Sutilezas más allá de lo tecnológico
En el silencio grave y silencioso se escucha el impaciente y rígido teclear de los jóvenes que pretenden entablar un diálogo, en su mayoría confundiéndolo con la confrontación, a través de las redes sociales, con personas a las que tampoco les importa encontrar una verdad fuera del marco de su propio pensamiento.
Nuestra voz, nuestra carne encarcelada, moribunda, chocando con los cristales; «cámaras de eco, en las que uno se escucha hablar ante todo a sí mismo» en palabras de Byung-Chul Han. Comunicarse equivale a la renuncia de uno mismo. Uno deja el tiempo mío para concentrarse en la prolongación del tiempo del otro, un tiempo ajeno que me arropa; me siento completo en el abandono del yo, en la búsqueda de lo vinculante. Martín Buber decía que el diálogo real se da cuando ambas partes se trataban como un «tú» no como un «ello», una cosa que me es útil. En la era digital el hombre no se sustrae de la muerte por la contemplación totalizadora del otro; más bien, los ecos digitales lo vuelven narcisista, su existencia es la única, el tú ha desaparecido.
En la voz humana de Jean Cocteau, al menos ella podía escuchar el tono y los matices de la voz, nosotros no podemos entablar un juicio justo; ya que estamos limitados por la falta de acceso a las sutilezas del lenguaje, más allá de lo tecnológico, al usar la mensajería digital. Las cartas también eran una muestra de individualidad, una individualidad perdida al cambiar cada letra personalmente trazada por un emoticón que en sus expresiones distintas es siempre el mismo. Se cree que lo político se desarrolla en los medios masivos; sin embargo, lo político no contemplaba la retención de audiencia como fin último del debate liderado por unos cuantos. La democracia ateniense, basada en la palabra, ha permanecido como un ideal cadavérico desde hace más de dos mil años. En aquellos tiempos, las tertulias eran una discusión del pueblo en el pueblo, en el terreno de lo palpable. Los griegos se afianzaban griegos por la libertad que ellos sentían al ver que podían hacer cambios en la sociedad. ¿Acaso sentimos ahora que el proceder de nuestra comunidad no se gesta dentro de las paredes ocultas de un palacio? Podríamos criticar a los que tienen grandes cargos, pero hay algo de mayor interés. ¿Acaso, siquiera, existe algo que pueda llamarse comunidad?
Aun así, ¿no son las redes un coloquio moderno? Es posible, pero un coloquio fracturado en donde los hablantes no se experimentan totales. Aislados en sus hogares, cada uno permanece aislado dentro de su propio mundo; el mundo infinito del anonimato que surge en el marco del espectáculo. El sociólogo Richard Sennet ya lo dijo: «las gentes están resolviendo en términos de sentimientos personales aquellas cuestiones públicas». Creemos que la comunidad es dada por el simple hecho de estar junto a las personas. Al ver las cosas más de cerca notaremos que no nos ven a los ojos, ni nosotros a ellos, por estar con la mirada fija en nuestra propia interpretación. Nos producimos, nos mostramos, nos engrandecemos en las redes sociales. «Uno se explota voluntariamente creyendo que se está realizando» dice Han. Hemos prostituido al hombre, a nosotros mismos, al ver las relaciones sociales como un intercambio de bienes, como una cosa que nos es útil y que su valor varía en función del mercado del amor, de las amistades, del dinero a cambio de fotos y videos.
Una vez escribí sobre tres voces masculinas que llegaban a mis oídos; yo me encontraba ya con las luces apagadas y las cortinas cerradas esperando al hilo del sueño. En ese momento lo interpreté como una conversación idónea de copas; incluso, erróneamente, los catalogué como: «borrachos que pretendían conversar de algo importante». Digo que fue un error enjuiciar aquella escena de ese modo, dado que el problema no residía en el exceso de copas, sino en la ausencia de una pregunta percibida, y en mi tendencia a emitir un veredicto por el propio orgullo. Es distinto cuando una conversación es sincera y busca lo real. Se mantiene un espíritu erguido, sosegado al verse frente a un otro diferente; ambos buscan el consenso, sin embargo, no lo fuerzan, dado que saben que el beneficio primero del encuentro de almas es el reconocimiento de la individualidad y de la propia experiencia de su compañero. Las pantallas, el orgullo o la autoexplotación pueden cegarnos de quién está en frente: un otro total.
En el silencio grave y silencioso se escucha el impaciente y rígido teclear de los jóvenes que pretenden entablar un diálogo, en su mayoría confundiéndolo con la confrontación, a través de las redes sociales, con personas a las que tampoco les importa encontrar una verdad fuera del marco de su propio pensamiento.
Nuestra voz, nuestra carne encarcelada, moribunda, chocando con los cristales; «cámaras de eco, en las que uno se escucha hablar ante todo a sí mismo» en palabras de Byung-Chul Han. Comunicarse equivale a la renuncia de uno mismo. Uno deja el tiempo mío para concentrarse en la prolongación del tiempo del otro, un tiempo ajeno que me arropa; me siento completo en el abandono del yo, en la búsqueda de lo vinculante. Martín Buber decía que el diálogo real se da cuando ambas partes se trataban como un «tú» no como un «ello», una cosa que me es útil. En la era digital el hombre no se sustrae de la muerte por la contemplación totalizadora del otro; más bien, los ecos digitales lo vuelven narcisista, su existencia es la única, el tú ha desaparecido.
En la voz humana de Jean Cocteau, al menos ella podía escuchar el tono y los matices de la voz, nosotros no podemos entablar un juicio justo; ya que estamos limitados por la falta de acceso a las sutilezas del lenguaje, más allá de lo tecnológico, al usar la mensajería digital. Las cartas también eran una muestra de individualidad, una individualidad perdida al cambiar cada letra personalmente trazada por un emoticón que en sus expresiones distintas es siempre el mismo. Se cree que lo político se desarrolla en los medios masivos; sin embargo, lo político no contemplaba la retención de audiencia como fin último del debate liderado por unos cuantos. La democracia ateniense, basada en la palabra, ha permanecido como un ideal cadavérico desde hace más de dos mil años. En aquellos tiempos, las tertulias eran una discusión del pueblo en el pueblo, en el terreno de lo palpable. Los griegos se afianzaban griegos por la libertad que ellos sentían al ver que podían hacer cambios en la sociedad. ¿Acaso sentimos ahora que el proceder de nuestra comunidad no se gesta dentro de las paredes ocultas de un palacio? Podríamos criticar a los que tienen grandes cargos, pero hay algo de mayor interés. ¿Acaso, siquiera, existe algo que pueda llamarse comunidad?
Aun así, ¿no son las redes un coloquio moderno? Es posible, pero un coloquio fracturado en donde los hablantes no se experimentan totales. Aislados en sus hogares, cada uno permanece aislado dentro de su propio mundo; el mundo infinito del anonimato que surge en el marco del espectáculo. El sociólogo Richard Sennet ya lo dijo: «las gentes están resolviendo en términos de sentimientos personales aquellas cuestiones públicas». Creemos que la comunidad es dada por el simple hecho de estar junto a las personas. Al ver las cosas más de cerca notaremos que no nos ven a los ojos, ni nosotros a ellos, por estar con la mirada fija en nuestra propia interpretación. Nos producimos, nos mostramos, nos engrandecemos en las redes sociales. «Uno se explota voluntariamente creyendo que se está realizando» dice Han. Hemos prostituido al hombre, a nosotros mismos, al ver las relaciones sociales como un intercambio de bienes, como una cosa que nos es útil y que su valor varía en función del mercado del amor, de las amistades, del dinero a cambio de fotos y videos.
Una vez escribí sobre tres voces masculinas que llegaban a mis oídos; yo me encontraba ya con las luces apagadas y las cortinas cerradas esperando al hilo del sueño. En ese momento lo interpreté como una conversación idónea de copas; incluso, erróneamente, los catalogué como: «borrachos que pretendían conversar de algo importante». Digo que fue un error enjuiciar aquella escena de ese modo, dado que el problema no residía en el exceso de copas, sino en la ausencia de una pregunta percibida, y en mi tendencia a emitir un veredicto por el propio orgullo. Es distinto cuando una conversación es sincera y busca lo real. Se mantiene un espíritu erguido, sosegado al verse frente a un otro diferente; ambos buscan el consenso, sin embargo, no lo fuerzan, dado que saben que el beneficio primero del encuentro de almas es el reconocimiento de la individualidad y de la propia experiencia de su compañero. Las pantallas, el orgullo o la autoexplotación pueden cegarnos de quién está en frente: un otro total.