Talión
![[Img #24421]](https://latribunadelpaisvasco.com/upload/images/06_2023/6595_church-8046342_1280.jpg)
El Citröen 2CV cabeceaba, era un coche poco seguro. Y más aquella tarde, pues la persistente lluvia y el viento racheado impedían ver con claridad la estrecha carretera. El crepúsculo avanzaba rápido y, por lo que sabía, la casa aún quedaba lejos.
Mientras conducía, el hombre presentaba aspecto desastrado. Cuando hablaba esperaba mi respuesta, mirándome con una expresión que me resultaba incómoda. Casi parecía olvidarse de la carretera. En otras circunstancias hubiera sido un viaje aterrador, pero yo me mantenía en lo posible silencioso y sumido en mis pensamientos por más que él pretendiera sonsacarme.
- ¿Ha estado usted antes por aquí? Su cara me suena.
- No, es la primera vez que vengo -le respondí-.
- Es un lugar tranquilo y apartado. A mí me gusta por eso. De joven fui maestro, pero llevo años retirado, Para entretenerme, colaboro con la parroquia.
Como no contesté, siguió hablando.
- Mi hermana y yo cuidamos de la Casa de Ejercicios. Está cerca de los acantilados, una hora del pueblo. Y eso con buen tiempo, que hoy tardaremos más. Suelen venir grupos de jovencitos con el sacerdote, adultos vienen menos veces. Para los chicos, ya imaginará, son malas edades y siempre están pensando en lo mismo. Hay que ayudarles.
Esbozó una sonrisa felina, enmarcada por un brillo de babilla asomando a través de sus labios. En la oscuridad del coche, sintiendo su mirada y su cercanía física, por un instante experimenté un escalofrío.
¿Era realmente él? ¿Le había logrado encontrar? ¿O era solo otro pobre diablo baboso y desagradable, como hay tantos, pero no un depredador como el que buscaba? No estaba seguro, había pasado mucho tiempo. Seguí callado y él insistió en darme conversación.
- Los demás llegarán por sus propios medios. Lo mismo el señor cura. ¿Le conoce?
Como de nuevo no respondí, finalmente calló y se centró en la carretera. En el oscuro silencio del viaje, solo roto por el golpeteo de las rachas de lluvia contra la carrocería y los cristales del vehículo, recordé una vez más los sucesos de mi infancia.
Tenía apenas ocho años cuando llegó al pueblo. Parecía un joven dinámico, dispuesto a ser no solo profesor de religión sino también monitor de actividades deportivas en la escuela. Al principio, todo fue bien. Al contrario que a otros maestros, fríos y rigurosos, a este parecían encantarle los niños. Siempre estaba con ellos.
Poco a poco empezó a centrarse más solo en algunos de nosotros y, sin buscarlo yo, finalmente me convertí en su favorito. Decía que le gustaban mis ojos.
Empezó a ser mi sombra, siempre pendiente de mí. Aunque niño, poco a poco percibí en sus roces y toques casuales algo distinto a los contactos cariñosos con mis padres y amigos. Algo que cada vez me resultaba más incómodo. Así que un día, cuando de nuevo puso como sin querer su mano sobre una de mis rodillas, le rechacé.
El maestro pareció no sorprenderse. Me miró de una forma casi rapaz, que nunca le había visto, y me dijo con voz suave algo que, aunque no entendí en aquel momento, desde entonces me estremece recordarlo: “No te escaparás, palomita”.
Ese día comenzó mi calvario.
Como niño, no tenía palabras para describir lo que pasaba. No me atrevía a contar nada. No sabía cómo explicar aquello a mis padres. La vergüenza que me daba hablar sobre ello añadía a la situación el horror de soportarla en silencio. El miedo me iba atenazando más y más cada vez que tenía que volver a la escuela.
Él me llamaba a su despacho y cerraba la puerta. O me citaba en el gimnasio a horas en las que nadie estaría allí. O me buscaba por los pasillos cuando sabía que no habría otros testigos. De aquellos encuentros solo recuerdo una angustia infinita y las náuseas que me provocaban. Quizás mi mente borraba el resto de lo que sucedía para que pudiera sobrevivir. He oído que les ocurre eso a los soldados en la guerra. Pero si a ellos les es imposible olvidar el propio miedo, a mí tampoco el asco y el horror que me producían su olor, su tacto, su sudor pegajoso, su voz meliflua y el sonido jadeante de su respiración.
Un día mi cuerpo y mi mente ya no pudieron continuar. El rechazo a estar una sola vez más en presencia de aquel ser me alteró de tal forma que, ante la posibilidad de comenzar un nuevo día de escuela sabiendo que otra vez vendría tras de mí, me derrumbé al llegar al patio esa mañana, en medio de convulsiones.
Tuvieron que hospitalizarme largo tiempo en la capital. Dijeron que fue un ataque de epilepsia, pero yo sabía que no fue eso: fue el miedo y el asco a estar otra vez a solas con él. Con aquél maldito que se convirtió en la pesadilla de mis noches y destruyó mi infancia.
Tardé tres años en recuperarme, en dejar las crisis epilépticas que me sacudían cada noche con solo dormir y comenzar a soñar con su presencia cercana. Pero guardé mi secreto.
Cuando finalmente, gracias a la medicación y al tratamiento, me fui recuperando algo y me dieron el alta, regresé al pueblo. Me enteré de que el profesor se había marchado al finalizar el curso anterior y nadie sabía nada de él. Con el tiempo, todos le fueron olvidando. Todos menos yo.
Al principio intenté no volver a pensar en él, como si estuviera muerto. O mejor, como si nunca hubiera existido. Pero cada noche una profunda angustia me embargaba. Él seguía presente en mis sueños. Es decir, en mis pesadillas.
Pensé que aquello se me acabaría pasando, pero con los años mi angustia en vez de menguar fue a peor. Ya no era capaz de recordar su rostro concreto, ni su voz, y mi mente se cerraba al intentar rememorar lo que me hacía, pero su presencia continuaba atormentándome. La sensación nocturna de que se acercaba y me tocaba con sus manos sudorosas, la impresión de percibir su olor, de sentir cerca su aliento, de oír sus jadeos y notar junto a mí el calor repugnante de su cuerpo, me oprimía cada vez más. Sabía que él estaba en alguna parte, y podía volver.
Aquello no era vida, yo era un muerto viviente, amargado por pesadillas de una infancia infernal de la que nunca me atreví a hablar a nadie. Así que el año pasado, más de treinta años después de todo aquello, no pude más y tomé una decisión: debía encontrarle. No sabía qué le diría, si es que había algo que decir, ni lo que haría luego, pero debía localizarlo, saber de él.
Pero aquel hombre, que ya sería un sesentón, literalmente se había esfumado. No estaba en ningún sitio. Quizás hubiera muerto, o de estar vivo usara un nombre falso.
Pasaron los meses. Lo único que pude averiguar preguntando es que, cuando vino al pueblo, estuvo viviendo junto a una hermana. Supe también que, sin tener órdenes religiosas, era ya entonces una persona muy ligada a actividades de las parroquias. Para buscarle solo tenía esos dos hilos, y tiré de ellos.
Por fin, hace quince días di con algo. Tras indagar con variadas excusas en parroquias de media España finalmente localicé, en un lugar apartado de la costa norte, a una persona que, pese a tener otro nombre y apellido -decía llamarse José Méndez-, por edad, por vivir con una hermana y por estar ligado a actividades piadosas, amén de haber sido profesor de religión, podría tratarse de él.
Necesitaba conocerlo, verlo, sentirlo, olerlo para estar seguro. Por ello me apunté a los Ejercicios Espirituales que organizaba la parroquia en un apartado caserón. Me enteré de que el alojamiento sería atendido precisamente por él y su hermana.
Si fuera la misma persona que arruinó mi infancia, esperaba reconocerle. Solicité a la parroquia que, como no tenía vehículo, por favor alguien me recogiera en la parada de bus del pueblo para llevarme a la Casa de Ejercicios. Y así, casualmente, él vino a mí
Allí estaba yo, sentado en un destartalado coche, recorriendo en medio del chubasco un camino desmochado en dirección a la costa. Y lo hacía posiblemente junto a la persona a la que buscaba. Pero ¿era él en realidad, o solo era un hombre algo repulsivo, pero no un pederasta?
Nos acercábamos a nuestro destino. La lluvia amainaba. Un cartel junto a un cruce señalaba la proximidad de la casa. Tras un recodo, surgió la silueta de un edificio grande de piedra con un pequeño torreón. Cuando llegamos, el portón de la casa se abrió y una mujer de unos setenta años mal llevados apareció en el umbral.
También junto a la casa estaban parados cerca de una furgoneta varios chicos jóvenes sacando bolsas. Evidentemente habían llegado poco antes que nosotros.
Al verlos, de forma refleja Méndez sonrió para sí y pasó su lengua húmeda por sus labios, dejando por unos instantes la boca entreabierta con una mueca extraña enmarcada por la babilla. A la vez, musitó entre dientes: “Vaya, ya han llegado las palomitas”.
Gracias al comentario y a aquel gesto rapaz le reconocí en el acto. Así me había mirado muchas veces en mi infancia cuando comenzaba a excitarse. Era él, ya no tenía duda.
Mis nervios desaparecieron, y una paz interior como hacía décadas no había sentido me inundó. Actué con absoluta calma y naturalidad. De una forma casi casual, saqué sin prisas del bolsillo interior de mi chaqueta un fino estilete rodeado de tela protectora y lo desenvolví. Méndez, al verlo, puso cara de extrañeza.
Le miré directamente por primera vez aquella noche y, sin dejar de sonreír, le dije “Te gustaban mis ojos, ¿recuerdas? Míralos por última vez.” Y le clavé el estilete con suavidad, casi con elegancia, en pleno corazón. Entró sin necesidad de empujar, como si estuviera esperando aquel destino.
El hombre que falsamente decía llamarse “José Méndez” me devolvió la mirada, primero sin comprender qué pasaba y luego con absoluto horror, al darse por fin cuenta de quién era yo y por qué le sonaba mi cara.
Comenzó a decir “¿Tú...?”, pero era ya tarde para él. Su corazón se había rasgado y no pudo continuar. Sus ojos vidriosos en apenas un instante quedaron ciegos e inclinó su cabeza. Su cuerpo sobre el volante. Estaba muerto.
El claxon comenzó a sonar, la mujer nos miró e, intuyendo algo terrible, comenzó a gritar. Los jóvenes que recogían sus bolsas de la furgoneta se quedaron quietos, sin comprender. Pero nada de ello me afectaba. Sentí que todas mis pesadillas desaparecían para siempre. Era libre y el precio no importaba.
Sabía que no podría recibir la absolución de un sacerdote por aquel asesinato. De hecho, lo volvería a cometer, y no sentía el más mínimo “dolor de los pecados” ni “propósito de la enmienda”. En ese aspecto, aquel cerdo había sido un buen profesor de religión.
Pero para desgracia del falso “Méndez”, yo también recordaba la base de la justicia en el Génesis: “Ojo por ojo y diente por diente”. Y me parecía perfecta.
El Citröen 2CV cabeceaba, era un coche poco seguro. Y más aquella tarde, pues la persistente lluvia y el viento racheado impedían ver con claridad la estrecha carretera. El crepúsculo avanzaba rápido y, por lo que sabía, la casa aún quedaba lejos.
Mientras conducía, el hombre presentaba aspecto desastrado. Cuando hablaba esperaba mi respuesta, mirándome con una expresión que me resultaba incómoda. Casi parecía olvidarse de la carretera. En otras circunstancias hubiera sido un viaje aterrador, pero yo me mantenía en lo posible silencioso y sumido en mis pensamientos por más que él pretendiera sonsacarme.
- ¿Ha estado usted antes por aquí? Su cara me suena.
- No, es la primera vez que vengo -le respondí-.
- Es un lugar tranquilo y apartado. A mí me gusta por eso. De joven fui maestro, pero llevo años retirado, Para entretenerme, colaboro con la parroquia.
Como no contesté, siguió hablando.
- Mi hermana y yo cuidamos de la Casa de Ejercicios. Está cerca de los acantilados, una hora del pueblo. Y eso con buen tiempo, que hoy tardaremos más. Suelen venir grupos de jovencitos con el sacerdote, adultos vienen menos veces. Para los chicos, ya imaginará, son malas edades y siempre están pensando en lo mismo. Hay que ayudarles.
Esbozó una sonrisa felina, enmarcada por un brillo de babilla asomando a través de sus labios. En la oscuridad del coche, sintiendo su mirada y su cercanía física, por un instante experimenté un escalofrío.
¿Era realmente él? ¿Le había logrado encontrar? ¿O era solo otro pobre diablo baboso y desagradable, como hay tantos, pero no un depredador como el que buscaba? No estaba seguro, había pasado mucho tiempo. Seguí callado y él insistió en darme conversación.
- Los demás llegarán por sus propios medios. Lo mismo el señor cura. ¿Le conoce?
Como de nuevo no respondí, finalmente calló y se centró en la carretera. En el oscuro silencio del viaje, solo roto por el golpeteo de las rachas de lluvia contra la carrocería y los cristales del vehículo, recordé una vez más los sucesos de mi infancia.
Tenía apenas ocho años cuando llegó al pueblo. Parecía un joven dinámico, dispuesto a ser no solo profesor de religión sino también monitor de actividades deportivas en la escuela. Al principio, todo fue bien. Al contrario que a otros maestros, fríos y rigurosos, a este parecían encantarle los niños. Siempre estaba con ellos.
Poco a poco empezó a centrarse más solo en algunos de nosotros y, sin buscarlo yo, finalmente me convertí en su favorito. Decía que le gustaban mis ojos.
Empezó a ser mi sombra, siempre pendiente de mí. Aunque niño, poco a poco percibí en sus roces y toques casuales algo distinto a los contactos cariñosos con mis padres y amigos. Algo que cada vez me resultaba más incómodo. Así que un día, cuando de nuevo puso como sin querer su mano sobre una de mis rodillas, le rechacé.
El maestro pareció no sorprenderse. Me miró de una forma casi rapaz, que nunca le había visto, y me dijo con voz suave algo que, aunque no entendí en aquel momento, desde entonces me estremece recordarlo: “No te escaparás, palomita”.
Ese día comenzó mi calvario.
Como niño, no tenía palabras para describir lo que pasaba. No me atrevía a contar nada. No sabía cómo explicar aquello a mis padres. La vergüenza que me daba hablar sobre ello añadía a la situación el horror de soportarla en silencio. El miedo me iba atenazando más y más cada vez que tenía que volver a la escuela.
Él me llamaba a su despacho y cerraba la puerta. O me citaba en el gimnasio a horas en las que nadie estaría allí. O me buscaba por los pasillos cuando sabía que no habría otros testigos. De aquellos encuentros solo recuerdo una angustia infinita y las náuseas que me provocaban. Quizás mi mente borraba el resto de lo que sucedía para que pudiera sobrevivir. He oído que les ocurre eso a los soldados en la guerra. Pero si a ellos les es imposible olvidar el propio miedo, a mí tampoco el asco y el horror que me producían su olor, su tacto, su sudor pegajoso, su voz meliflua y el sonido jadeante de su respiración.
Un día mi cuerpo y mi mente ya no pudieron continuar. El rechazo a estar una sola vez más en presencia de aquel ser me alteró de tal forma que, ante la posibilidad de comenzar un nuevo día de escuela sabiendo que otra vez vendría tras de mí, me derrumbé al llegar al patio esa mañana, en medio de convulsiones.
Tuvieron que hospitalizarme largo tiempo en la capital. Dijeron que fue un ataque de epilepsia, pero yo sabía que no fue eso: fue el miedo y el asco a estar otra vez a solas con él. Con aquél maldito que se convirtió en la pesadilla de mis noches y destruyó mi infancia.
Tardé tres años en recuperarme, en dejar las crisis epilépticas que me sacudían cada noche con solo dormir y comenzar a soñar con su presencia cercana. Pero guardé mi secreto.
Cuando finalmente, gracias a la medicación y al tratamiento, me fui recuperando algo y me dieron el alta, regresé al pueblo. Me enteré de que el profesor se había marchado al finalizar el curso anterior y nadie sabía nada de él. Con el tiempo, todos le fueron olvidando. Todos menos yo.
Al principio intenté no volver a pensar en él, como si estuviera muerto. O mejor, como si nunca hubiera existido. Pero cada noche una profunda angustia me embargaba. Él seguía presente en mis sueños. Es decir, en mis pesadillas.
Pensé que aquello se me acabaría pasando, pero con los años mi angustia en vez de menguar fue a peor. Ya no era capaz de recordar su rostro concreto, ni su voz, y mi mente se cerraba al intentar rememorar lo que me hacía, pero su presencia continuaba atormentándome. La sensación nocturna de que se acercaba y me tocaba con sus manos sudorosas, la impresión de percibir su olor, de sentir cerca su aliento, de oír sus jadeos y notar junto a mí el calor repugnante de su cuerpo, me oprimía cada vez más. Sabía que él estaba en alguna parte, y podía volver.
Aquello no era vida, yo era un muerto viviente, amargado por pesadillas de una infancia infernal de la que nunca me atreví a hablar a nadie. Así que el año pasado, más de treinta años después de todo aquello, no pude más y tomé una decisión: debía encontrarle. No sabía qué le diría, si es que había algo que decir, ni lo que haría luego, pero debía localizarlo, saber de él.
Pero aquel hombre, que ya sería un sesentón, literalmente se había esfumado. No estaba en ningún sitio. Quizás hubiera muerto, o de estar vivo usara un nombre falso.
Pasaron los meses. Lo único que pude averiguar preguntando es que, cuando vino al pueblo, estuvo viviendo junto a una hermana. Supe también que, sin tener órdenes religiosas, era ya entonces una persona muy ligada a actividades de las parroquias. Para buscarle solo tenía esos dos hilos, y tiré de ellos.
Por fin, hace quince días di con algo. Tras indagar con variadas excusas en parroquias de media España finalmente localicé, en un lugar apartado de la costa norte, a una persona que, pese a tener otro nombre y apellido -decía llamarse José Méndez-, por edad, por vivir con una hermana y por estar ligado a actividades piadosas, amén de haber sido profesor de religión, podría tratarse de él.
Necesitaba conocerlo, verlo, sentirlo, olerlo para estar seguro. Por ello me apunté a los Ejercicios Espirituales que organizaba la parroquia en un apartado caserón. Me enteré de que el alojamiento sería atendido precisamente por él y su hermana.
Si fuera la misma persona que arruinó mi infancia, esperaba reconocerle. Solicité a la parroquia que, como no tenía vehículo, por favor alguien me recogiera en la parada de bus del pueblo para llevarme a la Casa de Ejercicios. Y así, casualmente, él vino a mí
Allí estaba yo, sentado en un destartalado coche, recorriendo en medio del chubasco un camino desmochado en dirección a la costa. Y lo hacía posiblemente junto a la persona a la que buscaba. Pero ¿era él en realidad, o solo era un hombre algo repulsivo, pero no un pederasta?
Nos acercábamos a nuestro destino. La lluvia amainaba. Un cartel junto a un cruce señalaba la proximidad de la casa. Tras un recodo, surgió la silueta de un edificio grande de piedra con un pequeño torreón. Cuando llegamos, el portón de la casa se abrió y una mujer de unos setenta años mal llevados apareció en el umbral.
También junto a la casa estaban parados cerca de una furgoneta varios chicos jóvenes sacando bolsas. Evidentemente habían llegado poco antes que nosotros.
Al verlos, de forma refleja Méndez sonrió para sí y pasó su lengua húmeda por sus labios, dejando por unos instantes la boca entreabierta con una mueca extraña enmarcada por la babilla. A la vez, musitó entre dientes: “Vaya, ya han llegado las palomitas”.
Gracias al comentario y a aquel gesto rapaz le reconocí en el acto. Así me había mirado muchas veces en mi infancia cuando comenzaba a excitarse. Era él, ya no tenía duda.
Mis nervios desaparecieron, y una paz interior como hacía décadas no había sentido me inundó. Actué con absoluta calma y naturalidad. De una forma casi casual, saqué sin prisas del bolsillo interior de mi chaqueta un fino estilete rodeado de tela protectora y lo desenvolví. Méndez, al verlo, puso cara de extrañeza.
Le miré directamente por primera vez aquella noche y, sin dejar de sonreír, le dije “Te gustaban mis ojos, ¿recuerdas? Míralos por última vez.” Y le clavé el estilete con suavidad, casi con elegancia, en pleno corazón. Entró sin necesidad de empujar, como si estuviera esperando aquel destino.
El hombre que falsamente decía llamarse “José Méndez” me devolvió la mirada, primero sin comprender qué pasaba y luego con absoluto horror, al darse por fin cuenta de quién era yo y por qué le sonaba mi cara.
Comenzó a decir “¿Tú...?”, pero era ya tarde para él. Su corazón se había rasgado y no pudo continuar. Sus ojos vidriosos en apenas un instante quedaron ciegos e inclinó su cabeza. Su cuerpo sobre el volante. Estaba muerto.
El claxon comenzó a sonar, la mujer nos miró e, intuyendo algo terrible, comenzó a gritar. Los jóvenes que recogían sus bolsas de la furgoneta se quedaron quietos, sin comprender. Pero nada de ello me afectaba. Sentí que todas mis pesadillas desaparecían para siempre. Era libre y el precio no importaba.
Sabía que no podría recibir la absolución de un sacerdote por aquel asesinato. De hecho, lo volvería a cometer, y no sentía el más mínimo “dolor de los pecados” ni “propósito de la enmienda”. En ese aspecto, aquel cerdo había sido un buen profesor de religión.
Pero para desgracia del falso “Méndez”, yo también recordaba la base de la justicia en el Génesis: “Ojo por ojo y diente por diente”. Y me parecía perfecta.