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Elena García
Lunes, 26 de Febrero de 2024 Tiempo de lectura:

La mujer y la modernidad

Lo moderno se opone a lo anticuado y todos queremos ser modernos. Uno queda desprestigiado, descalificado o, cuando menos ridiculizado cuando alguien le llama “antiguo”, “carca”, “rancio”, “retrógrado” o “conservador”. Estos adjetivos se pueden aplicar a diferentes aspectos de la vida. Pero el caso es que nadie quiere ser visto a través de estos calificativos y queda avergonzado cuando alguien los esgrime en contra suya; todo el mundo quiere ser “progre” - progresar hacia-no-se-sabe-dónde -, con “la mente abierta”. Lo cierto es que la gente tiene miedo a parecer “carca”, a que les digan que tal manera de pensar es anticuada; sienten vergüenza, se callan, incluso se miran y se piensan a sí mismos como errados. La presión social puede llegar a ser asfixiante. Y la pregunta es ¿todo lo nuevo tiene que ser bueno por el hecho de ser nuevo?


Si nos referimos a los adelantos técnicos, nadie va a negar la mejora que han aportado a nuestra vida ciertos adelantos técnicos. Nadie duda en comprarse una lavadora en vez de lavar a mano, utilizar el coche o el avión en sus desplazamientos o cualquier otra ventaja de comodidad y rapidez que la técnica ofrezca si su economía se lo permite. Unos incorporan antes a su vida tales innovaciones y otros después, pero finalmente nadie se resiste.


Pero, además, los adjetivos citados se refieren a las costumbres y comportamientos de la gente y aquí es donde se introducen las connotaciones más negativas. Parece que, aunque a nadie se le ocurra decir “¡qué anticuado es tener dos ojos!”, lo que provocaría extrañeza e incluso el ser tachado de loco, sí que se puede considerar que ciertas formas de ser -pertenecientes al ser humano, y al hombre y a la mujer en su especificidad- ciertas motivaciones que forman parte de la naturaleza psíquica “ya no se llevan”. ¿Están anticuados los celos? Lo que sabemos es que siguen ahí, siendo un sentimiento dominante en el ser humano. Un sentimiento que provoca ciertos comportamientos, a veces trágicos. No se pueden suprimir por decreto. ¿Están anticuadas las necesidades de afecto, reconocimiento, estima y otras, puestas de manifiesto por el psicólogo humanista Maslow y muy aceptadas en el campo de la psicología? ¿No forman parte de la naturaleza humana universal, al igual que los ojos o las manos? Podrán encontrarse formas mejores de satisfacerlas, pero no podrán extirparse.
 

Se puede diseñar una mujer nueva, piensan las feministas, frente a la que diseñaron en el pasado las estructuras “opresoras”. El problema para ellas es que confunden la causa con el efecto. En el pasado, la vida de la mujer estaba en relación con su naturaleza física y psíquica, procedía de ellas, aunque no se pueda negar la relación con sus “circunstancias” ni con las condiciones en que se desenvolvía su vida. Éstas interactuaban con una forma de ser genérica. Aseguran las ideólogas de género, sin otra prueba que su imaginación que a las niñas les gusta jugar con muñecas porque es lo que les da la sociedad para crear y reforzar su papel de madre y, a los niños, juguetes de coches o robots, hace unas décadas pistolas o guerreros - que ahora están mal vistos por aquello del pacifismo. Como decíamos confunden la causa con el efecto. La causa de que las niñas jueguen con muñecas no es que se las pongan en las manos, sino que se las ponen en las manos porque es ¡lo que les gusta! A los niños les gustan los coches, no porque se los pongan en las manos, sino que se los ponen en las manos porque es lo que, desde muy pequeños y desde que empiezan a reconocer formas ¡ellos piden!


Ahora se trata de que del vacío surja esa mujer “moderna”, según los patrones de las diseñadoras basados en propuestas que tienen como fundamento a su imaginación y a lo que a ellas les gustaría, pero que ni siquiera ellas ajustan a su vida real; y siempre atendiendo al placer del presente, por supuesto. La mujer actual ‒al igual que el hombre nuevo‒ ya no tiene por qué atender a compromisos, sacrificios y cosas por el estilo. El hedonismo, la satisfacción inmediata se han impuesto; no hay por qué posponer las gratificaciones. Así se aleja esa dimensión diferenciadora con respecto al animal que consistía en “preparar el futuro”, en trabajarse el futuro, que suponía esfuerzo, sacrificio y disciplina. Nos queda la preocupación por el “futuro económico”, y también maltrecha. Y, por otra parte, nos dicen los políticos-compradores-de-votos, si las cosas te van mal, ya se ocupará el Estado. Pero respecto al futuro afectivo la despreocupación es total, no importa; y luego resulta que los afectos necesitan cuidarse, a veces con sacrificios y con compromisos mutuos, y que el perrito mascota no puede ir a verte y acompañarte al hospital cuando te encuentres enfermo y solo, ni llamar al 112 si has tenido un accidente. Y, por supuesto, que tampoco el Estado te va a servir de consuelo en momentos de soledad.


Así pues, la mujer moderna es la mujer libre y liberada de compromisos no la pobrecita reaccionaria que cuidaba de su casa y educaba a sus hijos; ridiculizada como “maruja”, como “sacrificada”, como “sumisa”, como “no realizada”, que daba amor y con mucha frecuencia recibía amor. Sí, la mujer moderna ‒ ¿al igual que el hombre moderno? ‒ tiene que elevar su autoestima, ser egoísta, preocuparse por ella misma.


Decía Julián Marías que habría que hacerse una pregunta: “esas ideas que circulan y pretenden sustituir a las creencias, ¿son verdaderas ideas? ¿son realmente pensadas, criticadas, puestas en tela de juicio, probadas, llevadas a la evidencia? (…) Se toman ideas, contenidos ideológicos formulados, pero se las usa como creencias: sin evidencia, sin rigor, sin efectivo ejercicio del pensamiento” (La mujer en el s. xx, p. 111). Hoy, 35 años después, podemos contestar a esa pregunta: no, estas ideas no se discuten, se imponen como dogma de fe para la mujer moderna. Y si a alguien se le ocurre un tímido intento de discusión, inmediatamente será reprobado, tachado de “carca” y, si es más decidido en su discrepancia puede ser el final de su trabajo o su carrera.


Y llegamos a aspectos de los que nunca se habla. ¿Es más feliz la mujer moderna frente a la otra pobrecita? ¿En qué consiste la felicidad, o mejor, la vida buena? O quizás podríamos hacernos la pregunta de otro modo: ¿En qué no consiste la felicidad?
Para saber cómo le va a la mujer moderna - su termómetro de la felicidad- todavía joven, habría que considerar estudios sobre tasas de soledad, depresión, consumo de ansiolíticos, suicidios, etc. Naturalmente, estos estudios o estos indicadores se airean poco o se ignoran. Y cuando se habla de dar datos no hay respuesta para las causas.

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