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Winston Galt
Viernes, 26 de Abril de 2024 Tiempo de lectura:

Reliquias de Notre Dame

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¡Notre Dame! ¡Notre Dame! ¡Notre Dame! Pronto su nombre no será sino un eco que resuena en una memoria vacía. Sólo será recuerdo y su historia habrá que buscarla en libros que no podremos encontrar aquí. No es la primera vez que se desacraliza la catedral. Ya se hizo durante la Revolución, cuando fue profanada gran parte de su imaginería religiosa. Tampoco es la primera vez que sufre daños. El incendio de 2019 fue terrible. Afortunadamente, se pudo salvar y se reconstruyó. Lástima que no haya servido de mucho el esfuerzo. Ahora no sufrirá daños parciales sino que desaparecerá de la faz de la tierra no dejando otra señal que los textos y fotografías y vídeos en los libros de historia y de arte que puedan salvarse de la quema o que sean accesibles en lugares lejanos donde no pueda llegar la mano de la nueva destrucción total que nos asola.

 

Hemos inventariado las figuras más relevantes, la Piedad de Coustou, la Vírgen de París, las pinturas, el Descenso del Espíritu Santo, la Conversión de San Pablo, el órgano con su caja de autómatas... y se han retirado una a una las figuras de los 28 reyes de Judea. Nos dicen que han sido trasladadas a un lugar seguro. Dicen...

 

Vengo cada día, caminando el último tramo del trayecto por las orillas del Sena. Me planto mirando el río, al menos el río no podrán destruirlo. Sin embargo, levanto la vista y veo la Torre Eiffel y no confío en que tenga una larga vida por delante. Tal vez de minarete...

 

Suspiro y subo las escaleras hasta la fachada occidental de la catedral. Es lo único occidental que quedará aquí en poco tiempo. Aunque entonces no será más que una ubicación en un terreno vacío. Cualquier memoria de su existencia será borrada oficialmente. Temo que hagan un borrado en La libertad guiando al pueblo o que Nuestra Señora de París no pueda volver a imprimirse por ofender a la nueva mayoría republicana.

 

Nadie conoce mis pensamientos. Si los hubiera expresado en algún momento jamás me hubieran permitido trabajar aquí. Los confunde mi apellido. Mi madre era muy lista. Cuando lo vio venir, demasiado tarde, como todo el mundo, me cambió el apellido apelando a una supuesta paternidad no reconocida que, en realidad, a nadie le importó. Mi supuesto padre había vuelto a su país en África y no quería saber nada de su hijo, pero la madre insistía en que el niño debía llevar el apellido del padre. El registro civil se lo tragó dócilmente. Ya nadie ponía pegas a un cambio de nombre en el sentido preponderante de nuestra población más influyente. Insistían en calificar como ciudadanos a los individuos que nada tienen que ver con el concepto, un apelativo que ellos desprecian riéndose de nuestro sentido republicano. De hecho, las leyes de la República ya no se observan casi en ningún lugar. De cuando en cuando, para acallar las pocas voces que protestan y disimular, algún tribunal menor condena en base a ellas, pero todo el mundo sabe que su fuerza se ha esfumado como el aliento de un moribundo.

 

El caso es que el apellido me ha servido para pasar desapercibido. Un funcionario más, de los millones que hay en el país, que a duras penas cobra ya su sueldo. No sólo hay que pagar a esos millones de funcionarios; están los millones de "ciudadanos" que vinieron a instalarse desde el Sur y que aún no son mayoría numérica (falta poco) pero sí en activismo, influencia y poder.

 

Apenas acabé mi carrera sobre arte francés, del que pronto no quedará nada, y me colocaron para trabajar en el inventario de los bienes de Notre Dame. Ya estaba decidido lo que iba a pasar. Existían inventarios antiguos que la Iglesia guardaba en sus archivos, pero preferían ignorarlos. Hoy los tengo yo.

 

Comparo los inventarios previos de la Iglesia con el mío y voy haciendo anotaciones al margen. Cuando decido que uno va a desaparecer, escribo una nota y la traslado de forma inmediata a mis superiores, a los que nada importa que se pierdan pequeñas cosas por el camino. Al fin y al cabo, para ellos no es sino un trabajo que hay que hacer cuanto antes.

 

Escribo en mi casa de campo. No es una ninguna mansión, sino una casa pobre en un pueblo cercano a la ciudad. No podía pagar un piso en un barrio vivible de la ciudad y el resto está ocupado masivamente por quienes se supone son mis hermanos. Aquí, al menos, aún puedo colocar un protector VPN y escuchar a Vivaldi mientras trabajo. Hay una cierta concordancia entre la belleza de la música y las de las reliquias que trascribo en el inventario. Pero también hay una disonancia triste y trágica de un mundo que se acaba cuando la música la oyes casi de forma clandestina (no está prohibida oficialmente, pero está mal visto escuchar esta clase de música) y el inventario de bellezas irrepetibles que trascribes no está destinado sino a la destrucción y al olvido.

 

Mi discreción me permite escribir esto y lanzarlo de forma anónima a la deep web. Tal vez alguien lo lea. Pero no me hago ilusiones. Quienes no saben lo que ocurre es porque miran a otro lado. Prefieren ignorarlo a protestar. Así llevamos décadas y la cobardía nos ha conducido hasta aquí. Nos decían que debíamos evitar la confrontación y la consecuencia no podía ser otra que el sometimiento.

 

Ayer soñé que cambiaba otra vez el mundo, pero esta vez en el sentido correcto, y mi inventario servía para reconstruir lo que estamos destruyendo. Entonces yo no sería un traidor y un ladrón sino un héroe.

 

Sólo es un sueño. De esos sueños un poco sucios que no son enteramente involuntarios, fruto de un sueño profundo, pero tampoco son ensoñaciones ideales de una mente valiente. A veces la historia se repite, pero si ha de volver un tiempo así lo que es seguro es que yo no lo veré. Habrá pasado demasiado tiempo. Hay millones de obstáculos a ese mundo. Serían necesarios millones de gritos, de lamentos, de huidas, para volver al tiempo en que mi madre, aún joven, disfrutaba de una libertad que ya no es sino un tiempo remoto y añorado por muchos sin fuerza para recobrarlo. No sólo ocurre aquí. ¿Qué fuerza puede tener una sociedad que utiliza como discoteca la Catedral de Canterbury? Si esto ocurría hace apenas unos años, ahora ya no se conforman con esa forma vulgar de blasfemia.

 

Se empieza por acatar la falta de respeto y se acaba en la servidumbre. No hay alternativas. Hubo muchos avisos previos. El primero, hace tres años, levantó muchas pasiones e, incluso, hubo manifestaciones, ataques en la vía pública, enfrentamientos entre grupos de etnias diferentes. Los políticos nos dijeron que a pesar de que hería la sensibilidad de una gran parte de nuestros compatriotas, el proyecto de demolición se retiraba en aras de la paz social. Pero apenas seis meses después volvió a plantearse. Las protestas fueron muchas también, pero ya algo atenuadas. Tras otros dos amagos entendieron que la decisión estaba madura y decidieron que era el momento. Algunos, los menos, dijeron que era la derrota definitiva de lo que quedaba de la República. Una derrota aún más humillante y veloz que la sufrida ante los nazis. Y de consecuencias aún más trágicas.

 

Pienso en ello mientras espero que anochezca. Estoy muy cerca de lo que queda en pie de la catedral. Ya tengo mi clientela. No sé cómo se llaman mis clientes, pero ellos tampoco saben quién soy. Sólo vienen, una vez se ha corrido el rumor, dispuestos a pagar lo que les pida. Una vez es noche cerrada me acerco al coche y busco una mochila. Vuelvo al muelle y deambulo un rato. Hay mucha gente caminando, ociosa, con cierto aire clandestino pues muchas de las actividades que antes eran habituales ahora están mal vistas. Un grupo de chicos hacen corro en torno a una música, el volumen atenuado, que podría ofender la sensibilidad religiosa de nuestros compatriotas. De modo que oyen música casi como quien antes vendía droga. En cambio, los que hacen esto último parecen no esconderse.

 

Me alejo del grupo y busco un lugar discreto. Sé que me ha visto. No es la primera vez que compra algo. La señora se acerca lentamente, adivino una sensación de alivio cuando me reconoce. Esta vez le he traído un trozo de rosetón. Siempre me compra con lágrimas en los ojos. Su dolor me ensucia. Porque ella no busca hacer negocio. Quiere guardar algunos retazos de lo que fuimos, de nuestra más hermosa historia, como un tributo al pasado, como un homenaje a la memoria que vamos a perder irremisiblemente. Cuando le entrego el paquete envuelto en un trapo no puedo apreciarlo por la oscuridad, pero sé que ese trozo de cristal reflejó luces casi divinas un día. Descompuso los rayos del sol en colores inimaginables y hermosos que invitaban al recogimiento, a la serenidad, casi diría que al amor.

 

Lo que nos rodea ahora no invita a esas sensaciones olvidadas.

 

Es un trozo pequeño de rosetón que se rompió gracias al descuido con que trabajan los obreros. La señora se fía de mí, no comprueba lo que le entrego. Lo guarda en su bolso y se aleja con su pesar, cargada de hombros como si portara la tragedia de lo que estamos perdiendo sobre sus frágiles hombros.

 

Guardo los euros que me ha entregado. Están sucios, lo sé. No sólo por cómo los he conseguido sino porque esa moneda no ha servido sino para regalarla sin tasa a quien no la ha merecido ni se la ha ganado. Su dilapidación ha sido el primer síntoma de nuestra derrota. Si no valoras lo tuyo acabas perdido.

 

Las obras no son sino el síntoma de nuestra caída, ya irreparable. Estaba allí cuando comenzaron. No sería una demolición programada con explosivos, sino una demolición piedra a piedra. Los medios nos vendieron que se hacía con cuidado por respeto al pasado de muchos de los ciudadanos, pero algunos sospechamos que se decidió hacerlo poco a poco para hacer más lacerante el daño. Día a día os quitamos un trozo de piel. Día a día os quitamos una víscera de vuestra alma. Un pulmón, un riñón... hasta que no quede nada y os arranquemos el corazón con un ritual cruel. Francia ya no tiene corazón. Su pecho está vacío.

 

Decidieron empezar el día más caluroso del verano. Sudaba tanto que parecía haber salido de una sauna. Las moscas, que ahora parecen invadirnos por millones, como nuevo signo de los tiempos, nos comían. Las máquinas eran como insectos amarillos sin alma ni corazón y elevaron sus brazos de acero y comenzaron a desmantelar el tejado que había sido reconstruido tras el incendio de 2019.

 

Los días anteriores había rumores de que alguien iba a hacer algo, de que habría una oposición feroz, ataques violentos, incluso se preveía algún ataque terrorista que forzaría el retraso de los trabajos. Pero lo único que vi fue a una multitud, bajo el sol implacable y el calor agobiante, de hijos de la República, genuinamente franceses en sus rasgos, que grababan el acontecimiento en sus móviles. Cierto que hubo alguna lágrima, abrazos de pesar, lamentos. Pero la docilidad de mis compatriotas no merecía otra cosa sino llorar lo que no se ha tenido la valentía de defender.

 

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