Quijotesis
La figura supuestamente «justiciera» del Quijote solo es asumible, bajo mi punto de vista, en países como España y aledaños (¿qué les parecerá a los japoneses?). El Quijote nos parece ingenuo (a mí a veces me toca las narices), o loco, o entrometido o ridículo, porque de entrada sabemos que en España no tiene nada que hacer. El Quijote no se enfrenta a quimeras: se bate con el espíritu español del «bueno, vale, ¿y?», del «mañana» del «no se puede». Un Quijote contemporáneo peregrinaría por oficinas de Asuntos Sociales, acudiría a la puerta de un centro de salud exigiendo citas para todas, butronearía el muro de una residencia de ancianos para que estos entrasen de una vez en contacto con la vida exterior…, y una vez más nos parecería ridículo, ingenuo, loco, porque en España, mire usted, en 2023: no se puede, ni por teléfono, email, carta, ni mucho menos presencialmente, como nuestra quijotesca Constitución sí recoge.
En otras latitudes crearon figuras como Sherlock Holmes, Dupín o Poirot. Esto aquí resulta impensable, inverosímil como ficción: ¿un diletante, más dotado y listo que un acreditado profesional o experto? Lo crucificarían, ya en la segunda página, por celos y falta de titulación. El Tribunal de la Inquisición Burocrática, tácito pero palpitante, sigue vivo, en forma, para juzgar esas traiciones al sistema. A mí, sin ir más lejos, me han llamado Quijote (cariñosamente) por defender el derecho (¡qué osadía!) de una amiga octogenaria a disfrutar de llamadas y visitas en la residencia donde ahora sobrevive, cuando esto debería de ser lo más normal del mundo, una obligación de todo amigo para con su amiga, que aún no está muerta y no es una niña, sino una mujer con la misma dignidad que cualquier otra víctima de su sexo, aunque tenga ochenta y cinco. También se les llama «héroes» a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos o del sistema de salud, porque cumplen con su deber. Aquí se compara con un Quijote a todo aquel que se toma la empatía en serio y gasta diez minutos en «complicarse la vida», como lo llaman los asegurados vitales (raza de individuos e individuas no capacitados para mover el culo por nadie, a los cuales, todo hay que decirlo, se tragarán igualmente los gusanos o las llamas). «No te metas» o «yo no sé cómo va eso» o «no es asunto mío». Tres de las muchas manifestaciones típicas que el asegurado vital despacha buscando escurrir el bulto, la incomodidad de una inesperada coyuntura susceptible de arruinar otra de sus mediocres, insustanciales jornadas de cenicienta vida. Porque la vida parece reducirse a un pasear el culo por los distintos asientos y escenarios prefabricados, listos para hacerse «disfrutar» en una tarde con amigos, un viaje al destino de moda o todo un fin de semana frente al pantallón. ¿Y qué hace ese Quijote de las narices a esta hora de la siesta, complicándose la vida por un inocente, una víctima o una dama en apuros? ¿Por qué pide la hoja de reclamaciones? ¿Por qué demanda justicia, y se detiene junto al accidentado, y llama a los bomberos o la policía según presencie apuñalamientos o llamas? ¿Por qué y de qué se preocupa?
Esa cualidad, esa empatía sincera es la que, tal vez (qué se yo), despierta el interés de otras culturas por nuestro Quijote, un personaje pionero del romanticismo al cual nosotros tomamos por frickie, en el más peyorativo sentido del término.
Pero yo no soy académico «experto» en Quijotología, así que, oficialmente, no sé nada.
La figura supuestamente «justiciera» del Quijote solo es asumible, bajo mi punto de vista, en países como España y aledaños (¿qué les parecerá a los japoneses?). El Quijote nos parece ingenuo (a mí a veces me toca las narices), o loco, o entrometido o ridículo, porque de entrada sabemos que en España no tiene nada que hacer. El Quijote no se enfrenta a quimeras: se bate con el espíritu español del «bueno, vale, ¿y?», del «mañana» del «no se puede». Un Quijote contemporáneo peregrinaría por oficinas de Asuntos Sociales, acudiría a la puerta de un centro de salud exigiendo citas para todas, butronearía el muro de una residencia de ancianos para que estos entrasen de una vez en contacto con la vida exterior…, y una vez más nos parecería ridículo, ingenuo, loco, porque en España, mire usted, en 2023: no se puede, ni por teléfono, email, carta, ni mucho menos presencialmente, como nuestra quijotesca Constitución sí recoge.
En otras latitudes crearon figuras como Sherlock Holmes, Dupín o Poirot. Esto aquí resulta impensable, inverosímil como ficción: ¿un diletante, más dotado y listo que un acreditado profesional o experto? Lo crucificarían, ya en la segunda página, por celos y falta de titulación. El Tribunal de la Inquisición Burocrática, tácito pero palpitante, sigue vivo, en forma, para juzgar esas traiciones al sistema. A mí, sin ir más lejos, me han llamado Quijote (cariñosamente) por defender el derecho (¡qué osadía!) de una amiga octogenaria a disfrutar de llamadas y visitas en la residencia donde ahora sobrevive, cuando esto debería de ser lo más normal del mundo, una obligación de todo amigo para con su amiga, que aún no está muerta y no es una niña, sino una mujer con la misma dignidad que cualquier otra víctima de su sexo, aunque tenga ochenta y cinco. También se les llama «héroes» a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos o del sistema de salud, porque cumplen con su deber. Aquí se compara con un Quijote a todo aquel que se toma la empatía en serio y gasta diez minutos en «complicarse la vida», como lo llaman los asegurados vitales (raza de individuos e individuas no capacitados para mover el culo por nadie, a los cuales, todo hay que decirlo, se tragarán igualmente los gusanos o las llamas). «No te metas» o «yo no sé cómo va eso» o «no es asunto mío». Tres de las muchas manifestaciones típicas que el asegurado vital despacha buscando escurrir el bulto, la incomodidad de una inesperada coyuntura susceptible de arruinar otra de sus mediocres, insustanciales jornadas de cenicienta vida. Porque la vida parece reducirse a un pasear el culo por los distintos asientos y escenarios prefabricados, listos para hacerse «disfrutar» en una tarde con amigos, un viaje al destino de moda o todo un fin de semana frente al pantallón. ¿Y qué hace ese Quijote de las narices a esta hora de la siesta, complicándose la vida por un inocente, una víctima o una dama en apuros? ¿Por qué pide la hoja de reclamaciones? ¿Por qué demanda justicia, y se detiene junto al accidentado, y llama a los bomberos o la policía según presencie apuñalamientos o llamas? ¿Por qué y de qué se preocupa?
Esa cualidad, esa empatía sincera es la que, tal vez (qué se yo), despierta el interés de otras culturas por nuestro Quijote, un personaje pionero del romanticismo al cual nosotros tomamos por frickie, en el más peyorativo sentido del término.
Pero yo no soy académico «experto» en Quijotología, así que, oficialmente, no sé nada.











