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Gabriel Lanswok
Miércoles, 22 de Noviembre de 2023 Tiempo de lectura:

Entre el caos y la inteligencia

La música dilata la arena que me rodea, otorgándole una textura similar a una masa que toma forma tan lentamente como el pulso de las manos al verse inundado por el vaivén del tiempo. ¿Cómo podré transmitir mi forma de contemplar el mundo? En la búsqueda de la palabra precisa, en la vaguedad inicial del pensamiento, surgen varias alternativas que responden a esa pregunta. Una búsqueda que debe ser afrontada sin ningún mínimo temor a la hoja en blanco; similar a un edificio que se alza en la montaña, con sus soportes tranquilamente colocados, piedra sobre piedra. Cualquiera puede aprender a escribir, la mayoría lo hace, es un conocimiento promovido por cada ley y reforma educativa; sabemos que la escuela no ha cumplido su cometido cuando el pequeño no retiene ninguna palabra leída, ni alcanza a estructurar sus propios pensamientos en forma de texto. La escritura tan solo es asentar una palabra delante de otra, no existe misterio alguno en una actividad tan infantil. Se ha hecho evidente, sin embargo, que la escritura a la que me refiero excede esta inicial pretensión. La segunda alusión, al contrario, tiene el potencial de formar un monumento; para lo cual debe tener presente su origen, ya que nace de un diálogo íntimo con uno mismo. Ya te habrás hecho una idea de la razón de la amalgama sin forma de los libros de nuestra generación. ¿O no?

                 

Una copia de otra más antigua que, a su vez, prosiguió su camino forjando toda una estructura de edificios sin vida propia, una calca fría y endurecida de blanco mármol; la transparencia de lo pulcro, de lo limpio, del emulador eficiente de nuestra sociedad contemporánea. Para volver la escritura un quehacer propio es imprescindible volver la mirada al continuo devenir de la arena dilata. Todo tiempo es distinto. Todo acontecimiento es vivido en el marco de lo presente, ningún momento anterior tuvo el mismo olor, la misma perfección. En un hechizo continuo, el relojero da vueltas a su maquinaria perpetuando la experiencia que, en un primer momento, parece ser rutinaria y aburrida; pero, que al verla más de cerca, mota de polvo que flota bajo el rayo de la ventana con sus vértices distintos, marcando pirouette tan delicadas como embellecidas por el filtro del artista.

 

Es así como, por un lado, están aquellos que experimentan cada sensación con la mayor intensidad, viviendo y observando el mundo con los ojos de un niño pequeño que curiosea, emocionado con sus deditos en la tierra y su ilusión en las manos; pero que se ven limitados para expresar todo aquello, por su ineptitud a la hora de afianzarlo sobre el papel. Y por otro están los maestros de la palabra, de la puntuación y de la sólida gramática que emulan fielmente el ajeno contenido de una experiencia ya contada. El artista del verbo, en cambio, tiene la capacidad tanto vivencial como técnica para describir todo lo que está ocurriendo en el marco infinito de la existencia, toma asiento una vez que ha vivido, que ha contemplado y ha reflexionado en todo lo que trasciende al hombre y su utilidad.

                 

Se cree, erróneamente, en algunos círculos, que el arte, más cerca del sentimiento, se encuentra en dirección contraria de la razón; o, por lo menos, de un pensamiento riguroso en sus métodos. Aun así, se puede afirmar, y estoy de acuerdo con ello, una primera similitud entre el arte y la filosofía: su inicial inutilidad. Honore de Balzac ya diferenciaba al hombre ocupado del artista. Observamos que el mundo útil se mide en relación con su efectiva productividad a la hora de generar beneficios económicos; por ende, a cualquier actividad que no brinde grandes beneficios económicos se la catalogará, con exquisito desprecio, como algo inútil. Pese a todo esto, su ganancia estriba en el cultivo del alma. Por esta segunda similitud por la que oteo un buen momento para incluir el término de filosofía espontánea. Tomás Melendo en su Introducción a la filosofía afirma que «hay momentos en que a nadie le bastan las respuestas habituales» y que es allí cuando surge la filosofía; por tanto, no debe extrañarnos los claros anclajes que podamos hacer entre arte y filosofía. Ambas nacen de un impulso vital por beber más de lo que la imagen primera brinda, algo espontáneo. Además, es un error pensar que el arte va ligado solo a la expresión del sentimiento; más en ello se encuentra el pecado del pintor; el poeta contemporáneo confiesa sus sentimientos de forma burda, sin reflexionar con hondura en todos ellos, creando sucesivos edificios de pobres cimientos.

                 

En el caos primigenio de los antiguos griegos dormía la confusión. Tanto el bien como el mal, la belleza y la fealdad estaban contenidas en el mar caótico de la eternidad; esperando a engendrar un tiempo de mayor orden, un tiempo que posibilite la armonía de lo imaginado. Es así como la inteligencia va prendada a la imaginación. La primera puede emular un orden aparente, un reflejo ideal de un acceso imposible para un ser quebradizo como lo es el humano; pero no puede crear nada nuevo, se encuentra a sí misma como una diosa de mármol que tiene ojos sin poder ver; tener una boca no es requerimiento para poder emitir ruido alguno. La imaginación logra aquello que la razón no alcanza: aceptar sus limitaciones sin que por ello se sienta obstaculizada de engendrar una visión unitaria de todo cuanto la rodea. Algunos también pueden pretender cubrirse con la ropa del ser innovador y creativo sin que por ello los resultados sean más bellos o eternos, todo dependerá de la profundidad del alma cultivada que mantiene su pluma entintada.

                 

En consonancia, el filósofo, un artista del concepto, que duerme junto a la inteligencia, despreciando a su segunda amante, no podrá más que repetir aquello ya dicho por otros. En cambio, todo aquel que logre conjurar los dos espectros de lo humano, lo racional y lo simbólico, estará en condiciones de contemplar su propia existencia desde un nuevo marco, derivando así en una visión completa, unitaria de la propia experiencia. La filosofía debe soltar su mano de la ciencia en pos de un mayor caos que, antecediendo al orden, imagina con total soltura aquello que fue y aquello que podrá ser; y, una vez que las puertas se hallan abierto, la realidad misma conjugará la ciencia y el arte en una técnica de lo simbólico, hallando así una forma propia de transmitir el espectro completo de la dignidad de lo humano.

 

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