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Arturo Aldecoa Ruiz
Martes, 12 de Marzo de 2024 Tiempo de lectura:

Farenheit 451 en Bilbao

Suelen decir que, para los bilbaínos como yo, Bilbao es el centro del mundo. Será por eso que cuando vamos a comprar en la tienda un plano pedimos un mapamundi de Bilbao.

 

Lo cierto es que no solo tenemos en nuestra villa el Guggenheim (el “primer” Museo del siglo XXI),  la Amatxo de Begoña (la “auténtica” madre de Dios), Unamuno (el “último” filósofo hereje cuyos libros acabaron en el Índice de la Iglesia católica) y el Athletic (caso “único” en el fútbol mundial según L’Equipe), sino que además se han rodado en nuestro bocho películas de James Bond, aventuras y fantasía (pues somos una urbe “planetaria”). Incluso también sucedió en Bilbao un “remake” secreto de Farenheit 451. Pero me temo que mientras presumimos de todo lo demás,  de esto último nunca hablamos.

 

A veces la memoria histórica difumina ciertos episodios de nuestro pasado que nos resultan poco gratos o son incompatibles con la costumbre de adornar nuestra trayectoria glosando todo lo positivo, que es mucho, y enterrar piadosamente en el silencio aquello de lo que no podemos sentirnos orgullosos. Lo cual creo que no es nada bueno porque no aprendemos de nuestros errores, porque los callamos como si nunca hubieran sucedido.

 

El caso es que el otro día  estaba yo leyendo la interesante obra histórica “Allí donde se queman libros …” sobre la bibliofobia de la ultraderecha y del entorno de ETA, cuando de repente recordé que en mi juventud no solo los terroristas odiaban los libros y los pretendían destruir porque no les gustaban por motivos ideológicos,  sino que incluso el propio alcalde de Bilbao ordenó la destrucción de unos cuentos premiados por él mismo y su ayuntamiento por ridículos motivos de “indecencia” demostrando que el espíritu de Torquemada aún habitaba entre nosotros en el bocho.

 

Aquel episodio inquisitorial fue realmente sorprendente y debido a que, de tanto callarlo, casi lo hemos olvidado, las jóvenes generaciones no tienen noticia del mismo. Por ello creo que conviene recordar lo que entonces sucedió.

 

El caso es que en medio de aquellos oscuros “años de plomo” de la violencia terrorista, que también atacaba a las librerías y la cultura, la nueva corporación municipal bilbaína democrática  decidió en 1980 convocar un concurso de cuentos en castellano y euskera. Para ello creó un jurado integrado por escritores locales de primera línea:  para los cuentos en castellano por Ramiro Pinilla, Luis de Castresana y Gregorio Sanjuán, y para los cuentos en euskera por Angel Zelayeta, Iñaki Zubiri y Alfonso Irigoyen.

 

Cuando el concurso fue fallado, los ganadores fueron: en castellano, el escritor navarro Juan Jesús Fernández de Retana, con el cuento titulado “Epitafio del desalmado Alcestes Pelayo” y en euskera Joseba Sarrionandia, con el cuento “Enperadore eroa  (El emperador enloquecido)”.

 

Naturalmente en la presentación del fallo, como es tradicional en las instituciones políticas, se realizó una recepción pública con reparto de premios. Se pronunciaron bellos discursos llenos de autobombo, y el ayuntamiento anunció que publicaría un libro con las obras ganadoras tanto en castellano como en euskera, incluyendo también a la veintena de finalistas.

 

En una inquietante premonición de su posterior comportamiento, que demostró que no había leído ni una sola línea de las obras premiadas, el alcalde de Bilbao, según los medios de comunicación elogió “encendidamente” los textos (que luego, en efecto “encendería” con el ardor de las llamas), proclamando unas huecas y falsas alabanzas a las que se sumaron el concejal delegado de cultura y el teniente alcalde que igualmente elogiaron desmedidamente las obras, pese a no haberlas ni ojeado.

 

Cuando ya los libros estaban impresos, empaquetados y dispuestos para su remisión a las bibliotecas y escuelas públicas, un timorato concejal de otro partido diferente al del alcalde tuvo la extraña idea, para ser un político, de abrir el libro y comenzar a leerlo. Y allí fue Troya.

 

Según se contó posteriormente, con un rotulador fue subrayando en el relato ganador del concurso todas las palabras que, a su juicio, eran malsonantes, obscenas e inconvenientes y, acto seguido fue al despacho contiguo del edificio del Ayuntamiento de Bilbao a “chivarse” de su hallazgo y enseñar aquellos “tacos y groserías”  a concejales miembros del partido que entonces formaba la minoría mayoritaria: aquí pone “teta” aquí pone “pechos”,   aquí “maricón”, aquí “coño”.

 

Caso inédito en la historia política de la Villa: los concejales del partido de gobierno, con el alcalde al frente, en vez de hacer oídos sordos a las quejas de un simple concejal de la oposición, como es lo habitual,  escucharon sus memeces con creciente “preocupación”, quizás porque en el fondo eran tan memos, apocados y noños como él, y decidieron que aquellos libros no podían distribuirse y debían desaparecer.

 

Las razones que llevaron a este ejercicio de censura y posterior quema fueron, o así lo justificó el partido que gobernaba en aquel año, que actuando así respondían “al sentir de sus votantes” (de los que evidentemente ninguno había podido leer la obra y opinar, pues no sé había publicado) y que el libro era “blasfemo” por contener términos malsonantes y soeces —entre esas palabras aseguraban que estaba  la “terrible palabra útero”—, por lo que no era un libro adecuado para su reparto en escuelas de la villa.

 

Así, en Bilbao, el 9 de junio de 1981, el entonces alcalde de la villa, Jon Castañares, entró en la historia universal de la infamia y ordenó la incineración de mil ejemplares de un libro, editado y pagado con dinero público por el propio ayuntamiento, y que recogía las obras premiadas y finalistas en la primera edición del Premio Villa de Bilbao de cuentos.

 

Por supuesto hubo quejas desde la variada bancada política municipal de la oposición, se presentó una denuncia en el juzgado y se consideró aquella acción pirómana de libros un «deterioro del patrimonio cultural y editorial del País Vasco». 

 

El escándalo naturalmente traspasó las fronteras bilbaínas y, en pocos días, medio planeta se enteró de dónde estaba la pequeña villa de Bilbao veinte años antes del Guggenheim gracias al humo de aquella hoguera de libros organizada, cosa incomprensible, ¡por un ayuntamiento democrático!

 

Pero el alcalde y sus concejales olvidaron que si quieres hacer famoso un libro basta que lo prohíbas, y si quieres que la gente desee leerlo, basta que lo quemes, y alguien lo reeditará. 

 

Eso es lo que pasó: ese mismo año, a iniciativa del colectivo de libreros, editores, distribuidores, entidades culturales y críticos literarios, se realizó una edición especial con el nombre de Cuentos incombustibles,​ que reproducía los textos destruidos con una indicación cruzada en la portada que decía «Este es el libro quemado por el alcalde de Bilbao».

 

Naturalmente, el libro fue un éxito. Y por lo que pudimos ver los pilares de la sociedad bilbaína no se derrumbaron ante aquellas palabras soeces y presuntas “blasfemias”.

 

Legalmente esta actuación “pirómana” de la alcaldía de Bilbao no tuvo mayores consecuencias prácticas, salvo que en 1983 una sentencia de la sala de lo contencioso-administrativo de los juzgados de Bilbao declaró nula la decisión del alcalde. Pero los libros ya eran cenizas que se había llevado el viento.

 

Políticamente, trifulcas mediáticas aparte,  no hubo mayores consecuencias, salvo que aquel alcalde, pese a mantener el apoyo de las juntas locales de su partido, no repitió como candidato en las siguientes elecciones municipales de 1983,  por decisión de la dirección política de su organización, que lo consideraba políticamente “quemado”…. Lo que no deja de tener una cierta justicia poética.

 

Arturo Aldecoa Ruiz. Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999 – 2019.

 

 

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