Como recrear la historia con un rotulador y un estropajo: el fraude de Zubialde
En el País Vasco, desde el final de la Edad Media, la historia ha sido un juguete del poder. Se ha manipulado y reinventado a medida de las necesidades políticas, cambiando unos hechos y silenciando otros, siempre buscando dar carta de naturaleza a nuestra presunta diferencia y a nuestro milenario aislamiento como pueblo inmóvil en su tierra prometida.
Con esta tendencia a fabular nuestro pasado espiritual y racial se buscaba ser un “unicum” histórico, ligado desde siempre y para siempre al mismo solar, como decían de sí mismos los atenienses, que creían haber surgido de la tierra del Ática. Y, por ello, ser, en el fondo, un pueblo casi sin historia, pues sí por aquí siempre hemos sido los mismos, y nunca nos ha invadido ni influido nadie, nada realmente importante ha cambiado aquí desde el Paleolítico.
Lo cierto es que si nuestro “quietismo” histórico fue siempre motivo de orgullo, y muy útil políticamente desde el Renacimiento hasta la Constitución de 1978, donde queda reflejado, también resultaba un poco aburrido y nuestras élites envidiaban secretamente aspectos de la historia de otros pueblos, más interesantes y famosos, sucesos y vestigios de los que les hubiera encantado poder presumir en nuestro territorio. La perenne jaculatoria del “Gu ta gutarrak”(nosotros y los nuestros) acaba cansando incluso al más forofo.
Por ejemplo, si nuestra tierra estaba en el área del maravilloso arte parietal franco-cantábrico, primer destello del arte de la humanidad, por desgracia sus más famosos santuarios rupestres de Lascaux y Altamira están más allá de nuestra muga, y no en suelo patrio, donde los que teníamos eran menos famosos e impresionantes. Lo cual los próceres de nuestra Arcadia eterna pensaban que era injusto porque no en vano somos “especiales”.
Pero cuando alguien tiene un deseo, enseguida surge un “conseguidor” que se lo ofrece en bandeja por un módico precio.
Así que de repente alguien “encontró” cerca de Vitoria un maravilloso santuario rupestre con pinturas de asombrosa belleza e interés. Y así comenzó la historia del fraude de la cueva de Zubialde.
En abril de 1990, un estudiante de historia alavés aficionado a la espeleología afirmó haber encontrado unas pinturas rupestres que parecían de enorme importancia. Serafín Ruiz Selfa, que así se llamaba nuestro Indiana Jones autóctono, afirmó que estaban en las inmediaciones del monte Gorbea, junto al río Zubialde, en una pequeña cueva que había hallado.
Aquel descubrimiento en una tierra como la vasca, que no tiene demasiados monumentos histórico artísticos y paleontológicos de nivel internacional, se convirtió desde el momento en que se hizo público a bombo y platillo en “uno de los mayores hallazgos arqueológicos de la historia”, y “la Capilla Sixtina del arte rupestre”, a pocos kilómetros del palacio de Ajuria Enea. ¿Quién da más?
Había pinturas de todo tipo: rinocerontes lanudos, mamuts, bisontes, cabras, manos y otros símbolos. Y todos los dibujos se conservaban, casualmente, en perfecto estado. Es decir, un sueño para nuestra clase política, que ponía a Álava y al País Vasco en el pináculo del arte prehistórico mundial. Un santuario rupestre casi a pedir de boca.
El 13 de marzo de 1991 se daba a conocer el hallazgo en una rueda de prensa. Asistieron, además de Serafín Ruiz, el descubridor, Alberto Ansola, Diputado de Hacienda y los tres arqueólogos vascos más prestigiosos del momento: Juan Mari Apellaniz, Jesús Altuna e Ignacio Barandiaran, que habían elaborado un informe preliminar en el que ingenuamente daban por buenas las pinturas.
Databan el origen de las mismas en las fases media y superior del período Magdaleniense del Paleolítico Superior (entre 13.000 y 10.000 años antes de Cristo). Ni que decir tiene que con la presencia e informe preliminar de aquellos importantes y reputados arqueólogos se intentaba acreditar oficialmente la autenticidad de aquellas pinturas.
De manera sorprendente, la Diputación de Álava “recompensó” al descubridor con 12,5 millones de pesetas por la “renuncia a los derechos que pudieran corresponderle” por aquel descubrimiento arqueológico.
Pero en cuanto se difundió la noticia, que fue lógicamente recogida por toda la prensa internacional, surgieron los problemas. El semanario The European publicaba diez días después de la rueda de prensa un artículo de los arqueólogos Jill Cook del Museo Británico y Peter Ucko de la Universidad de Southampton, que se habían dado cuenta nada más ver las fotografías publicadas en los periódicos que aquel hallazgo era un evidente fraude.
Los ingleses, reputados expertos, señalaban que los mamuts y rinocerontes representados en Zubialde habían desaparecido del sur de Europa miles de años antes de que pudieran ser pintados por algún hombre en una cueva alavesa, y que, además, había detalles anacrónicos en unas pinturas del Paleolítico, como unos dibujos en perspectiva que no podían ser de esa época.
Sus opiniones ponían en cuestión el informe favorable de los tres arqueólogos vascos. Aunque en un principio los arqueólogos ingleses fueron acusados de actuar “con frivolidad’ por sacar ese tipo de conclusiones con tan sólo ver unas fotografías, se demostró enseguida que tenían mucho más ojo y experiencia que los expertos locales. Diecisiete meses después, otros científicos españoles llegaban a la misma conclusión que los ingleses: aquel hallazgo era un completo fraude.
Pero no solo en la pérfida Albión y en Madrid se detectó la falsificación. También en nuestra Arcadia foral. La Ertzaintza, que ante el escándalo surgido se encargó del estudio de los juegos de fotografías que había aportado Serafín, descubrió que habían sido retocadas. Y ni siquiera se había hecho mediante algún medio digital, se había falsificado aquellas fotos con un simple rotulador. Más aún, en los análisis de las pinturas se descubrieron "restos de estropajos", marcas “Vileda” y “Scotch Brite” y restos de insectos que no podían haber estado allí ni haberse conservado.
Es decir, un fraude de lo más chungo, que había colado por las ganas que tenía nuestra clase política de anunciar el hallazgo de una “Altamira vasca” y porque nuestra élite intelectual del momento no se había atrevido a pararle los pies y pedirle prudencia.
Jean Clottes, presidente de la Asociación Internacional de Arte Rupestre y máxima autoridad mundial en esta materia, calificó irónicamente de auténtico "monumento a la falsificación" aquel fraude.
Serafín, que para entonces ya había terminado su carrera, fue sometido a juicio y tuvo que devolver los 12,5 millones de pesetas, más los intereses y costas del juicio, aunque hubo que recurrir al Supremo para lograrlo. Lo malo es que contando con esa cifra, ya se habían gastado 30 millones de pesetas en la cueva, la mayor parte para descubrir que las pinturas eran falsas.
Años después, Serafín fue condenado por estafa. Hoy vive cerca de Madrid y escribe novelas de género policiaco, actividad mucho más inocua que crear “Capillas Sixtinas del arte rupestre" para consumo de políticos incautos en busca de glorias patrias. Pensará el lector que, con semejante experiencia y chasco, nuestras élites habrían aprendido la lección. Pues no.
A los pocos años estalló, de nuevo en Álava, el escándalo del fraude de Iruña - Veleia con sus falsos grafitis en euskera, jeroglíficos egipcios, y grabados del primer calvario cristiano de la historia, en el que sobre la cruz de Cristo destacaba, para pasmo de quienes vimos las fotos en la portada de la prensa del día, en vez del habitual y evangélico rótulo “INRI” (Iesus Nazarenus Rex Iudeorum, Jesús de Nazaret Rey de los Judíos) un sorpresivo “RIP” (Requiescat In Pace, Descanse en Paz) algo absurdo para un resucitado.
Era una falsificación tan burda como haber puesto en Zubialde un lauburu en medio de los rinocerontes lanudos, pero coló durante un tiempo, y aún hoy cuando los tribunales ya han sentenciado el fraude, hay todavía quien se cree el montaje.
Es lo que pasa cuando una sociedad se acostumbra a que la historia se pueda reescribir a la carta y cuando y cómo nos apetece cambiamos de relato. Curiosamente, en esto sí que somos únicos y especiales.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999 - 2019
En el País Vasco, desde el final de la Edad Media, la historia ha sido un juguete del poder. Se ha manipulado y reinventado a medida de las necesidades políticas, cambiando unos hechos y silenciando otros, siempre buscando dar carta de naturaleza a nuestra presunta diferencia y a nuestro milenario aislamiento como pueblo inmóvil en su tierra prometida.
Con esta tendencia a fabular nuestro pasado espiritual y racial se buscaba ser un “unicum” histórico, ligado desde siempre y para siempre al mismo solar, como decían de sí mismos los atenienses, que creían haber surgido de la tierra del Ática. Y, por ello, ser, en el fondo, un pueblo casi sin historia, pues sí por aquí siempre hemos sido los mismos, y nunca nos ha invadido ni influido nadie, nada realmente importante ha cambiado aquí desde el Paleolítico.
Lo cierto es que si nuestro “quietismo” histórico fue siempre motivo de orgullo, y muy útil políticamente desde el Renacimiento hasta la Constitución de 1978, donde queda reflejado, también resultaba un poco aburrido y nuestras élites envidiaban secretamente aspectos de la historia de otros pueblos, más interesantes y famosos, sucesos y vestigios de los que les hubiera encantado poder presumir en nuestro territorio. La perenne jaculatoria del “Gu ta gutarrak”(nosotros y los nuestros) acaba cansando incluso al más forofo.
Por ejemplo, si nuestra tierra estaba en el área del maravilloso arte parietal franco-cantábrico, primer destello del arte de la humanidad, por desgracia sus más famosos santuarios rupestres de Lascaux y Altamira están más allá de nuestra muga, y no en suelo patrio, donde los que teníamos eran menos famosos e impresionantes. Lo cual los próceres de nuestra Arcadia eterna pensaban que era injusto porque no en vano somos “especiales”.
Pero cuando alguien tiene un deseo, enseguida surge un “conseguidor” que se lo ofrece en bandeja por un módico precio.
Así que de repente alguien “encontró” cerca de Vitoria un maravilloso santuario rupestre con pinturas de asombrosa belleza e interés. Y así comenzó la historia del fraude de la cueva de Zubialde.
En abril de 1990, un estudiante de historia alavés aficionado a la espeleología afirmó haber encontrado unas pinturas rupestres que parecían de enorme importancia. Serafín Ruiz Selfa, que así se llamaba nuestro Indiana Jones autóctono, afirmó que estaban en las inmediaciones del monte Gorbea, junto al río Zubialde, en una pequeña cueva que había hallado.
Aquel descubrimiento en una tierra como la vasca, que no tiene demasiados monumentos histórico artísticos y paleontológicos de nivel internacional, se convirtió desde el momento en que se hizo público a bombo y platillo en “uno de los mayores hallazgos arqueológicos de la historia”, y “la Capilla Sixtina del arte rupestre”, a pocos kilómetros del palacio de Ajuria Enea. ¿Quién da más?
Había pinturas de todo tipo: rinocerontes lanudos, mamuts, bisontes, cabras, manos y otros símbolos. Y todos los dibujos se conservaban, casualmente, en perfecto estado. Es decir, un sueño para nuestra clase política, que ponía a Álava y al País Vasco en el pináculo del arte prehistórico mundial. Un santuario rupestre casi a pedir de boca.
El 13 de marzo de 1991 se daba a conocer el hallazgo en una rueda de prensa. Asistieron, además de Serafín Ruiz, el descubridor, Alberto Ansola, Diputado de Hacienda y los tres arqueólogos vascos más prestigiosos del momento: Juan Mari Apellaniz, Jesús Altuna e Ignacio Barandiaran, que habían elaborado un informe preliminar en el que ingenuamente daban por buenas las pinturas.
Databan el origen de las mismas en las fases media y superior del período Magdaleniense del Paleolítico Superior (entre 13.000 y 10.000 años antes de Cristo). Ni que decir tiene que con la presencia e informe preliminar de aquellos importantes y reputados arqueólogos se intentaba acreditar oficialmente la autenticidad de aquellas pinturas.
De manera sorprendente, la Diputación de Álava “recompensó” al descubridor con 12,5 millones de pesetas por la “renuncia a los derechos que pudieran corresponderle” por aquel descubrimiento arqueológico.
Pero en cuanto se difundió la noticia, que fue lógicamente recogida por toda la prensa internacional, surgieron los problemas. El semanario The European publicaba diez días después de la rueda de prensa un artículo de los arqueólogos Jill Cook del Museo Británico y Peter Ucko de la Universidad de Southampton, que se habían dado cuenta nada más ver las fotografías publicadas en los periódicos que aquel hallazgo era un evidente fraude.
Los ingleses, reputados expertos, señalaban que los mamuts y rinocerontes representados en Zubialde habían desaparecido del sur de Europa miles de años antes de que pudieran ser pintados por algún hombre en una cueva alavesa, y que, además, había detalles anacrónicos en unas pinturas del Paleolítico, como unos dibujos en perspectiva que no podían ser de esa época.
Sus opiniones ponían en cuestión el informe favorable de los tres arqueólogos vascos. Aunque en un principio los arqueólogos ingleses fueron acusados de actuar “con frivolidad’ por sacar ese tipo de conclusiones con tan sólo ver unas fotografías, se demostró enseguida que tenían mucho más ojo y experiencia que los expertos locales. Diecisiete meses después, otros científicos españoles llegaban a la misma conclusión que los ingleses: aquel hallazgo era un completo fraude.
Pero no solo en la pérfida Albión y en Madrid se detectó la falsificación. También en nuestra Arcadia foral. La Ertzaintza, que ante el escándalo surgido se encargó del estudio de los juegos de fotografías que había aportado Serafín, descubrió que habían sido retocadas. Y ni siquiera se había hecho mediante algún medio digital, se había falsificado aquellas fotos con un simple rotulador. Más aún, en los análisis de las pinturas se descubrieron "restos de estropajos", marcas “Vileda” y “Scotch Brite” y restos de insectos que no podían haber estado allí ni haberse conservado.
Es decir, un fraude de lo más chungo, que había colado por las ganas que tenía nuestra clase política de anunciar el hallazgo de una “Altamira vasca” y porque nuestra élite intelectual del momento no se había atrevido a pararle los pies y pedirle prudencia.
Jean Clottes, presidente de la Asociación Internacional de Arte Rupestre y máxima autoridad mundial en esta materia, calificó irónicamente de auténtico "monumento a la falsificación" aquel fraude.
Serafín, que para entonces ya había terminado su carrera, fue sometido a juicio y tuvo que devolver los 12,5 millones de pesetas, más los intereses y costas del juicio, aunque hubo que recurrir al Supremo para lograrlo. Lo malo es que contando con esa cifra, ya se habían gastado 30 millones de pesetas en la cueva, la mayor parte para descubrir que las pinturas eran falsas.
Años después, Serafín fue condenado por estafa. Hoy vive cerca de Madrid y escribe novelas de género policiaco, actividad mucho más inocua que crear “Capillas Sixtinas del arte rupestre" para consumo de políticos incautos en busca de glorias patrias. Pensará el lector que, con semejante experiencia y chasco, nuestras élites habrían aprendido la lección. Pues no.
A los pocos años estalló, de nuevo en Álava, el escándalo del fraude de Iruña - Veleia con sus falsos grafitis en euskera, jeroglíficos egipcios, y grabados del primer calvario cristiano de la historia, en el que sobre la cruz de Cristo destacaba, para pasmo de quienes vimos las fotos en la portada de la prensa del día, en vez del habitual y evangélico rótulo “INRI” (Iesus Nazarenus Rex Iudeorum, Jesús de Nazaret Rey de los Judíos) un sorpresivo “RIP” (Requiescat In Pace, Descanse en Paz) algo absurdo para un resucitado.
Era una falsificación tan burda como haber puesto en Zubialde un lauburu en medio de los rinocerontes lanudos, pero coló durante un tiempo, y aún hoy cuando los tribunales ya han sentenciado el fraude, hay todavía quien se cree el montaje.
Es lo que pasa cuando una sociedad se acostumbra a que la historia se pueda reescribir a la carta y cuando y cómo nos apetece cambiamos de relato. Curiosamente, en esto sí que somos únicos y especiales.
(*) Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999 - 2019