Viernes, 19 de Septiembre de 2025

Actualizada Jueves, 18 de Septiembre de 2025 a las 16:16:24 horas

Tienes activado un bloqueador de publicidad

Intentamos presentarte publicidad respectuosa con el lector, que además ayuda a mantener este medio de comunicación y ofrecerte información de calidad.

Por eso te pedimos que nos apoyes y desactives el bloqueador de anuncios. Gracias.

Continuar...

Arturo Aldecoa Ruiz
Lunes, 03 de Julio de 2023 Tiempo de lectura:

1964: primer amor, primer dolor (Relato bilbaíno)

[Img #24465]

 

Hace ya tanto tiempo que casi me parece haberlo soñado. Los niños y niñas de pocos años jugábamos sin agobios ni preocupaciones en la Plaza Elíptica de Bilbao, centro de una Gran Vía con apenas coches, algunos motocarros y, a veces, unos maravillosos goggomóbiles que yo creía juguetes de los mayores, y que acaso lo eran.

 

Acompañados de nuestras madres, uniformadas con peinados “de casco” que las hacían parecer más mayores, o de vetustas añas de origen ignoto, con moños recogidos, arrugas por doquier y unos enormes aros dorados en sus orejas, o de jovencitas cuidadoras recién llegadas del pueblo que no dejaban de mirar a los “sorchis” veinteañeros que hacían la mili en Bilbao y paseaban casualmente por allí, formábamos un ecosistema irrepetible, con sus propias reglas, costumbres y especies, pero nosotros solo sabíamos que era nuestro mundo.

 

Cada mañana y cada tarde, salvo que lloviera, llenábamos la plaza de gritos y voces, de corrillos y carreras, con la alegría y naturalidad que da el pensar que todo es nuevo, maravilloso y que está allí para que uno lo disfrute. Una fuente enorme con un curioso surtidor nos servía de eje cósmico.

 

A su alrededor se abría un universo de posibilidades, lleno de personajes que creíamos eternos y que hace ya muchos años que no he vuelto a ver.

 

El barquillero, de mirada triste y cansada (cosa que no nos impresionaba mucho porque los mayores solían entonces llevar caras así) ocupaba una esquina de la plaza con su rojo cilindro de hojalata decorado con dibujos y coronado por una mágica ruleta.

 

Si jugabas y ganabas, podías recibir un pirulí cónico de caramelo rojo recubierto de barquillo, o un abanico de galleta o un barquillo cilíndrico manchado de miel, o sabe Dios qué otros manjares... No recuerdo haber ganado nunca, pero era maravilloso ver girar la ruleta y cómo pasaba de un número a otro...

 

El patatero, ubicado en otra salida de la plaza, era más concreto y comercial: por una peseta, un cucurucho de patatas bien grandes envueltas en papel de estraza. Ricas, jugosas y aceitosas en un tiempo en que el colesterol era una palabra desconocida, las palomas y gorriones venían en bandadas a pelearse por las migajas, lo que añadía diversión extra. Además, el papel que utilizaba Boni (así se llamaba el patatero) servía para hacer unos aviones en forma de flecha que volaban decenas de metros. Auténtico reciclaje tecnológico, y no como el de ahora.

 

El fotógrafo, que con su cámara portátil sobre trípode y un balde colgante de revelado hacía fotos “al minuto” a parejas y familias, era para nosotros un ser misterioso e inalcanzable, y no le hacíamos caso.

 

En cambio, cuando aparecía “la puestera”, una señora que vendía en un puesto portátil todo tipo de globos, muñecos de plástico, cajitas con regalos, dulces pringosos y chucherías varias nos parecía el delirio. El problema era que si ese día querías un globo te quedabas sin patatas, y se trataba de una decisión difícil. Una peseta era una peseta, fuera de cobre o billete de papel.

 

Aparte de los anteriores, otros seres variopintos completaban la decoración de nuestro entorno. Balbina la loca, llena de fulares y gorros de lana aún en verano, enamorada no correspondida del dependiente de una tienda de ultramarinos y que alternaba la Plaza Elíptica con la de Arriquibar, nunca se metía con nadie. Años después, Mocedades la recordaría en una canción.

 

El barrendero, empeñado cada tarde en vaciar en su saco unas papeleras de metal enormes, situadas en los extremos de la plaza. Labor poco útil porque los niños habíamos dejado la mayoría de las basuras esparcidas por los suelos...

 

Por cierto, donde se sentaban las añas siempre tras la merienda había cáscaras de plátano. Los niños sin añas merendábamos pan con chocolate o pan con queso, y nunca he sabido la razón por la cual si tenías aña te tocaba merendar plátano.

 

Otros personajes iban y venían entre los anteriores, según los días y las estaciones: el pobre de solemnidad que nos llamaba para contarnos sus aventuras, el borracho somnoliento que cantaba a ratos, las monjitas empeñadas en darnos caramelos y acabar hablando con nuestras madres (para pedirlas un donativo de dinero), el afilador que nos maravillaba tocando su armónica mientras ofrecía afilar cuchillos y tijeras,...

 

En fin, una serie de seres que rellenaban nuestro espacio de juegos y lo hacían entrañable.

 

Los niños de nuestra generación jugábamos todos juntos, niños y niñas. Incluso compartíamos juguetes (a mí me encantaban las muñecas de plástico para jugar a descabezarlas a tirones, atropellarlas con el triciclo, o ver cómo flotaban en el agua de la fuente). Luego, al ir al colegio nos separarían por sexos con unas normas absurdas y no volveríamos a tener aquella camaradería y aquel compañerismo hasta ya creciditos y entrados la universidad.

 

Personalmente, con cinco años, las niñas me parecían muy interesantes y muy listas. Cuando la educación nos separó, ellas se volvieron para mí (y para mis amigos) misteriosas e incomprensibles. Incluso hoy en día a veces me lo siguen pareciendo.

 

Hablando de niñas, aún me acuerdo de Nerea. Nunca supe su apellido, pero éramos amigos. Jugaba con ella y con otros niños y niñas (Imanol, Luis, María José,...).

 

Yo estaba deslumbrado porque Nerea era decidida y nada la detenía si quería competir. Carreras de triciclos, maratones alrededor de la fuente, tirar piedras rebotando sobre el agua, todos nuestros “deportes” la atraían. Y participaba sin problema en los juegos comunales de indios y vaqueros, de policías y ladrones y de lo que se terciara. Yo quería una hermana como Nerea.

 

Por eso, cuando una tarde de viernes Imanol lanzó el desafío de hacer el pis lo más lejos posible y los niños pensábamos ser únicos participantes en tan gloriosa prueba, nos quedamos asombrados porque Nerea quería competir. Una niña no veíamos como podría hacerlo, hasta nosotros sabíamos por qué.

 

Sin embargo, Nerea compitió. Y tras bajarse las braguitas se puso en cuclillas, adoptó una postura indescriptible y gimnástica que nunca había visto (ni vuelto a ver), se concentró y de repente hizo su pipí a una distancia que ninguno soñamos superar. Nadie lo intentó, nos ganó por aclamación, y yo quedé enamorado de aquella niña morenita y enérgica, capaz de hacer todo lo que hacen los niños mejor que ellos y ganarles en su terreno. Estaba claro, de mayor me casaría con ella.

 

Esa noche le conté a mi madre a lo que habíamos jugado y lo enamorado que estaba de Nerea y que me iba a casar. Mamá, que me iba a reñir por semejante deporte, terminó riéndose y me dio un beso. Allá donde hoy  esté mi santa madre, seguramente seguirá sonriendo al recordar mi súbita decisión matrimonial a los cinco años.

 

Cuando el lunes volví a la Plaza Elíptica, Nerea no apareció. Al principio no le di importancia, pero cuando tampoco vino los días siguientes me preocupé y le pregunté a Imanol si sabía dónde estaba. Resultó que su familia se había mudado de casa y que Nerea iba a jugar a partir de entonces en la Plaza de Indauchu. Apenas quinientos metros de distancia desde la Plaza Elíptica, pero para mí era como estar en otro planeta.

 

Mi disgusto fue enorme. Me pasé el día hosco y taciturno. Me enfadé con otros niños y niñas. Me negué a comerme el bocadillo de pan con queso como medida de presión contra un universo hostil. Incluso me acosté pronto sin ver en la televisión el “Vamos a la cama” de la Familia Telerín. Mi madre enseguida adivinó lo que me pasaba, pero no me dijo nada.

 

Pasaron las semanas y Nerea seguía sin aparecer por la Plaza Elíptica. Yo estaba desolado. Al final tomé una decisión: si el enamorarse causaba tanto dolor, no me enamoraría nunca más de ninguna niña.

 

Y lo mantuve firmemente durante ese verano, que me pareció triste y sombrío, aunque hizo un sol y un calor de espanto casi todos los días... No volví a ver nunca a Nerea.

 

Justo la primera mañana de septiembre apareció por la Plaza Elíptica una niña rubita y delgada que iba a cumplir pronto cinco años. Se llamaba Leonor y era muy alegre.

 

En un momento, el mundo me pareció de nuevo luminoso. Mamá me vio con la niña, me miró la expresión y sonrió sin decir nada. Me fui a jugar con mi nueva amiga. Empezaba a enamorarme de nuevo.

Portada

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.