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La Tribuna del País Vasco
Miércoles, 15 de Noviembre de 2023 Tiempo de lectura:

¿Dónde está el Rey?

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Hay una cosa peor que una monarquía corrupta como la que durante décadas lideró Juan Carlos I, el rey emérito que no se sabe muy bien dónde se haya actualmente: una monarquía innecesaria como la que en estos momentos conserva el rey Felipe VI en compañía de su esposa. Y es que algo deteriorado puede, con los esfuerzos necesarios, recuperarse. Por el contrario, algo que no sirve para nada pierde todo su valor y solamente está abocado, más pronto que tarde, a su desaparición.

 

La reflexión serena sobre el papel que actualmente desempeña la monarquía ha de realizarse teniendo previamente en cuenta una cuestión primordial: desde hace ya demasiado tiempo, en España se mantiene una batalla decisiva entre los principios y los valores que han mantenido el progreso de Occidente a lo largo de los siglos y las fuerzas de la reacción que azotan cíclicamente a este país, fundamentalmente en forma de turbas golpistas de extrema izquierda, de pancistas y grotescos movimientos independentistas y de una extensa red de corrupción partitocrática que ha ido agigantándose, generación tras generación, hasta formar una tupida jungla de miseria ética en la que medran no pocos de nuestros principales líderes políticos, económicos, sociales, culturales y periodísticos.

 

En este sentido, el “juancarlismo” vivió durante sus casi cuarenta años de existencia fondeado sobre una creencia mítica que, aireada y repetida machaconamente por una prensa sumisa y cómodamente instalada entre unas élites tan corruptas como arcaicas, parecía haberse convertido en una certeza labrada en mármol. Se trataba de un dogma poco menos que indiscutible que alababa bobaliconamente una pretendida neutralidad de la monarquía española que al final demostró ser solo una intensa ignorancia; que encumbraba como una presunta moderación lo que únicamente era una descarada habilidad de su majestad para navegar con soltura entre demasiados sinvergüenzas como medraban a su alrededor; que, acríticamente, otorgaba al soberano un plus de imprescindibilidad política casi deífica, pero absolutamente superflua y fundamentalmente papanatas, y que transmitía la idea falsaria de que la realeza era algo sin lo que el sistema democrático, nuestro marco de derechos, deberes, libertades y obligaciones, no podía mantenerse en el tiempo.

 

Nada de todo esto era cierto antes, y tampoco lo es ahora. La democracia está muy por encima de una institución caduca, extravagante e incongruente como la monarquía, que al igual que sus homólogas europeas, resulta muy rentable para algunas revistas de colorines, pero que es absolutamente irrelevante para los ciudadanos que todos los días sacan este país adelante por encima de tantos inútiles como creen que la vida es un inmenso pelotazo y haciendo caso omiso a tantos cretinos como pululan por nuestras calles tratando de imponernos sus idearios caducos, populistas y totalitarios.

 

Hoy, la monarquía, con sus discursos manidos, con sus insignias de la totalitaria Agenda 2030, con sus guiños permanentes a la extrema-izquierda que arrasa el país, con su chapurrear patético de lenguas regionales y su boato casi circense, es el símbolo más rimbombante de muchas de las cosas que hay que cambiar y eliminar en España. Hoy, la monarquía, por su desaparición en los momentos claves de nuestra reciente historia, como el que vivimos actualmente, es el elemento alegórico que mejor refleja una España golpista, sumisa, deteriorada, desigual y elitista, más preocupada por las indicaciones de la “dedocracia” que por los esfuerzos de la “meritocracia”. La monarquía de Felipe VI, cobardemente silente ante el golpe de Estado que se está fraguando en el país, es el emblema de una nación reacia a los principios educativos más elementales y patéticamente orgullosa de mantener un sistema escolar que, en demasiados territorios, es incapaz de garantizar la enseñanza del español. La monarquía de Felipe VI es, en fin, la máxima representación de un Estado autonómico absolutamente desquiciado dejado en manos de los más radicales, fanáticos y violentos y que derrocha sin contención los recursos públicos. Es la fuerza notarial siempre neutral que avala una de las “partitocracias” más peligrosas y trastornadas de Occidente, que por su irresponsabilidad está poniendo en grave peligro los fundamentos más elementales de nuestro sistema democrático y que ha convertido a éste en una tenebrosa oclocracia. Y es, en fin, la representante principal de una tupida, innecesaria y carcomida red institucional que, socavada por la corrupción, por los “amiguismos” políticos, por el derroche y por la ineficacia, necesita urgentemente ser remodelada.

 

Arrasada por el golpe de Estado del PSOE, destrozada por un Gobierno de extrema-izquierda con claros tintes totalitarios, noqueada por la presión de filoterroristas, independentistas y neocomunistas bolivarianos, y arruinada económicamente, España se encuentra en un momento histórico crucial. Y este país solamente tendrá alguna oportunidad de sobrevivir a los inmensos retos y a las graves amenazas del futuro si afronta con empeño, con convicción, con frialdad y con la suficiente rapidez una reforma en profundidad de sus instituciones más importantes, de sus principios constitucionales, de sus leyes fundamentales, de su realidad territorial y de sus estructuras ejecutivas, legislativas y jurídicas.

 

Ante este ciclópeo desafío, una monarquía como la española, que se mueve noqueada entre su vergonzosa inutilidad, la cobardía cómplice con los criminales, el silencio inútil de un monarca dedicado a solemnizar lo evidente y las majaderías de una reina demasiadas veces imprudente, resulta absolutamente irrelevante, cuando no directamente contraproducente. ¿Alguien cree de verdad que, en estos momentos, el rey desempeña una tarea importante en algo que tenga que ver con la marcha de este país zarandeado por un golpe de Estado socialista, éticamente diezmado, políticamente desvencijado, internacionalmente desprestigiado, ideológicamente fanatizado y absolutamente convulso? Definitivamente, es hora de que los ciudadanos pongamos al rey Felipe VI en su sitio y le recordemos una frase fundamental de su juramento: “Juro defender y hacer defender la Constitución”.

 

 

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