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Arturo Aldecoa Ruiz
Martes, 29 de Agosto de 2023 Tiempo de lectura:

Zaratustra y los últimos hombres

Hace unos días, mientras disfrutaba de mis vacaciones en el Algarve portugués pude ver con claridad, que el tiempo de la gran tribulación se acerca.

 

Cierto que ya sabía antes que nuestro mundo hace aguas en muchos aspectos y da señales de agotamiento.

 

Verdad es que cada vez hay menos cultura y creatividad real, menos ideas sensatas y menos personas que las encarnen, mientras los tontos de capirote se multiplican como las siete plagas modernas.

 

Al frente del país y en los medios de comunicación, cada vez hay más políticos huecos y sin ninguna formación que proponen y aprueban leyes desastrosas, personajes mediáticos ignorantes que opinan de todo, y tertulianos de medio pelo que les aplauden con las orejas.

 

Y como ejemplos para nuestra sociedad no se presentan ni humanistas, ni pensadores ni científicos con años de trabajo y esfuerzo continuado detrás, sino los epígonos del éxito fácil y artificial: cada vez hay más remesas de triunfitos de corto recorrido, convencidos de ser nuevos Sinatras, Barbras y Dylans, cuyas carreras acabarán en su mayoría con un rápido olvido, o siendo carne de cañón de programas tipo “Sálvame”; cada vez hay más cocineros televisivos de andar por casa que amenazan con abrir nuevos y carísimos locales, para los frikis y snobs empeñados en degustar platos absurdos en un mundo en el que aún demasiados pasan hambre.

 

En resumen, vivimos la era de la  globalización de la mediocridad, en la que, como predijo Andy Warhol, cualquier descerebrado puede tener sus quince minutos de fama. Entonces, ¿para qué trabajar y esforzarse, si puedes ser famoso y forrarte como “influencer” o haciendo idioteces en TikTok?

 

Desde hace tiempo sé que algo va mal. Ingenuamente pensaba que aún quedaba a la humanidad mucho recorrido en este mundo. Pero hace cinco años tuve el primer aviso de que la gran tribulación se nos acerca. Una advertencia que aún me produce estremecimiento.

 

El caso fue que una cadena de TV musical organizó un evento mundial en el BEC, esa construcción cuasi soviética ubicada en Barakaldo y que nuestras autoridades afirman, no sé por qué extraño patriotismo geográfico capitalino, que está en Bilbao. Un megaespacio donde cabe casi todo y es en sí mismo como una escultura de Chillida de la serie “homenaje al vacío”, pero mucho más grande y cara.

 

Se trataba de una gala de entrega de premios, de la que yo entonces ignoraba su importancia, pues no seguía ese tipo de eventos. Resulta que se retransmitía a la vez a 180 países (y en los veintitantos donde estaba prohibida su emisión, por indecente o por capitalista,  se seguía de tapadillo vía Internet).  Así que entonces Bilbao, durante tres horas iba a ser la capital del mundo, la nueva Babilonia de la globalización, “Bilbolonia”.

 

Aunque la música moderna no me gusta mucho, por curiosidad y por vaguería de no buscar con el mando del televisor otra cosa, aquella noche me senté ante la caja tonta para seguir la gala. Al fin y al cabo era “en Bilbao” y yo ejerzo de bilbaíno. Pero lo que vi entonces estremeció mis más recónditas neuronas.

 

No fue lo que me incomodó el costo del evento (una pasta, visto el alucinante montaje técnico y el despliegue humano realizado), ni el tipo de música que promueve y premia la cadena (yo, musicalmente sigo anclado en Mocedades y Abba), ni el tipo de programa emitido (con más tiempo de anuncios de productos caros que tiempo real de emisión de canciones: el negocio es el negocio y los patrocinadores mandan), ni siquiera el tipo de presentadores artificiales  que se desplegaron durante la gala (gentes variopintas que se pasaban el rato dándose enhorabuenas, halagos y cobas varias entre sí y a los cantantes).

 

Lo que me dejó estupefacto y horrorizado fue el público. En concreto, el que salió en las emisiones realizadas desde una zona especial denominada “alfombra roja”.

 

Si desde una nave extraterrestre algún ser galáctico observó esa parte del programa, creo que su criterio coincidiría con el mío: en esa parte del planeta no había vida inteligente, solo seres chillones agitando sus cuerpos y brazos cada vez que pasaba por la alfombra otro ser, fuera un VIP conocido, un simple vipillo casi anónimo, o sabe dios qué personaje, moviéndose todos ellos casi siempre con poses absurdas en plan gato jactancioso, y todo ello en un “entorno rosa chicle”, como describió al día siguiente un lúcido periodista local.

 

La fauna de la “alfombra roja”, puestos a poner ejemplos, me recordó a las colonias de almejas, gusanos y cangrejos que habitan las fumarolas oceánicas abisales, zonas que solo parecen llenas de vida, color y movimiento cuando hay cámaras y focos (cuya presencia las llena de agitación, seguramente por el susto que dan las luces a los pobres animalejos abisales cuando los iluminan) y son, al contrario, zonas oscuras.

 

Aquel día de hace cinco años me di cuenta que se aproximaba el Apocalipsis de la humanidad, y se comenzaba a cumplir la profecía que Nietzsche pone en boca de Zaratustra: en nuestro mundo globalizado y mediático que encumbra la mediocridad, ha surgido una nueva especie, “el último hombre” y el mundo pronto será suyo:

 

¡Mirad! Yo os muestro el último hombre.…

 

La tierra se ha vuelto pequeña, y sobre ella da saltos el último hombre, que todo lo empequeñece. Su estirpe es indestructible, como el pulgón; el último hombre es el que más tiempo vive.

 

“Nosotros hemos inventado la felicidad” - dicen los últimos hombres, y parpadean… Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir agradable.

 

¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién quiere aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas. ¡Ningún pastor y un solo rebaño! Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio.

 

Desde entonces estoy atento a donde pueden aparecer los últimos hombres, pues son los heraldos del fin de los tiempos. Los he visto en los lugares más inesperados: rellenando el plató en ciertos programas televisivos (en los que vitorean cualquier cosa aunque no la entiendan), siendo la clac en actos políticos (en los que aplauden a ciegas lo que diga el líder) o participando en ceremonias sociales o religiosas demostrando “urbi et orbi” lo huecos y fatuos que son.

 

Acabo de volver del Algarve. En una visita en barco a las cuevas de la preciosa costa portuguesa, llena de calas y playas, en medio del silencio del mar y el rumor de las olas en un espacio protegido, de repente surgió como de la nada un barco de recreo lleno de gente chillona, bebiendo y bailando sobre la cubierta, con la música estridente a tope para anular el silencio de la naturaleza, pues los últimos hombres no pueden soportar el silencio, ya que revela su vaciedad.

 

Así que allí los he encontrado este tórrido verano, pero esta vez no estaban en una gala, acto o ceremonia como público, sino de vacaciones. Lo que me preocupa mucho, pues la nueva especie se va adaptando a nuestras costumbres para pasar desapercibida y poder sustituirnos.

 

Los últimos hombres están ya casi en todas partes, con sus gritos, sus ideas hueras, sus falsas alegrías y sus sonrisas vacuas; con sus banalidades y sus discursos vacíos; con su conformismo letal.

 

Si no tenemos cuidado, todos los humanos nos transformaremos poco a poco en uno de ellos, como profetizó Zaratustra, y bailaremos, chillaremos y aplaudiremos al son que nos toquen otros mientras damos saltos pensando que somos libres y felices.

 

(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado de las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019

 

 

 

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