Qué difícil es ser Dios
He tenido un sueño.
Mis adoradores me llaman el eterno. Haga lo que haga, me dicen que permaneceré al frente del Gobierno mientras que los demás aspirantes, a mi izquierda y mi derecha, pasan y se desvanecen.
Desde que hace unos años, cuando siendo diputado raso, se me apareció una noche el espíritu de Maquiavelo y me dijo “¡Tu eres mi hijo bienamado, en quien tengo mi complacencia!”, he ido descubriendo mis habilidades y empiezo a pensar que tiene razón, que realmente soy el ser necesario, el demiurgo divino, mientras los demás son sólo seres contingentes, que nada importan y por ello son candidatos de paso y caducos.
Tengo mi Evangelio, que es la resistencia a cualquier precio, pues no hay fin más importante en política que preservar el propio poder. Y tengo mis apóstoles que lo predican en los medios de comunicación y que proclaman mi santidad política: “Este es Pedro, y sobre esa roca se funda su poder”.
Pero en esta ocasión deberé transigir con pactos con otro que también se cree una divinidad política de un pueblo elegido, pero no lo es, pues los seres divinos no huimos.
Seguir siendo un dios electoral me va a exigir sacrificios para lograr unificar a la vez en torno a mi persona a las fuerzas que quieren asaltar los cielos y a las que combaten el propio Estado que quiero presidir, pues son mis aliados objetivos.
Para lograrlo, debo resignarme a forjar cada día alianzas más atroces: pronto no tendré tras de mí sino a mis fanáticos convencidos y a salteadores electorales. Pero me da igual, pues una divinidad está muy por encima de sus adeptos.
Mi estrategia para elegir mi ruta de gobierno ha sido siempre seguir el estribillo que me susurran mis coros angélicos mediáticos, de “doblar siempre hacia la izquierda”, algo que, como decía acertadamente Borges, es el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos.
Y yo, si de algo entiendo, es de laberintos; de crearlos y de encerrar en ellos a los demás, sean las gentes de mi propio partido, sean mis aliados puntuales o sean mis adversarios del momento, pues en el fondo todos serán mis enemigos en alguna ocasión, porque los dioses al final siempre estamos solos.
Me dicen mis profetas que en pocos años llegará el tiempo de mi teofanía, de mi trascender a nuevas dimensiones mundiales. Para ello, debo adoctrinar a mis fieles seguidores para que asuman que les dejaré solos un tiempo con mi ascensión a los cielos políticos y a la vez deberé preparar mi plan divino para mi regreso, mi segunda venida triunfal.
Cuando llegue la hora de mi apoteosis dejaré preparado un jardín electoral del Edén gubernamental para mis fieles, como recompensa por su fe y un laberinto imposible para mis adversarios, sin más salida que mi persona: un sinuoso caos social y económico que lleve al eterno retorno de mi partido al poder.
Lo llamaré el “jardín de senderos que se bifurcan”, pues en el mismo un solo sendero llevará a su centro (el gobierno que yo presida), y los demás senderos que se alejan del mismo llevarán todos al Sheol infernal, pues elegirlos es negar mi divinidad.
Para lograrlo he imaginado un invisible laberinto de tiempo y estrategia, en el que el objetivo del gobierno no es gobernar, sino bifurcarse una y otra vez generando debates irreales y adoptando decisiones contradictorias, en las que los problemas y las soluciones no se distinguen, pues toda solución es en sí misma un nuevo problema y así hasta el infinito.
Un laberinto de sueños donde todos, mi partido, mis aliados y la oposición al final se diluyan en el caos, pues fuera de mi nada habrá salvo el vacío, pues yo soy un dios electoral.
Acabo de despertar.
El hombre de Waterloo ha vuelto a subir el precio. Ser un dios es cada vez más caro.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999 – 2019.
He tenido un sueño.
Mis adoradores me llaman el eterno. Haga lo que haga, me dicen que permaneceré al frente del Gobierno mientras que los demás aspirantes, a mi izquierda y mi derecha, pasan y se desvanecen.
Desde que hace unos años, cuando siendo diputado raso, se me apareció una noche el espíritu de Maquiavelo y me dijo “¡Tu eres mi hijo bienamado, en quien tengo mi complacencia!”, he ido descubriendo mis habilidades y empiezo a pensar que tiene razón, que realmente soy el ser necesario, el demiurgo divino, mientras los demás son sólo seres contingentes, que nada importan y por ello son candidatos de paso y caducos.
Tengo mi Evangelio, que es la resistencia a cualquier precio, pues no hay fin más importante en política que preservar el propio poder. Y tengo mis apóstoles que lo predican en los medios de comunicación y que proclaman mi santidad política: “Este es Pedro, y sobre esa roca se funda su poder”.
Pero en esta ocasión deberé transigir con pactos con otro que también se cree una divinidad política de un pueblo elegido, pero no lo es, pues los seres divinos no huimos.
Seguir siendo un dios electoral me va a exigir sacrificios para lograr unificar a la vez en torno a mi persona a las fuerzas que quieren asaltar los cielos y a las que combaten el propio Estado que quiero presidir, pues son mis aliados objetivos.
Para lograrlo, debo resignarme a forjar cada día alianzas más atroces: pronto no tendré tras de mí sino a mis fanáticos convencidos y a salteadores electorales. Pero me da igual, pues una divinidad está muy por encima de sus adeptos.
Mi estrategia para elegir mi ruta de gobierno ha sido siempre seguir el estribillo que me susurran mis coros angélicos mediáticos, de “doblar siempre hacia la izquierda”, algo que, como decía acertadamente Borges, es el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos.
Y yo, si de algo entiendo, es de laberintos; de crearlos y de encerrar en ellos a los demás, sean las gentes de mi propio partido, sean mis aliados puntuales o sean mis adversarios del momento, pues en el fondo todos serán mis enemigos en alguna ocasión, porque los dioses al final siempre estamos solos.
Me dicen mis profetas que en pocos años llegará el tiempo de mi teofanía, de mi trascender a nuevas dimensiones mundiales. Para ello, debo adoctrinar a mis fieles seguidores para que asuman que les dejaré solos un tiempo con mi ascensión a los cielos políticos y a la vez deberé preparar mi plan divino para mi regreso, mi segunda venida triunfal.
Cuando llegue la hora de mi apoteosis dejaré preparado un jardín electoral del Edén gubernamental para mis fieles, como recompensa por su fe y un laberinto imposible para mis adversarios, sin más salida que mi persona: un sinuoso caos social y económico que lleve al eterno retorno de mi partido al poder.
Lo llamaré el “jardín de senderos que se bifurcan”, pues en el mismo un solo sendero llevará a su centro (el gobierno que yo presida), y los demás senderos que se alejan del mismo llevarán todos al Sheol infernal, pues elegirlos es negar mi divinidad.
Para lograrlo he imaginado un invisible laberinto de tiempo y estrategia, en el que el objetivo del gobierno no es gobernar, sino bifurcarse una y otra vez generando debates irreales y adoptando decisiones contradictorias, en las que los problemas y las soluciones no se distinguen, pues toda solución es en sí misma un nuevo problema y así hasta el infinito.
Un laberinto de sueños donde todos, mi partido, mis aliados y la oposición al final se diluyan en el caos, pues fuera de mi nada habrá salvo el vacío, pues yo soy un dios electoral.
Acabo de despertar.
El hombre de Waterloo ha vuelto a subir el precio. Ser un dios es cada vez más caro.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999 – 2019.