoco somos los que fuimos. ¿Te acuerdas cómo éramos?”
Roberto sonríe, reconociendo la verdad en las palabras de Juan. "Tienes razón”, dice con un brillo especial en sus ojos. Los dos amigos brindan con sus jarras de cerveza, uniendo sus recuerdos y esperanzas en medio de un mundo de apariencias. Mientras tanto, el sol se ocultaba en el horizonte y Benidorm seguía latiendo con la energía vertiginosa y descomunal que convierte a esta ciudad en un desafío permanente que despierta pasiones contradictorias.
Aquí estoy, de vuelta en Benidorm, donde hace muchos años, demasiados, comenzó mi pasión viajera. Benidorm. Una metrópolis del Mediterráneo que surge como un faro ineludible en medio de la costa española. Un prodigio de urbanismo desenfrenado y una explosión de turismo masivo. Un lugar donde las torres de hormigón desafían a las olas del mar y se alzan hacia el cielo azul como desafiantes gigantes de cristal y acero.
Al adentrarse en esta urbe vertical, uno es abrumado por un festín de impresiones para los sentidos. Los colores chillones de los letreros luminosos destellan como luciérnagas electrónicas, anunciando bares, discotecas y hoteles que prometen una fiesta eterna. Las calles rebosan de vida, con multitudes bulliciosas que se pasean con atuendos extravagantes y pieles bronceadas, persiguiendo la ilusión de la eterna juventud.
Las playas de Benidorm, siempre tan kitsch, son un símbolo del exceso y el hedonismo moderno. Aquí, los cuerpos desnudos se aglomeran como piezas vibrantes de un rompecabezas humano, mientras los turistas aprovechan cada centímetro de arena para adorar al dios sol. Las sombrillas se alinean como un ejército de coloridas setas azuladas, ofreciendo un respiro temporal a aquellos que ansían proteger su tez dorada de los implacables rayos. Mientras tanto, la música retumba en cada esquina, una eterna cacofonía que mezcla géneros y estilos. El sonido de los chiringuitos se funde con el ritmo ensordecedor de los clubes nocturnos y el bullicio, sobre todo alrededor de la Playa de Levante, se extiende hasta el amanecer, cuando los espíritus noctámbulos buscan saciar sus apetitos desenfrenados en un frenesí de baile y desinhibición.
Entre la extravagancia y el desenfreno, Benidorm alberga historias de sueños y esperanzas rotas. Los trabajadores del turismo, ocultos tras sus uniformes y con los rostros cansados, almacenan en sus espaldas agotadas las cargas de las largas jornadas de labor. Los contrastes se hacen evidentes a medida que uno se adentra en el laberinto de calles comerciales del barrio viejo, donde los visitantes deslumbrados por los escaparates de lujo comparten el espacio con vendedores ambulantes que luchan por sobrevivir día a día. El auténtico Benidorm se oculta tras un velo de neones y arquitecturas futuristas, donde destaca, entre otros muchos, el perfil impresionante del Edificio Intempo, que en su planta 46 cuenta con la piscina spa más elevada de Europa. En cada rincón de Benidorm, los contrastes se manifiestan en una vorágine vertiginosa. Millonarios y buscavidas, turistas y lugareños, mujeres veladas y mujeres casi desnudas, fiestas y melancolía se entrelazan y mezclan en las calles de esta ciudad repleta de excesos.
Mientras paseo por su impresionante bahía, pienso que Benidorm, como Las Vegas en Estados Unidos, es una fábrica de ilusiones, un microcosmos excepcional que revela los anhelos y las contradicciones de una sociedad en una constante búsqueda de escape y placer. En esta jungla de cristal y hormigón, el espíritu humano se enfrenta a su propia naturaleza, atrapado entre el deseo de libertad y la necesidad de la lucha por la supervivencia.
En un rincón tranquilo del Poniente de Benidorm, lejos del bullicio de las calles principales, veo un pequeño bar. El aroma del café recién hecho y el murmullo de las conversaciones llenan el aire. En una mesa junto a la ventana, dos amigos charlan mientras se toman un respiro del caos que bulle en el exterior. Escucho mientras me refresco con un té helado.
"¿Puedes creer todo esto?", pregunta Roberto señalando al horizonte. Es un hombre de mediana edad con una mirada cansada en sus ojos. "Esta ciudad está descontrolada. Ha crecido más de lo que puede soportar".
Juan, su compañero de confianza, asiente mientras bebe un trago de su cerveza y observa a la multitud pasar. "Es cierto, Roberto. Benidorm ya no es la ciudad que conocimos, pero nosotros tampoco somos los que fuimos. ¿Te acuerdas cómo éramos?”
Roberto sonríe, reconociendo la verdad en las palabras de Juan. "Tienes razón”, dice con un brillo especial en sus ojos. Los dos amigos brindan con sus jarras de cerveza, uniendo sus recuerdos y esperanzas en medio de un mundo de apariencias. Mientras tanto, el sol se ocultaba en el horizonte y Benidorm seguía latiendo con la energía vertiginosa y descomunal que convierte a esta ciudad en un desafío permanente que despierta pasiones contradictorias.